River es campeón de la Copa Libertadores. Un justo triunfador. Es el gran ganador de una final interminable, la más larga del mundo. Obtuvo el título en la cancha, como marca la naturaleza del fútbol, y no en un escritorio, como cada vez más nos acostumbran los dirigentes. Y se puede decir que junto con la consagración del equipo de Marcelo Gallardo hubo varios descensos. (Un aparte para marcar la paradoja de cómo las mezquindades del fútbol argentino le cierran las puertas del cargo de técnico de la Selección Argentina al Muñeco en su etapa más lúcida, como alguna vez le pasó a Carlos Bianchi.)

Entre los descensos que debieran ser está el de la Conmebol, que completó la extensa lista de papelones hecha en esta edición de la Copa Libertadores –las idas y vueltas con las habilitaciones de Wanchope Abila (Boca), de Bruno Zuculini (River), de Carlos Sánchez (Santos), de Dedé (Cruzeiro)– permitiendo que la final de su torneo emblema se mudara a tierras españolas. Fueron más fuertes los dólares llegados de Europa –y que en el futuro vendrán desde otras latitudes para ampliar las geografías del fútbol– que la convicción de que si se trata de una copa que homenajea a los libertadores de América, el único territorio en el que se puede definir es en América. Además, no eran imposibles de remover los problemas que impidieran montar la final en Buenos Aires o de última en alguna ciudad sudamericana, como se hará desde el año que viene, cuando habrá un solo partido final. Ni hablar del daño que se causó en la pasión de los hinchas que pusieron bastante más que plata para ver la final soñada en el Monumental. ¿Qué le reclamen a los vándalos que apedrearon el micro de Boca? No tienen por qué, porque esas obligaciones son de los organizadores (la Conmebol, el Estado). Y vaya que aquéllos organizaron mal la segunda final.

También la AFA se fue a la B. En susurros se pronunció públicamente sobre los hechos. Sí se encargó de lavarse las manos, remarcando que era un torneo de la Conmebol. Que los argentinos sepamos, Claudio Tapia –mandamás de la casa del fútbol argentino– es también uno de los vicepresidentes de la Conmebol. O sea que, aunque sea con su el silencio, avaló lo actuado por la Conmebol, lo acompañó y fue partícipe necesario de que la Copa Libertadores tenga un campeón coronado en España. ¡Paradojas de la historia!

Y para no alargar la lista de descendidos, basta mencionar uno más, ni más ni menos que el gobierno argentino y su presidente, Mauricio Macri. Desconociendo la realidad de un fútbol que lo tuvo entre sus filas como dirigente de Boca (cuando convivió con varios de los barras que todavía se enseñorean por La Boca), pretendió que haya visitantes en las finales. Alguien le hizo recuperar el sentido común haciéndole ver que era un peligroso deseo. Después, al analizar la agresión al micro de Boca cuando iba rumbo al Mundial, pretendió exculpar a las fuerzas de seguridad de sus responsabilidades, afirmando que no se contaba con la batería de instrumentos legales para combatir a los barrabravas. Y cuando ya estaba consumado el despojo de llevar la final al Santiago Bernabéu, dominio de Florentino Pérez,  socio de las empresas que controlan los peajes de los Accesos Norte y Oeste, pretendió justificarlo porque escupir a las autoridades (Gianni Infantino, de la FIFA; Alejandro Domínguez, de la Conmebol, y el mismo Tapia) fue  más determinante que los piedrazos que casi hacen volcar el micro de Boca. Esa actitud fue replicada por todo el aparato de seguridad, que primero se jactó de que si podía asegurar un G20 sin incidentes, cuánto más fácil le sería asegurar un Boca-River en paz. No lo consiguieron. Y España se anotó para consumar ese bochorno. Y las dirigentes dijeron “sí, sus majestades”. Como en los tiempos coloniales.