2018. El año en que los feminismos marcharon masiva e intensamente, en el que los sindicatos y partidos fueron atravesados por una agenda nueva y surgieron alianzas inesperadas. 2018. El año en que multitudes acamparon alrededor del Congreso para exigir el aborto libre, seguro y gratuito. La primera vez que llegó el proyecto de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto a tener tratamiento parlamentario. También el año en que el conservadurismo senatorial dio por tierra nuestros reclamos y nos volvimos a casa con las manos vacías. 2018. El año en el que, a partir de la denuncia de Thelma, acompañada por el Colectivo de Actrices argentinas, se abrieron las compuertas de las denuncias por violencia sexual, abusos y acosos. Se venía amasando esa sanción común: nos unimos para gritar lo inaceptable de ciertas prácticas, aun las más rutinizadas. Luego de la denuncia contra Darthes, el río afloró sin contenciones, y nos sumimos en la catártica multiplicación de las narraciones. El año, también, en que la expansión de las denuncias nos obligó a discutir qué ideas de justicia y reparación ponemos en juego.

Las denuncias por abuso, violencia de género, acoso, tienen un doble plano: individualizante (hay una víctima con nombre y apellido y un victimario o varios) y a la vez se inscribe en un sistema de relaciones patriarcales que producen cierto tipo de varones, y que delinean la masculinidad como poder sobre los cuerpos feminizados. Cuando defendemos la Educación Sexual Integral es, entre otras cosas, para que los varones no sean construidos como machos, las mujeres como receptoras pasivas, y que ni siquiera haya que definir la existencia, la corporalidad y el deseo en función de ese régimen binario. Ampliar las libertades para todes, también para los varones. Los hombres no son enemigos pero el sistema que nos produce convierte a muchos de ellos en amenaza frente a la cual hay que organizar cuidados, prevenciones y denuncias. 

Si la denuncia es individual y social, también hay que pensar la pena y la reparación en esas dos dimensiones. Hay penas establecidas para delitos como la violación, el abuso, la violencia doméstica, el femicidio. Se condensan en la reclusión carcelaria. Nos entrampan: reclamamos justicia y lo que tenemos a mano es condenar a las personas culpables a un trato cruento y denigratorio.  Para salir de la trampa es necesario exigir justicia y, a la vez, discutir la violencia institucional. Por otro lado, es necesario pensar la idea de reparación social, surgida de la capacidad y la potencia de fundar otras relaciones, otras instituciones, otras formas de vida. El escrache surgió como parte de las luchas por la memoria, la verdad y la justicia en los 90, con un notorio anclaje material y colectivo. La práctica que hoy recibe ese nombre transcurre en las redes y no necesariamente tiene un sostén colectivo. Más bien, funciona en la trama casi alucinatoria de los me gusta y los compartidos. Eso pone a las propias denunciantes en riesgo, las arroja a una soledad pública con la que es difícil lidiar y a la vez  se presenta como justicia expeditiva pero insuficiente. 

La catarsis es denuncia y necesaria puesta en común, ruptura de los silencios y apertura a una nueva hospitalidad. Las palabras se acumulan, son fuerza que arrasa. Dolor y furia. Hablamos atravesadas por cada escucha, porque las palabras de otras resuenan, hacen presente nuestra propia humillación, la violencia padecida. Hay quienes dicen que buscamos en el pasado y no es así. El pasado se presenta con violencia porque la violencia inscribió su huella más profunda en el cuerpo. Cada cuerpo es caja de resonancia, lugar donde se reconoce el dolor de las otras y hace visible el propio. Quizás el primer núcleo de esa trama colectiva aparece en el anudamiento que reconocemos: lo que esa otra cuenta lo atravesamos o lo pudimos atravesar o nos duele. Imaginar la reparación colectiva –esos otros modos de la vida en común– es posible porque partimos del reconocimiento sensible de la humillación compartida. Pero una vez más, porque no nos quedamos en ella, no nos congelamos como víctimas, sino que la sostenemos como el punto de partida para una política emancipatoria.