Catalogar el encuentro del   G-20 en Buenos Aires como “éxito” o “fracaso” en base a terminar o no con un documento firmado, no tiene el menor sentido. En geopolítica, un acuerdo, si no se basa en la diferencia de poder entre los firmantes o en una disposición real de tomarlo como tal, tiene poco significado. La política internacional, a diferencia de la interna de una nación, es anárquica porque no existe un Estado de los Estados que haga cumplir lo firmado. El G-20, al no resolver la disputa de fondo en China y Estados Unidos, dejó en claro que la confrontación sigue abierta. 

Las burdas o simpáticas, como se quiera, ideas de que Macri por su impronta personal tuvo influencia en el diálogo y resultado entre ambos tampoco tienen sentido. Argentina es un actor totalmente marginal en la política mundial. El “éxito” puede medirse en que, documento mediante, ambos tuvieron diplomáticamente “predisposición” a resolver el conflicto. Trump manifestó esperar que “se vaya a conseguir algo que va a ser bueno para China y para los Estados Unidos” y Jinping su mantra: “Sólo con la colaboración entre nosotros podemos servir al interés del mundo de la paz y la prosperidad”. Sólo eso.

La cuestión de fondo es que ni China ni EE.UU. desean la confrontación, pero tampoco ceder. Y si bien en casi todos los aspectos esenciales, EE.UU. aún aventaja a China considerablemente, el país asiático ya es de tal importancia como para no conceder puntos que toma como claves. Para los norteamericanos, intentar imponerse puede significar hacerlo a muy altos costos, y sin seguridad de éxito. Por eso, sobre el ‘exitoso’ documento, el New York Times afirmó que, como las divergencias fundamentales no desaparecieron, “en los días que siguieron, los mercados financieros retomaron el movimiento bajista, con inversores escépticos en cuanto a los desdoblamientos de la tregua”, dado que el índice Dow Jones registró pérdidas acumuladas de -4 por ciento entre los días 03 y 06 de diciembre; y de -7 por ciento desde el comienzo de octubre.

El G-20 fue creado como un foro de Ministros de Finanzas, en 1999, en el marco de las crisis financieras en los países emergentes. En 2008, cuando la inestabilidad alcanzó a los países avanzados, especialmente Estados Unidos, pasó a reunir a los jefes de Estado. En conjunto, el G-20 responde por el 75 por ciento del producto mundial, el 61 de la población, el 62 del comercio y el 80 de las inversiones directas. Pero esas cifras globales ocultan diferencias importantes. EE.UU. y China son cerca de un 1/3 de éstas; con los europeos, India y Japón, son casi totalidad. Brasil y Argentina, respectivamente, con 2,5 y 0,7 por ciento del producto, y 1,3 y 0,3 por ciento de las exportaciones mundiales,son actores marginales.

Pero las últimas décadas revelan el ascenso chino. En paridad de poder de compra, el PBI de Estados Unidos pasó de representar 21,6 por ciento (1980) del total mundial a 15,2 (2018), mientras el de China creció de 2,3 a 18,7 por ciento. Es decir, China superó al de Estados Unidos, que tuvo un retroceso relativo de 6 puntos. Además, China ya tiene un ingreso cápita que es 1/6 del de EE.UU. y, mundialmente, casi 22 por ciento de la producción de bienes agropecuarios e industriales y 13 de las exportaciones (diez veces más que en 1980). El hecho es que el ascenso chino viene pisando el poder casi unilateral que Estados Unidos tuvo desde la caída de la Unión Soviética.

El conflicto de fondo, en su dimensión económica, no es tanto el nivel de apertura comercial de China, si no la competitividad de sus empresas, que avanzan hacia niveles superiores de las cadenas de valor. Daniel Gros, director del Center for European Policy Studies, afirma que “cuando las compañías occidentales tenían casi unmonopolio enconocimiento y tecnología, su ventaja competitiva compensaba con creces las distorsiones creadas por las barreras chinas al comercio y la inversión. Pero, a medida que las empresas chinas se han convertido en competidores cada vez más serios por derecho propio, la capacidad de los países occidentales para soportar los costos adicionales de las barreras no arancelarias ha disminuido”.

En la misma línea, The Economist afirma: “el conflicto comercial que más importa entre Estados Unidos y China es una lucha del siglo XXI por la tecnología. Abarca todo, desde inteligencia artificial (IA) hasta equipos en redes. El campo de batalla fundamental está en los semiconductores. La industria de chips es donde el liderazgo industrial de Estados Unidos y las ambiciones de superpotencia de China se enfrentan de manera más directa. ... Eso es porque los chips de computadora son los cimientos de la economía digital y de la seguridad nacional”.

Este último aspecto demuestra que la confrontación geopolítica está por encima de la comercial. Por eso, el New York Times informa que las facciones nacionalistas del gobierno de Trump habrían quedado disconformes por el ‘exitoso’ acuerdo del G-20 que contempló una tregua de 90 días “y las dudas de que los chinos aceptarían las concesiones comerciales descritas por el Sr. Trump”. En consecuencia, entiende que la detención de la hija del fundador del gigante chino de productos electrónicos, Huawei, podría verse como una intención de sabotear el acuerdo comercial, en especial en China. Siendo así, el acuerdo, aún si exitoso, ya fue. 

Es que Estados Unidos, como toda potencia, actúa en base a su poderío y no a reglas que siente que lo dinamitan… por más deliciosos que les hayan parecido los choripanes.

* Profesores UFRGS (Brasil).