El amor incondicional es el único que vence al tiempo, casi tanto como la organización. Ilógico, pasional, desproporcionado, no admite razones, es sólo un movimiento, una fuerza. Quien lo padece puede soportar la desventaja de dejarlo todo sin pedir nada, llorar sin sentido, sufrir sueños recurrentes, gritar el nombre de lo amado a los cuatro vientos y recibir a cambio frías respuestas profesionales, préstamos con opción a compra, oscuras traiciones. Si bien el tiempo me obligó a medir el desgaste físico, mi amor por Central permanece intacto, sigo pendiente de su suerte como siempre. Mi padrino Santiago, a quien la calle lo supo rebautizar  en  el idioma lunfardo como "el bocho", fue el encargado de llevarme a la cancha por primera vez. Cuando "hacíamos las veces de visitante", escuchábamos el partido bajo rigurosos rituales, la Spika rodeada con imágenes de distintos santos mezclados con figuritas redondas de próceres auriazules en el centro de una mesa cubierta por un inmaculado mantel blanco, reproducía la voz inconfundible del dios Fioravanti. La última charla que mantuve con mi tutor canalla fue en una sala del hospital Covadonga, en donde hizo gala de su sobrenombre. Se tomó todo el tiempo para enseñarme que lo importante en la vida era no dejarse poner anteojeras. Me aseguró que la verdad no se encontraba siempre en el frente que nos obligaban  a mirar, generalmente habitaba  a los costados. Aclaró su pensamiento con un ejemplo. "Mirá nene, los tordos siempre te van a batir macanas para no plancharte, es parte de su laburo…. pero si marcás de refilo y junás que la enfermera que te pusieron es un bombón como en mi caso, es porque estás listo, estás jugando tiempo de descuento. Por mi parte estoy negociando con el barba un alargue hasta el próximo clásico viste… faltan sólo cuatro fechas". La vida me puso en el lugar de mi pariente. Silencios angustiantes, muecas a modo de sonrisas, miradas esquivas, componían un entorno que contrastaba con el exitoso discurso facultativo. Empeoraba el cuadro la bella Zulma, mi enfermera del turno mañana. Soporté la ansiedad lógica de la internación a base de fuertes dosis de televisión y crucigramas, pero la droga más fuerte, la que me detiene en el tiempo, no desgasta mi sentir y me protege en mi paraíso siempre fue el fútbol. En los momentos previos a la operación sólo me tranquilizó la presencia del zurdo Kenari, amigo de toda la vida y compañero infaltable en el ala izquierda de todas las delanteras que integramos juntos. Se paró debajo del marco de la puerta y me hizo la histórica seña con la que supo serenarme en los desafíos más difíciles contra nuestro clásico rival. Sus dos palmas con dirección al suelo bajando y subiendo simultáneamente, como si estuvieran haciendo picar dos "Pulpo"  invisibles, para mí siempre tuvieron el mismo significado. "Tranquilo flaco, tocá y andá, descansá en mí que no pasa nada, dejá que la duermo un ratito debajo de mi pie izquierdo y te la devuelvo mansa". Me acompañó por el túnel hasta la puerta de cirugía, como despedida me arengó con la frase de siempre, "Vamos que hoy ganamos, no existe otra posibilidad!". Después, el viaje. Más que un sueño fue volver a vivir un recuerdo atesorado en un cofre de miel y nueces. Los reflectores del quirófano, gradualmente, se convirtieron en los focos de la cancha vieja. Gritos agudos provenientes de la tribuna de mujeres me ubicaron detrás del arco cercano a Regatas. Observé la salida del "nuestro" con unos ridículos sacos encima de la casaca, la publicidad aseguraba que eran "requetefresquitos, requetelivianos". Escuché nítidamente la Voz del Estadio pasar la formación entre aplausos y silbidos. Sentí la desazón de un partido que se nos iba de las manos. Una pelota por sobre la cabeza de un adelantado Andrada anticipaba el trágico final. Como una luz mala o un rayo justiciero observé la aparición del Turco dispuesto a torcer el destino. Gestos desesperados de Pascutini para que no tocara el balón fueron desobedecidos por el hincha que impidió el gol sobre la línea, entregó la pelota al defensor Fanesi para iniciar un contraataque, increpó al hombre de negro como quien insulta a la muerte misma con palabras llenas de vida y desapareció de la escena. Entre los efectos secundarios de la anestesia reconocí voces, "fue un milagro", "no era su hora", "nunca hay que perder la fe". En la primera noche de cuidado, mi mujer con voz alegre me leyó una larga lista con nombres de personas a quienes agradecer, médicos, dadores de sangre, el padre Ignacio… La interrumpí con tres palabras "falta el Turco". Antes de escuchar la pregunta previsible simulé estar dormido para evitar explicar lo inexplicable. Para Liliana, eso que la gente llama pasión de multitudes, sólo se remite a veintidós hombres grandes en pantalones cortos, corriendo detrás de una pelota.

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