“Mi papá mató a mi mamá con un cuchillo”, dijo Juan, de 11 años, vestido con el uniforme de la escuela, la mañana del 15 de diciembre de 2015, en el hall de entrada del edificio de la calle Amenábar 1870, en el barrio de Belgrano, donde vivía. Era el último día de clases y su madre, Elke Yvars Beck, ciudadana alemana que vivía en la Argentina desde 1996, fue asesinada por su ex marido, Claudio Ángel López Rossi, que tenía orden de restricción y no podía acercarse a ella. Antes de recibir entre 40 y 50 puñaladas por la espalda en la puerta de su departamento del sexto piso, el femicida -que burló la restricción porque conservaba el control remoto de la cochera- le gritó: “¡Juan es mío!”. Jorge Rampoldi, el médico que atendió a Juan esa mañana, a pesar de estar acostumbrado a ver desastres, no pudo olvidar la conversación que tuvo con el nene. “Juan hacía patente la crueldad extrema de la violencia de género, el modo en que alcanza y se ensaña con los más débiles, el desvalimiento en que deja a las víctimas”, escribe Osvaldo Aguirre en La oscuridad dentro de mí. El relato femicida (Gárgola), libro en el que reconstruye cinco femicidios que condensan los preconceptos de la Justicia, las dificultades de las víctimas para hacerse escuchar, los lugares comunes que naturalizan los malos tratos y legitiman los crímenes, las formas de agresión que se encubren bajo estereotipos y cursilerías amorosas. 

   Además de la reconstrucción del femicidio a Elke, el libro incluye el asesinato de Claudia Schaefer en manos de Fernando Farré, el femicidio a Gabriela Parra, ejecutado por Alejandro Daniel Bajeneta; el de la estudiante Nicole Sessarego Bórquez en manos de Lucas Azcona y el de Carla Figueroa, asesinada por Marcelo Tomaselli. La oscuridad dentro de mí tiene un epígrafe de Rita Segato, de Las estructuras elementales de la violencia: “Ningún delito se agota en su finalidad instrumental. Todo delito es más grande que su objetivo: es una forma de habla, parte de un discurso que tuvo que proseguir por las vías del hecho; es una rúbrica, un perfil”. El escritor y periodista cuenta a PáginaI12 que le interesa focalizar en la figura de los femicidas, no tanto por cuestiones anecdóticas, sino por el modo en que hablan de los femicidios cometidos. “Yo trabajé mucho haciendo crónica policial y siempre me produjo extrañamiento ver cómo personas que cometían actos extremos después seguían viviendo con eso; cómo lo contaban y explicaban eso que habían hecho”, plantea Aguirre.

   En la introducción del libro, el escritor y periodista revela que según un registro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en 2017 se contabilizaron 251 víctimas directas de femicidios y 22 víctimas de femicidios vinculados. El 93 por ciento de los imputados fueron varones con quienes las víctimas tenían un conocimiento o un vínculo previo, en su mayoría de pareja; el 80 por ciento de los casos se produjo en espacios privados, por lo general en el hogar.

–El caso más anómalo es el de Lucas Azcona, a quien le debe el título del libro y con quien se reunió en la cárcel de Ezeiza. A diferencia de los otros femicidas, Azcona asume el crimen que cometió y sus consecuencias, ¿no?

–Lucas Azcona asume su culpabilidad. Es diferente un hombre que mata a una mujer y dice “soy culpable” a un hombre que mata a una mujer y dice “yo soy otra víctima”, “soy inocente”, como sucede en la mayoría de los casos. Azcona llegó a elaborar una explicación de que sintió deseos de matar por una larga cadena de frustraciones. Yo he hecho entrevistas en la cárcel con otros presos, tengo cierta experiencia. Alguien me preguntó: ¿Azcona es honesto? Me pareció que fue todo lo honesto que podía ser. Lo que me parece revelador es cómo alguien que mata después cuenta lo que hizo. En ese sentido apunta el epígrafe de Rita Segato que tiene el libro; en el modo de contar el criminal se expone y muestra sus motivaciones; ideas y motivaciones que lo trascienden a él mismo. Una de las autoras que cito en el libro habla del femicidio como una cuestión política y social. En los juicios muchas veces el debate pasa por el examen psiquiátrico de los acusados, si comprendieron la criminalidad de los actos, si estaban en su sano juicio entre comillas. Sin embargo, lo que se pasa por alto –tal vez no tiene que ser dirimido en un juicio– es la matriz social que tienen esos discursos. Los casos del libro apuntan a distintas direcciones: la cursilería amorosa en Bajeneta, el discurso moralizador de Claudio López Rossi, que en el mismo juicio se permite cuestionar al movimiento Ni una menos por no entender los valores de la familia. Hasta no hace mucho se decía que era difícil probar el tema de la violencia porque son hechos que ocurren en la intimidad de las parejas. La mayoría de los casos demuestra que no es así: los vecinos, los compañeros de trabajo, los familiares, saben. La violencia contra las mujeres no es secreta. El caso de Elke Yvars es el más dramático. El padre contó en el juicio que ellos estaban advertidos porque Elke misma les contaba que se estaba separando y había gestionado el divorcio. El padre declaró que ellos tenían el principio de “ver, oír y callar”. El caso de Azcona es diferente porque el punto de quiebre ocurre cuando la familia, sobre todo la hermana, le muestra el video y lo hace confesar. Después del crimen de Nicole, Azcona continuó con su rutina nocturna y secreta, hasta que lo ponen fuera de circulación con un balazo. Confrontado con su familia, se rompe aquello que hacía posible esa doble vida que llevaba, confiesa y se entrega.

