La ultraderecha de corte fascista está redescubriendo una de sus raíces más peligrosas, la de ser un movimiento contestatario, antisistema, de vanguardia. Es la receta olvidada del creador de la cosa, Benito Mussolini, que no tenía ni cuarenta años cuando llegó al poder, era novelista y periodista, se afeitaba la cabeza y se rodeaba orgulloso de los más vanguardistas artistas italianos. La nueva versión del fascismo cool tiene el nombre modernito de Generación Identidad y hábitos calcados de lo más alternativo de Brooklyn, como la comida orgánica, la cerveza artesanal, las barbas largas y la aparente tolerancia a las minorías sexuales. Explícitamente antiglobalización, los identitarios se distinguen apenas por la insistencia en rechazar la inmigración no blanca y la “islamización” de Europa.

El problema central del neofascismo es el resultado final del fascismo original, especialmente en su variante alemana. No sólo está la segunda guerra mundial, la más destructiva en la historia humana, y la novedad del Holocausto mecanizado y masivo, sino también una merecida imagen de opresión, violencia, opresión, hambre y crueldad contra las supuestas razas superiores, los pueblos que el fascismo decía exaltar. El fracaso del experimento fue tal que la misma palabra fascismo se transformó en un insulto. Construir políticamente con un sello tan pesado es casi imposible, lo que explica la marginalidad de todos los neos –desde los skinheads alemanes a las Centurias Negras rusas– y el hecho de que la única agenda posible sea el rechazo a la inmigración. Los partidos cercanos al fascismo tienen que “adecentarse”, fingir, para juntar votos.

Con lo que Generación Identidad tiene un claro mensaje de refundación, de volver a la raíz y de rechazar explícitamente la etiqueta fascista y algunas de sus ideas más fundantes. El movimiento avisa desde el vamos que “no provee una plataforma para ningún tipo de grupo o contenidos nacionalsocialistas o fascistas” y proclama un completo desinterés por cualquier tipo de expansionismo: “no buscamos imponer ninguna idea de superioridad racial sobre otros, ni conquistar a nadie”. Tampoco hay la menor mención a la idea de tener un líder, sea un Duce o un fuhrer, ni una palabra sobre minorías de género, ni una mención a los judíos. Los mensajes identitarios tienen un extraño tono alegre, positivo, y un claro reclamo de crear un nuevo estilo de vida, comunitario y egalitario.

El movimiento ya está establecido en Alemania, Austria, Italia, Francia, el Reino Unido e Irlanda, con un creciente número de fans en el resto de Europa y en Estados Unidos, y despuntes de interés en “las naciones sucesorias de Europa” como Canadá. Nueva Zelandia, Australia y Argentina. Los números son todavía pequeños, pero la inteligencia alemana, que tiene un mandato legal de observar cualquier movimiento de ultraderecha, ya admitió su preocupación. Un centro de activismo es en Halle, Alemania, donde los identitarios tienen su casi única sede física. Es un viejo edificio que contiene una huerta orgánica, un restaurante naturalista, una biblioteca, un café y tres pisos de “vida comunitaria”. El lugar es alegre y más de uno debe pensar que comió o se tomó una cerveza marca Identidad en una más de las comunas alternativas del país. De hecho, el logo del identitarismo es el viejo símbolo de la paz pero sin el palito vertical. Esta suerte de galón de cabo en un círculo es descripto como el “lambda”, supuestamente la marca de los griegos de las Termópilas que detuvieron la invasión persa.

Pero la existencia más concreta de la Generación Identidad es, como corresponde a una alternativa moderna, virtual y digital. Las páginas web del movimiento son excelentes, llenas de videos y links,  con contenidos atractivos. Ahí se exponen sus ideas antiglobalización y se explica que el movimiento es juvenil, no violento y alejado de todo partido. De hecho, algo realmente original en el panorama de las ideas y mensajes neofascistas contemporáneos, es que los identitarios no se dedican casi exclusivamente a hablar de lo que odian y rechazan sino que presentan una utopía, un llamado a construir algo y no sólo a derrotar y destruir un enemigo. Así, lo que proponen es restaurar la aceptación del patriotismo, el amor a la tierra y la comunidad local, el mantenimiento de la identidad propia que supuestamente está bajo ataque. Levantando abiertamente el mensaje de los antirracistas y multiculturalistas, los identitarios hablan de la “población nativa” de los europeos, cuya cultura es amenazada por la política de fronteras abiertas y la homogeneidad obligatoria de la globalización. 

