Faltaban algunos kilómetros para el arribo efectivo, los carteles camineros así lo venían anunciando. El madrugón de sus compañeros de viaje los había puesto a una a dormir, al otro a leer y al último a mirar por la ventanilla. Todos compartían el privilegio de integrar "la nueva vanguardia de la interdisciplina artística", como los había calificado la crítica, y estaban rumbo a la ciudad del mar a un congreso de encumbrados en el asunto.

Gutiérrez maneja por la ruta poceada, y la inminencia de llegar lo reconecta con otro estado de existencia. Ella lo ha asaltado nuevamente, esta vez no en sus sueños sino en los pensamientos. La recuerda nítida y exultante. La extraña, la ha extrañado, aunque acabe de darse cuenta. La extrañó en una ausencia que no fue, la sintió adentro suyo como un río subterráneo que corre en silencio.

Va a estar ahí de cuerpo presente y mientras maneja su auto, en la soledad que le permite la distracción de los otros, entiende, por fin, que va a encontrarla. Se pone nervioso. Le duele esa mujer en todo el cuerpo y no sabe qué hacer.

 

El afecto

El ascensor no llega y cinco pisos por escalera le parecen demasiado. Deja que los demás se adelanten y se queda esperando en el hall.

Late. Late fuerte. Se corta. Raspa. Humedece. Se apaga. Se enciende. Muere y resucita. Intermitentemente.

Sube al ascensor y se mira al espejo. Renacido a la sombra de los pliegues del tiempo, la vuelve a recordar. Sabe de segunda mano que casi no viene, que está triste por su divorcio, que después de mucha vuelta logró que las hijas permanecieran algunos días con su padre. Igual que él, que ha dejado las suyas con la madre, de la que no se ha divorciado y que calienta el nido durante su ausencia.

El ascensor se detiene abruptamente. Se abren las puertas metálicas. Sale. Se encuentra en el pasillo con los colegas que subieron por la escalera. Intenta anular su visión periférica para no verla de soslayo. Quiere el impacto de la mirada plena sobre los cuerpos reencontrados. Por eso camina lento y mirando al piso. Sus funciones biológicas amenazan con abandonarlo, pero el aire nuevo lo restaura. La puerta de acceso le confirma que no hay más que hacer, que allí está, allí están, ganándole al filo del tiempo unas cuantas horas.

El mundo conocido desaparece, de nuevo, como aquella vez. Ella se ilumina entre la multitud como capturada por una luz cenital y móvil. Está parada, mirándose para adentro, y por eso no lo ve llegar. Gutiérrez dibuja coreografías de evasión en el espacio, saludando a unas y otros. Hace ademanes amplios con los brazos, los agita en el aire. Inclina hacia atrás su cabeza con un ademán de carcajada silenciosa. Sigue saludando, a la vez que avanza hacia el vértice del auditorio en el que está ella, ahora con la mirada clavada en el teléfono.

Sin más rodeos, el músico avanza hacia la escritora. Se le para enfrente pero no le dice nada. Ella levanta la vista con desinterés y la perplejidad le abre los ojos. Se miran algunos segundos que duran toda una vida y se abrazan, ya sin disimulo.

 

La pared

La inexorabilidad los persigue y los espanta. Han intercambiado algunas palabras en intimidad, inventado algunos gestos que buscan fabricar la accidentalidad de rozar al otro. Buscan disimular en público evitándose, pero siempre quedan cerca. La estupidez del hilo rojo se vuelve una maldición posible. La situación se les escapa, y al escaparse el uno de la otra (y viceversa, ¿no?) se encuentran.

Él ha salido a fumar y caminar desatento lo extravió entre los caminitos grises de la plaza. Ella alcanzó la puerta para contestar un mensaje telefónico y prefirió quedarse afuera un rato. Caminar fue también una opción y desembocó su cauce a la vuelta de un árbol donde estaba Gutiérrez, de pie, mirando el mar. El deseo le ganó a la contradicción y terminan cerca, pegados y sin testigos a la vista. Intentan hablar de la conferencia que está ocurriendo en el auditorio pero no lo logran. Se confunden en uno, dos, mil besos infinitos. Se enredan los brazos intentando abarcar esa otredad que se escapa. Se respiran. Se capturan. Se sientan sobre el tapial del acantilado a mirar el mar.

 

La lluvia

La última noche concreta la alerta meteorológica postergada. La tormenta rebota sobre el oleaje antes de zambullirse. Gutiérrez se ha ofrecido a llevar a algunos colegas hasta el hotel, y le ha pedido que lo acompañe. Ahora están solos en el auto, el aire explota en cualquier momento e intentan demorarlo. Ella habla sin parar sobre la autobiografía novelada de Sor Juana que se presentó unas horas antes. Le hace gracia la declaración de la monja frente al confesor cuando le descubre las cartas de amor a la virreina. "Están escritas dentro de la tradición del amor cortés", dice Sor Juana Inés. Ella lo repite y ríe estrepitosamente.

--El amor cortés existe

--No, existe el amor. Y las formas de hacerlo posible.

Están tan cerca que el riesgo desaparece. Él enciende la radio para distender, pero suena Fito Páez y el amor más grande que conocí. Gutiérrez empieza a decirle cosas sobre la orilla lejana del río y la intensidad de la tormenta. Sobre las noches y las ganas que pueblan los cuerpos de vez en cuando. Ella no se da cuenta si es que no lo escucha o no lo entiende. De todos modos responde con un beso que duraría hasta la madrugada.

 

Post scriptum o road movie

Viaje de regreso. Misma ruta dada vuelta. Los copilotos se han reducido a uno que duerme en el asiento de atrás. Al final de la ruta está la realidad, hubiera pensado. Pero cada vez que se encuentra con aquella mujer, el mundo se amplifica y las verdades conocidas se contorsionan. Maneja y se siente extraño. Liviano. Enorme. Se le ocurren formas de volver a verla y las va anotando en su mente. Que la vida vuelva a encontrarlos por azar (no le convence). Programar un encuentro a mitad de camino para hablar de algún proyecto inventado que los excuse a permanecer reunidos cada tanto. Sería en un lugar con agua calma, que corra y purifique las culpas de los malos pensamientos, donde puedan trabajar, contemplarse y enredarse. Concretar esa potencia postergada que los habita para siempre.

Lo invade la maravilla de un vínculo misterioso. Prefiere no seguir pensando, para no cometer la crueldad de querer entenderlo. Ahora maneja y se concentra en el camino de asfalto.