Desde Barcelona

UNO Un año más –los días mágicos con truco que van del 24 de diciembre al 6 de enero y– en la estación del milagro que podría llegar a suceder de creer lo suficientemente en él. O eso creen los que creen en estas cosas. 

Y el 22, a modo de prólogo, ya estaban aullando todos aquellos que ganaron algo en la Lotería de Navidad. El spot alusivo de este año jugó con la trama de Groundhog Day. Pero, como ya es tradición, lo Gordo, lo que de verdad vale y paga, fue cantado y anunciado por esos niños de San Idelfonso quienes cada vez actúan más lo suyo para acceder a sus minutitos de fama. Se equivocan, lloriquean, dejan caer las bolitas. Lo que sea para convertirse en algo más o menos recordable y trending topic en tiempos en los que se olvida cada vez más rápido. Y así ganarse, ellos, el premio de unos segundos más de presencia en los telediarios (novedad graciosa: a una de las periodistas reportando le tocó premio).

Ya en Nochebuena, el Rey quien –sabedor que le resultará imposible competir en modalidad campechana con su padre emérito– volvió a optar por una imagen lo más transparente y lavada posible. Habló de las reglas de la convivencia y del consenso, de la deuda con los jóvenes y de la violencia contra las mujeres, de los ideales de la Transición y de los logros de la Constitución cuarentona, etc. Nada más y nada más que lo que toca y corresponde a un rey que no reina y a un discurso previsible que, sin embargo, es analizado por todos como si se tratase de la Conjetura de Hodge y que cada cual interpreta –según convenga– a su favor o en su contra.

Rodríguez lo escuchó, le dio unas palmaditas a su televisor como si se tratase de la espalda de Felipe VI (este año no hay especial de Raphael; lo que significa que España no va bien). Después, enseguida, puso de nuevo –por la ya-no-me-acuerdo-qué vez– It’s a Wonderful Life de Frank Capra.  

DOS La gran diferencia es que esta vez va a verla solo. A solas. Hasta donde alcanza a recordar, siempre la vio primero con sus padres y abuelos, luego con amigos un poco borracho y a veces emporrado, y luego con su familia. Lo que significa que esta vez no se verá en la obligación de contener (imposible) o de disimular (difícil) las lágrimas de ese final supuestamente feliz pero en verdad tristísimo: porque, de acuerdo, George Bailey no irá a prisión ni su familia será desahuciada. Pero ya jamás podrá salir de Bedford Falls (porque está endeudado por siempre, económica y emocionalmente, con esos adorables habitantes que han vivido siempre colgados de su cuello). Y, además, el malo malísimo Henry F. Potter no solo no recibe ningún tipo de castigo sino que, seguro, ya tendrá otra oportunidad de joderle la vida. 

Y se sabe: en It’s a Wonderful Life el trabajador Job de la historia tiene cara y altura y, especialmente, dicción y fraseo de James Stewart, quien parece actuar en la película a una velocidad mucho menor que la del resto del reparto y, aún así, a años luz en el futuro de todos ellos en lo que hace a método actoral. Y es ese pobre tipo al que se le concede el milagro definitivo de contestar a ese hamletiano interrogante. 

Y la respuesta es: no ser.

TRES Y Frank Capra llevó al cine y convirtió en clásico a la posibilidad de ausentarse, de desaparecer, de nunca haber sido, de borrarse. Eso con lo que Rodríguez (y el resto de la humanidad) ha fantaseado más de una vez sintiéndose en el borde y en el centro de ese puente suspendido sobre las aguas heladas de la autoeliminación. Contemplando la postal de un mundo sin él (algo parecido a lo que experimentarán los socialistas andaluces saliendo del gobierno luego de casi cuatro décadas clavados al sillón), sin haber dejado marca ni rastro, sin haber modificado nada. Y Rodríguez siempre pensó que la película debería transcurrir la prometedora en vano noche del 31 de diciembre y no la del 24. Porque el verdadero tema de It’s a Wonderful Life es el extravío y recuperación del tiempo perdido. La pesadilla secreta de esta película –aunque a Bailey se le regale el saber que sin su paso por Bedford Falls todo habría sido peor en Potterville– es la de hacer pensar al espectador que, tal vez, nada sería diferente si él no hubiese estado allí, si la película de su vida jamás hubiese sido filmada y estrenada con críticas más bien regulares, como las recibidas por It’s a Wonderful Life en 1946.

