Y una mañana, y la siguiente, los habitantes del universo lgtbi, las locas, las tortas, bisexuales, trans e intersex, que creíamos haber ya recibido carta de ciudadanía y hasta las llaves que abren la ciudad democrática -al menos en buena parte de Occidente y a veces solo de las puertas de servicio- nos despertarnos con la pistola de Bolsonaro, el macho, en la sien. La pistola de Bolsonaro, el presidente comprado en la góndola de las ruinas, contra el cuerpo de nuestros derechos. Ciertas promesas son fáciles de cumplir cuando se dirigen contra objetivos expiatorios: el tipo anuncia a toda velocidad que las personas lgtbi ya no seremos amparadas por políticas públicas de derechos humanos. Seguiremos siendo humanos, pero en estado sacrificial. Como las comunidades originarias que defienden sus tierras. A esos, ni justicia. Hoy, se dicta otro decreto por el que se revocará en los documentos de las personas trans el nombre de elección. Es decir, regresan por sus fueros los restos bautismales de una historia ajena a su identidad de género, aquel nombre con el que las marcaron a fuego en su cuerpo originario y en los registros del Estado Patriarcal. Es la vuelta del nombre del padre. Literal, prostático, ignorante, martirizante y obsceno.  

Con tanto apuro por dar señales de que la batalla contra la “ideología de género” cuenta ahora con el tiempo a su favor, el ex oficial del ejército brasileño parece haberse convertido en un huevo regional, que estalla en los medios como alien apocalíptico más que como mesías, más como farsa que como mito; así envuelto en un celofán de horror político marca tendencia, amenaza con reproducirse. Incentiva el terror en una sociedad asustada por la inseguridad y le da el dulce de la pólvora propia. El aroma rancio que emana, sin embargo, no es producto del anacronismo sino de una actualidad que apesta. La vuelta del padre obsceno no remite a experiencias pasadas, sino que hay que verlo como emergente de una alianza sin precedentes en países occidentales entre el hiperliberalismo económico y el fundamentalismo cristiano. Las viejas tensiones entre liberales y cristianos se resuelven en un remanido orden natural. Si el pueblo es pobre porque no ha hecho méritos suficientes, al menos “los varones se visten de celeste, y de rosa las mujeres” (declaración de la asombrosa nueva ministra de Mujer,  Familia y Derechos Humanos contra la "ideología de género"). Así, economistas y pastores se reparten el botín de las subjetividades. Ni nazismo, ni fascismo; ni siquiera pinochetismo: Iglesia Universal del Reino de Dios y Escuela de Chicago. 

Brasil cree regresar a un pasado idílico, a unas tradiciones de ficción, que en realidad fueron inventadas hace un tiempito nomás, cuando triunfó dentro y contra la democracia esta nueva alianza vocinglera y aparatosa, que puso a su servicio la suma de las nuevas tecnologías de la comunicación, para la oferta de un paternalismo violento y mentiroso 4.0. Parece chiste imaginar un Brasil antisexual, pero lo cierto es que una nueva erótica recorre las calles, en maridaje con el deseo de abolición. Un individualismo de masas, que aspira a levantar sobre las ruinas del Estado un nuevo orden donde cada uno, por el mérito de su esfuerzo personal, podrá ser un ejemplo a seguir dentro de la horda. Sumisos al destino, adhieren con ardor a la ortodoxia bíblica, sin interpretaciones posibles. Literales como el lenguaje del psicótico, buscan convertirse en la guardia religiosa del nuevo régimen: toda mi fe en Bolsonaro, toda mi fe en lo que me dicen es el deseo de Dios.

Gente vuelta zombie, ventrílocua, la mayoría de las veces sin entender, del manifiesto religioso-plutocrático (la pobreza es efecto de haber ignorado el camino, el rico derrama su destino de bendiciones); homosexuales en plena selfie blandiendo entrecruzadas las banderas del arcoíris y del partido de Bolsonaro. Pero entonces, ¿los gays, las tortas, las personas trans, seremos a pesar de estas demostraciones enemigos públicos? ¿También aquel que, como el de las banderas,  se funde en la masa de fanáticos y siente su calor?

Seguramente el blanco de la prédica serán los indóciles, los que hablan de más. A pesar del aumento de incidentes de odio en las calles, el proyecto Bolsonaro quiere antes que nada aniquilar cualquier capacidad transformadora de los movimientos sociales, cualquier cruce productivo de clase, raza, orientación sexual e identidad de género, que reflote el viejo imperativo, readaptado a estos tiempos, de “proletarios del mundo, uníos”.  Por eso la obsesión contra “las ideologías”, o lo que denominan el neomarxismo. Hay que matar posibles coaliciones liberacionistas entre multitudes vulneradas: los campesinos, los pueblos originarios, los racializados, las feministas, los disidentes sexuales que sienten que en el origen de su lucha está el deseo de todas las libertades. Con cada trans asesinada, con cada mujer obligada a un aborto clandestino, con el incendio de asentamientos de pueblos originarios, con la prohibición de educar en la aceptación de la diferencia, con la ausencia de negros en el horizonte de poder, se está barriendo un devenir de justicia social, mundos comunes, y autodeterminación.     

No lo vimos venir, porque no nos interesó analizar seriamente el experimento social y político que desde hace unas décadas se está dando en una parte del Africa, recolonizada por el neoliberalismo y las iglesias cristianas fudamentalistas yanquis. Uganda, el ejemplo más a mano, donde se quiso penar con la muerte la homosexualidad. Cosas de un determinado tercer mundo que, de pronto, se traduce al paisaje político sudamericano. En época de dictaduras, llegaron las primeras oleadas pentecostales al sur del continente, con la expectativa de disputarle territorio a la Teología de la Liberación. Desde entonces no dejaron de crecer en fieles y transformarse en imperios económicos. Fue en los años setenta que se puso el huevo, cuando en el auge de los reaganomics, los neoconservadores supieron pisar la gallina de oro de los nuevos evangelismos, y de ahí emergió en el siglo XXI el fenómeno Bolsonaro.