Hace aproximadamente 70.000 años tuvo lugar lo que los antropólogos denominan “revolución cognitiva”: los homo sapiens transformaron la forma en la que pensaban y se comunicaban entre sí, incorporando la abstracción y lo simbólico a su vida cotidiana. Así, pudieron expresar aquello que quizás no tenía lugar en el mundo de la experiencia sensible pero que sin duda, afectaba y modificaba el vínculo social: religión, mitos, peligros, teorías, hipótesis, etc. A partir de entonces, y de la mano de las nuevas capacidades lingüísticas, no solo pudimos pensar nuestro mundo, sino que lo modificamos como ninguna otra especie lo había hecho antes de nosotros.

Hacia finales del mes de noviembre de 2018 la Real Academia Española (RAE) publicó su Libro de estilo de la lengua española. En este ejemplar se pretende dar cuenta de nuevas expresiones lingüísticas –sobre todo las referidas a los nuevos hábitos tecnológicos- con el fin de actualizar su normativa y consenso. Como era de esperar, su difusión despertó diversos cuestionamientos, sobre todo aquellos relacionados al denominado “lenguaje inclusivo”, es decir, aquel que propicia incorporar variantes lingüísticas con perspectiva de género.

“El problema es confundir la gramática con el machismo”, señaló el director de la RAE, Darío Villanueva, explicitando la interpretación que dicha intuición tiene sobre el lenguaje, y subsumiendo el rol que este despliega en la vida cotidiana de sus usuarios. Lo cierto es que la negación del lenguaje inclusivo por parte de instituciones consagradas como la RAE, no solo genera una tensión con los más jóvenes, siendo estos quienes mayormente articulan sus expresiones lingüísticas con la terminación “-e”, sino que también omite la intención de revertir un sesgo de género presente en diversos idiomas, como el español. De tal modo se conserva, entre otras cuestiones, el supuesto de que la masculinidad comprende la feminidad. Tomando el clásico concepto de Jacques Derrida -no hay nada por fuera del texto-, podemos decir que no hay nada por fuera del lenguaje, pero ¿qué (o a quiénes) estamos excluyendo hoy de nuestro lenguaje? ¿Qué mundo entendemos y cimentamos a partir de este lenguaje?

La construcción del lenguaje: entre el pasado y el presente

El lenguaje es producto del pasado y progenitor del futuro. Así como lo heredamos, tenemos la oportunidad de transformarlo para que otros lo reciban de nosotros. Esto pasó y seguirá pasando. Aunque no nos percatamos de ello, el lenguaje está vivo, pero gran parte de los recursos que utilizamos hoy al comunicarnos fueron erigidos por “otros”.

La tensión entre el pasado y el presente desveló a más de un pensador. Sobre todo, el entender la influencia que las costumbres tienen en nuestra vida cotidiana. Emile Durkheim, uno de los padres de la sociología moderna, desarrolló el concepto de “hecho social” para explicar el objeto de estudio de la incipiente ciencia social. Al ver las tres características que constituyen a los hechos sociales (exterioridad respecto al sujeto; coerción sobre él y sus prácticas; y estar extendido en una sociedad determinada) se puede hacer hincapié en una de ellas: todo lenguaje genera coerción.

¿Quiénes crean el lenguaje? No resulta extraña la preocupación de los pensadores decimonónicos -y ciertamente los posteriores- por la influencia de las costumbres y el pasado en las acciones. Ya que, si el lenguaje es algo heredado de nuestros antepasados, nuestras acciones en el presente están condicionadas fuertemente por sus otroras voluntades.

En el lenguaje, como en cualquier hecho social, el pasado condiciona. En términos de Marx “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. En otras palabras, lo que hoy percibimos como normal, como dado, como natural, es el producto de generaciones pasadas.

Si bien el español es considerado uno de los idiomas más complejos del mundo, su género gramatical está expresado de forma binaria. Esta condición afecta el habla cotidiana del 7,6% de la población mundial, es decir 577 millones de hispanoparlantes, de los cuales 480 millones son nativos y 22 países en donde el idioma es reconocido como lengua oficial.

Como señala la sociolingüista y catedrática de Filología en la Universidad de Alcalá, Mercedes Bengoechea (Hablar sin sexismo en El Atlas de la revolución de las mujeres) es a partir de los años 70 cuando las formas asimétricas de los distintos sistemas lingüísticos que representan a las mujeres y a los hombres –enfatizando el androcentrismo, presente en la mayoría de lenguas- comienzan a ser visibilizados por parte de los feminismos en auge.