CUATRO Y como ya se informó, Rodríguez está metido en la relectura de la breve pero inmensa obra completa de J. D. Salinger. Y Rodríguez se había olvidado de que The Catcher in the Rye, como lo de Capra (aunque casi toda su filmografía gire, más allá de las buenas voluntades y redenciones surtidas, alrededor de la idea del dinero como motor del universo) no es otra cosa que la traducción del espiritualismo zen oriental al espíritu santo occidental. Plegarias atendidas y satoris recibidos, ángeles de segunda clase y la circularidad del karma. Ambas transcurren en Navidad. Y lo de Salinger tiene una relación más que cercana con lo de Capra. Por un lado, se publicó por primera vez –parcialmente, en revistas– en 1946. Por otra, trata también de alguien –el joven perfectamente disfuncional Holden Caulfield– quien fantasea con la idea de esfumarse, de no volver, de que ya no lo encuentren por los lugares que solía frecuentar. Y la novela –como la película– concluye también con una epifanía más claroscura que resplandeciente. Ni en una ni en otra se alcanza la encandiladora iluminación del nirvana. No: lo único que se consigue es confirmar que –sea bella o no– la vida continúa.     

CINCO Hace unos años, Rodríguez leyó una gran novela para cinéfilos del gran crítico David Thomson –Sospechosos– que  contaba la historia de un hombre obsesionado por la posible continuación de clásicos del celuloide y adicto a la penumbra evasiva y consoladora de una sala donde se los proyectaba. Al final –spoiler– se rebelaba que este hombre no era otro que un anciano y amargado George Bailey ya completamente convencido de que vivir no tenía nada de wonderful.

Al acordarse de eso, cuando este diciembre volvió a ver It’s a Wonderful Life, Rodríguez no pudo evitar el revelarla como si fuese algo digno de David Lynch. Las misma textura en ese blanco y negro que en Eraserhead o en The Elephant Man y, sí, fue Mel Brooks quien alguna vez definió a Lynch como “el James Stewart de Marte”. Entonces, Rodríguez experimentó el ensueño de lo capriano como a una de las tantas formas de la pesadilla lynchiana. Y silencio, silencio: no hay banda, pero sin embargo suena “Auld Lang Syne”.

SEIS Este año It’s a Wonderful Life volvió a emitirse en incontables canales de televisión. Y también cobró importancia política: Donald Trump decidió demandar a Saturday Night Live (que lleva décadas riéndose de presidentes y con presidentes) por sentirse injuriado por un sketch en el que se lo mostraba como alguien cuya desaparición del guión de la realidad no provocaba otro efecto que el de mejorar todas las cosas (después, Trump habló por teléfono con un niño al que le preguntó: “¿No te parece un poco raro seguir creyendo en Santa Claus a los siete años?”). Y se programó bastante, también, la versión adelantadamente “empoderada” de 1977, titulada It Happened One Christmas  en la que George Bailey muta a Mary Bailey y el ángel Clarence a Clara. También se recordó que hay, desde hace años, una innecesaria secuela en trámite –It’s a Wonderful Life: The Rest of the Story– donde se cuenta lo sucedido a las siguientes generaciones de Baileys y...

SIETE Pero todo eso pasará mientras que It’s a Wonderful Life seguirá allí, cada diciembre, cuando Rodríguez volverá a llorar como llorará ahora, última noche del año, sin saber si llora por lo que fue, por lo que no sucedió, por lo que pudo haber sido o por lo que le tocó en el reparto del sí fue y ser y será.

Así, adentro llueve y afuera no nieva. 

Feliz Año Nuevo y Vieja Vida.