Para darse una idea de la diferencia, donde el típico mensaje neofascista es agresivo y discriminador, los identitarios hablan de “demostrar los beneficios de nuestras demandas” y de construir una sociedad más comunitaria y egalitaria, porque “los valores materialistas dan poco significado: necesitamos comunidades reales”. Un lema, repetido en carteles que muestran a una pareja besándose apasionadamente, es “haga el amor y defienda a Europa”, un guiño a la muy baja tasa de natalidad del continente.

Este énfasis en lo positivo cae bajo el paraguas ideológico de algo llamado metapolítica, definido como “la batalla por las ideas”. Astutamente, los identitarios eligen como blanco la corrección política y proponen cambiar “lo que resulta aceptable pensar y decir”, en particular entre “los jóvenes ignorados por el establishment”. Este llamado a la rebelión se enmarca en la “construcción de un futuro seguro y pacífico para todos los europeos” con herramientas “pacíficas y creativas”. Para Generación Identitaria, “fascista” es un insulto que le propina el establishment liberal-progresista a todo el que piense “fuera del paradigma multicultural que condena nuestra propia identidad etnocultural”. Lo que se propone es “amar a nuestros países y a Europa, algo considerado un consenso nacional mínimo en otros países” pero prohibido en el continente.

Pero los de Generación Identitaria no escapan al estilo paranoide de las derechas duras, de Trump a Hitler, y necesitan construir un enemigo externo, en este caso el Imperio del Islam. Este imperio quiere realizar el Gran Reemplazo con una inmigración masiva aprovechando la baja tasa de natalidad europea, y por eso los inmigrantes no se integran realmente sino que forman “sociedades paralelas” musulmanas. Esto explica los elogios a los pocos países que prohibieron las carnicerías halal –aunque lo hicieron por cuestiones de trato humanitario al ganado– y el uso de cada caso de femicidio o abuso sexual que involucre a un inmigrante musulmán como una defensa de los derechos de la mujer amenazados por una cultura foránea.

Pero los identitarios abren rápidamente el paraguas y avisan que no son xenófobos: “El problema no es el inmigrante como persona o como grupo, el problema es la insanidad de las políticas de asilo. Hay que reforzar nuestra identidad y combatir a las elites multiculturales”. Esto no se logra a los golpes en las calles sino con actividades culturales, debates y activismo pacífico, el “espacio prepolítico”. Los activistas hacen manifestaciones hasta divertidas, como ponerle una burka a una escultura de Juana de Arco para protestar la islamización en Francia, o hacer pegatinas cerca de las iglesias. La idea es cambiar el discurso público, el sentido común social, y hacer “que sea normal ser patriota” y debatir las políticas de inmigración y fronteras desde esa posición. A la “utopía multicultural” se le opone “la antítesis patriótica”, que cuestiona “al actual discurso político dominante que niega, desprecia y hasta criminaliza la afirmación de lo que naturalmente es nuestro”.

Esto es fascismo vintage, una vuelta al Mussolini que adoraba la tecnología y se codeaba con pintores cubistas, tenía amantes judías y se decía más socialista que los socialistas. Los identitarios hablan de “ideologías tóxicas”, detestan al FMI y a los “nihilistas ideológicos”, odian “las etiquetas”, se definen como libertarios y antisistema, se visten bien, sonríen y tienen estilo. De hecho, la tienda virtual del movimiento tiene remeras muy bien diseñadas en alguna parte de Francia bajo el nombre de “Boutique Identitaire”, y el único modelo de nación citado en toda la literatura es, sorpresa, Japón: según parece, por allá solucionaron el problema del envejecimiento sin abrir tanto las fronteras y sin multiculturalizarse demasiado.

Por supuesto que todo esto es una estrategia desde el llano, un llamado a construir una contracultura antes que a la toma del poder. Es también una astuta adaptación a estos tiempos de desilusión hacia la política, a la valoración suprema del estilo de vida y el consumismo, y a la búsqueda de ideas “blandas” (o al menos difusas) que den sentido a la vida. Hace un siglo que nadie probaba por este lado. Hace un siglo funcionó.