De lo que hablamos cuando hablamos de un show de Bruce Springsteen es de una carrera de larga distancia. No de una prolija y disciplinada maratón, sino de correr con descansos, tomarse el tiempo de apreciar un paisaje, dejar que se tranquilice la sangre que golpea en las venas, volver a cargarse de adrenalina para encarar el pavimento. No hablamos de un show breve y estructurado, con guión y con un orden de canciones establecido, sino de un asunto que alcanza hasta donde de el aliento, que con frecuencia deja más con la lengua afuera al público que a Springsteen, un artista que parece físicamente indestructible y con un carisma capaz de cualquier cosa. 

Sin embargo, un show en Broadway, por su naturaleza tan diferente a la experiencia Springsteen, parecía uno de esos desafíos que podían salir mal o, al menos, no tan bien. Springsteen on Broadway empezó en octubre de 2017, en el relativamente pequeño teatro Walter Kerr de Nueva York y, en papeles, resultaba un asunto bastante contenido: un guión, basado en la vida del artista más que en la carrera –en continuación al lanzamiento de su autobiografía Born To Run en 2016– intercalado con canciones a modo ilustrativo. Springsteen sobre el escenario, solo, sin banda, con su guitarra, su piano y apenas la compañía de su esposa –e integrante de la E-Street Band– Patti Scialfa, en apenas dos canciones. Los desafíos eran varios: crear intimidad y emoción genuina en la repetición, lograr que la perfomance no sea envarada teniendo en cuenta, además, que Springsteen, a pesar de su despliegue escénico, es un hombre bastante tímido, y sobre todo no caer en el trámite, en el despacho de la narración de una vida como quien recita un poema trillado. Un actor puede hacer esto con facilidad, por supuesto, pero Bruce Springsteen, aunque actúa como cualquier performer, no está entrenado en el oficio: es una estrella de rock.

Springsteen on Broadway, el show filmado/la película, se estrenó la semana pasada en Netflix junto con el disco, que es casi exactamente igual y tiene el mismo título. Ambos son hermosos y emocionantes, pero el show le gana al disco por la sencilla razón de que hay que ver a Springsteen diciendo, interpretando, estas palabras que escribió. Hay muchos puntos que resaltar, pero hay uno central. Springsteen es conocido como un artista honesto, el narrador de los temas del hombre común, el cronista del revés del sueño americano. Autos rápidos, el deseo de huir de pueblos perdidos, el cansancio después de trabajar en la fábrica, los placeres simples del sábado a la noche, cuando se compran las horas felices que permiten olvidar la horrible rutina de la vida. Pronto, Springsteen anuncia varias cosas: cerca de mi casa, en mi pueblo de Freehold, cuenta, había una planta de Nescafé. A mi me encantaba el olor por la mañana, porque daba una idea de comunidad.”Pero nunca, jamás, trabajé en una fábrica”, sigue. “Yo, que me la pasé escribiendo sobre la vida de los trabajadores, nunca trabajé. De hecho, nunca tuve un empleo diario hasta hoy, aquí, en Broadway”. Siguen las desmentidas: cuenta un viaje a la Costa Oeste con parte de su banda en el que se ve obligado a manejar y revela que era su primera vez detrás del volante. A los 21 años. “Tengan en cuenta que, un año después, iba a escribir ‘Racing in the Streets’” –se trata de una de sus canciones clásicas sobre coches y carreras–. “Así de bueno soy”. Lo mismo ocurre con todas sus canciones sobre huir de Freehold y Nueva Jersey, desde “Born To Run” hasta “Thunder Road” o “Bobby Jean”: “vivo a minutos de mi pueblo natal”, dice. Y se ríe. Y es una de las explicaciones más sencillas y más sinceras de lo que es la verdad de un artista. No está relacionada, necesariamente, con la experiencia. La verdad, la honestidad, está relacionada con lo que conmueve, preocupa, obsesiona y maravilla. Springsteen escribe sobre los trabajadores porque recuerda a su padre en el bar, el aroma de la colonia de después de afeitar en el aire y la dulzura de la cerveza; su padre depresivo y ausente, siempre vestido con la ropa de la fábrica, el hombre que admiraba y su antagonista más brutal. Escribe sobre irse de Nueva Jersey porque, cuando él creció, aunque su ciudad quedaba a una hora de Nueva York, nadie se aventuraba a la gran ciudad y esas calles se iban transformando en El Dorado. Ser honesto, como artista, no es describir lo vivido: es darle forma, con la imaginación, a ese mundo íntimo donde se es vulnerable y poderoso. 

El otro gran protagonista de Springsteen on Broadway es el padre, Springsteen Sr., protagonista de muchísimas canciones y una figura elusiva, amada, conflictiva. “Los padres”, dice Springsteen, “pueden ser fantasmas o ancestros. Cuando son fantasmas nos hechizan, nos agobian, no nos abandonan. Cuando son ancestros, nos toman de la mano y nos llevan hacia el futuro”. El recuerdo del padre hace llorar a Springsteen y también lo emociona el de Clarence Clemons, saxofonista histórico de la E-Street Band, negro, grande, imponente, necesario. Murió en 2011. “Perderlo fue como perder la lluvia”. Mucho más alegre es el retrato de su madre, una mujer gloriosa que vive, tiene más de 90 años, hace siete que sufre de Alzheimer y jamás perdió las ganas de bailar. La madre, está claro, es la vitalidad, la música, el rocanrol. Es junto a ella que Springsteen niño vio a Elvis en televisión y tuvo la epifanía que, a los 69 años, lo llevó hasta un escenario de Broadway. 

Algunas canciones, todas en versiones acústicas, se ofrecen completas: la extraordinaria “Brilliant Disguise” (con Patti Scialfa) o “The Ghost of Tom Joad”, por ejemplo; otras, como “Tenth Avenue Freeze Out” o “Growing Up” acompañan las historias. La mejor versión es la de “Born in the U.S.A” en arreglo de blues. Antes, Springsteen cuenta la génesis de la canción, cómo él mismo hizo “todo lo que estuvo a mi alcance” para evitar el reclutamiento a Vietnam y recuerda a sus amigos muertos, dos de ellos integrantes de una banda de Freehold que nunca llegó a nada pero que, dice, los tenía a todos transfigurados, les enseñó a los aspirantes a músicos como pararse sobre un escenario y ser temerario, dar miedo y exudar sexo, el atrevimiento de una vida joven y libre que no iba a durar. “Cada vez que voy a Washington, los visito en el Memorial”, dice. “Y cada vez me alegro de no haber ido a esa guerra”.

El lanzamiento del disco y el documental fue instantáneo: el show real terminó hace días, el pasado 15 de diciembre. De inmediato, las redes anunciaron una gira mundial para 2019. El propio Springsteen se encargó de desmentirla. El año que viene será de descanso. Y aunque este show tiene un inefable tono de elegía, no hay por qué temer que este descanso sea un retiro. El hombre vive para la ruta. Basta verlo tocar en ese pequeño escenario “Born To Run” para entender que esa huída a la que se refiere poco tiene que ver con escaparse de sus orígenes –casi que todo lo contrario– y mucho con ganarle a la melancolía, correr porque es una especie de deber, sin una meta, deteniéndose a saludar cada caída del sol.