Entre las diversas aristas que omiten la perspectiva de género en el lenguaje, el género gramatical -la clasificación de los sustantivos en femenino o masculino- sobrevivió a pesar de las asimetrías que sigue reproduciendo. El punto en conflicto resulta tan evidente como arraigado a nuestra cultura: “Las lenguas que poseen esa propiedad se sirven del género gramatical para codificar la distinción semántica entre los sexos, dividiendo a las personas según su anatomía y situándolas en un orden bipolar jerárquico, en cuyo extremo superior están representados los hombres y lo masculino, y en el extremo inferior lo femenino y las mujeres, que aparecen subordinadas e invisibilizadas”, señala Bengoechea.

Sin embargo, el poder que ejerce el idioma está, sobre todo, en lo no evidente; en lo no marcado del masculino: “los términos masculinos simbolizan a los varones y a la especie entera, en tanto la concordancia de sustantivos masculinos y femeninos referidos a personas debe realizarse en masculino” concluye Bengoechea.

Costumbres arraigadas: el poder imperceptible

Según los datos recopilados a través de una encuesta de 3.000 casos -realizada por la egresada de la Facultad de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba, Emilia Alegre, y publicada en su blog medium.com/@m.emilia.alegre- el 55,2% de los encuestados da cuenta de algún conocido suyo que utiliza la “e” para evitar el plural masculino. Sin embargo, al preguntarles por la posibilidad de utilizar este recurso, el 75,8% del total rechaza hacerlo. Al consultarles sobre qué siente cada uno cuando escuchan palabras como “todes”, “chiques” o cualquier otra con lenguaje inclusivo, 6 de cada 10 encuestados señalan “me molesta”.

Si bien el sondeo pondera la opinión de los jóvenes -54,4% de los encuestados tiene entre 21 y 30 años-, estas cifras resultan interesantes para visibilizar la resistencia que genera una práctica cada vez más extendida. Si algo caracteriza a las costumbres es su rigidez al momento de intentar de modificarlas, ya que no están hechas para ser flexibles sino para ser longevas y reproducibles sin mayor reflexión. El lenguaje, como toda normalización de nuestras conductas, no es neutral y responde a un entramado específico de poder.

Pero sin duda el primer paso para revertir una relación de poder es evidenciándola. Lo que es, no tiene por qué ser así, y si en definitiva es de tal forma, es por ser el resultado de ciertas relaciones de poder previas.

El desafío del lenguaje inclusivo: deconstruir las costumbres

La tercera ola del feminismo -iniciada en la década de 1980-, lejos de claudicar sus históricos debates, incorporó y potenció nuevos. Entre ellos identificó como punto nodal el poder simbólico que se ejerce a partir del idioma. Entendiendo esta problemática, la Academia Sueca -Svenska Akademien- incorporó al pronombre masculino “han” (él) y el femenino “hon” (ella), una nueva denominación sin género acuñado por el movimiento feminista local en la década de 1960: “hen”.

Sin embargo, la epopeya que emprende el lenguaje inclusivo no consiste “sólo” en dar cuenta de una opresión, sino en asumir la necesidad de nombrar algo con un sentido diferente al que previamente alguien le dio. Esto, en definitiva, es reconocer que la gramática constituye sentido y que, resignificando las palabras, se construyen nuevos marcos interpretativos con los que entendemos la realidad (George Lakoff, No pienses en un elefante).

El lenguaje del poder

El gran aporte de Michel Foucault –si es que se puede solo tomar uno- es el de quitarle la esencia –lo sustantivo- al poder (Historia de la sexualidad). Según el autor francés, el poder no es, sino que se ejerce. La efectividad del poder está cuando normalizamos nuestras prácticas cotidianas; cuando naturalizamos ciertas acciones, las aceptamos y reproducimos estamos sometiéndonos a él y al mismo tiempo ejerciendo poder.

El lenguaje no es solo el recurso de la praxis humana por excelencia, ya que a través de él logramos satisfacer nuestras necesidades materiales cotidianamente, vinculándonos con los demás. Sino que además es nuestra herramienta más importante para comprender el conjunto de elementos culturales que dan cuenta de nuestro mundo social y la posibilidad de transformarlo.

Leandro Bruni. politologo y docente (UBA).

 

De los encuestados: 

55,2% 

da cuenta de algún conocido suyo que utiliza la “e” para evitar el plural masculino.

61,4% 

le molesta cuando escuchan palabras como “todes”, “chiques” o cualquier otra con lenguaje inclusivo.

75,8% 

rechaza la posibilidad de utilizar este recurso.

Fuente:  Elaboracion propia en base a medium.com/@m.emilia.alegre