–Impresiona mucho que ese principio de “ver, oír y callar”, que postula el padre de Elke, y que funciona en casi todos los casos, se rompe con la familia de Azcona, cuyo principio se podría resumir en “ver, oír y hablar”. También es significativo uno de los testigos del bar que declaró que, mientras la mayoría huía, le dio un sillazo al femicida de Gabriela Parra para intentar impedir el femicidio. ¿Son excepciones a la regla de una sociedad que prefiere “ver, oír y callar”?

–Sí. En el caso del femicidio de Gabriela Parra, el video muestra que cuando Bajeneta la empieza a atacar en la mesa vecina hay tres mujeres que salen corriendo. En el juicio declaró otra persona que estaba en el bar y que dice que agarró una silla a la defensiva, como esperando a ver si lo atacaba a él también. En el caso de Azcona, se quiebra ese mandato de “ver, oír y callar”. Azcona pudo mantener el secreto relativo de los acosos que llevaba adelante en San Francisco Solano, aunque eran conocidos. Muchas de las chicas eran vecinas, sabían que era él, ellas lo habían identificado; pero todo sucedía como parte de la “normalidad”.

–¿Por qué persiste la idea de tratar al femicida como monstruo, una idea que usted cuestiona?

–Es un modo de pensar que tiene mucho arraigo y que podemos ver como una especie de tópico en la historia criminal pensar al criminal como monstruo. La funcionalidad de ese modo de pensar, su eficacia, consiste en que es algo tranquilizador. Si es un monstruo, no tenemos nada que ver. Si es un monstruo, no tenemos que interrogarnos demasiado o los interrogantes se pueden acotar a personas que se podrían extraer de la vida social y con eso se supone que se recupera la normalidad y se resuelve todo. El problema no es una persona en particular, el problema es el conjunto social y las ideas que están arraigadas y que aparecen en el relato de los crímenes. La eficacia de ese modo de pensar consiste en que el monstruo es tranquilizador.

–El monstruo saca el problema de la sociedad.

–Claro, exacto. Durante el juicio a Farré, que es el peor de todos por la brutalidad de su ataque, se puso de relieve la historia en la cual fue construyéndose ese femicidio. No es una explosión repentina, sino que el femicidio es un acto que se va preparando y que muchas veces es el desenlace de una serie de violencias sistemáticas, donde quitarle la vida a otra persona parece algo lógico porque esa persona no vale nada. En ningún sentido. La idea del monstruo funciona desde El Petiso Orejudo. Los femicidas muestran lo que muchas veces funciona de manera inadvertida o lo que se cree que es parte de la normalidad: los actos de desprecio cotidianos, las agresiones en la vida corriente; todo el odio que circula y que hoy parece recargado. Claudia Schaefer tomó todos los recaudos posibles; pero hubo un momento donde, no sé si bajó la guardia pero Farré le dijo que él no era un asesino, como si hubiera querido engañarla respecto de sus intenciones. El femicidio de Carla Figueroa es muy diferente. Ella lo denunció por violación y después se volvió atrás. Este es un caso muy dramático porque uno ve el modo en que ella quedó absolutamente atrapada en su historia -su padre había asesinado a su madre- y en el medio en que estaba, que la empujó a volver con su verdugo.

–¿Por qué la Justicia llega siempre tarde, aun cuando se cumplan los procedimientos o protocolos a seguir en los casos de violencia de género?

–Hay una convergencia de distintos factores. A pesar de que la justicia, impactada por el fenómeno, ha implementado distintos mecanismos, todavía queda mucho de funcionamiento burocrático en pie y también de pensamiento anquilosado. La cuestión burocrática es reveladora en el caso de la denuncia de Elke Yvars; la justicia encarga un informe que llega al juzgado el día en que ocurre el femicidio. A veces las personas involucradas confían demasiado y se “duermen” un poco. En el caso de Claudia Schaefer lo que se cuestionó fue el hecho de que ella se quedara a solas con Farré; que los abogados que los acompañaban los hubieran dejado solos, que fue el momento en el que él la mató. Como dice Enrique Stola, cuando alguien amenaza de muerte hay que escuchar eso. No se puede bajar la guardia en esas circunstancias. Otra cuestión la apunta Zoe Verón, del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género, cuando dice que la cuestión de las restricciones no tiene efecto. Que igual se mata a las mujeres. El caso de Elke Yvars lo demostró; a pesar de las restricciones a Claudio Ángel López Rossi, él se acercaba, la hostigaba, la amenazaba.

–La mayoría de los casos son conocidos por el nombre del femicida: “el crimen del country” o el caso Farré; “el loco de Caballito”, por Bajeneta. Ningún caso lleva el nombre de las mujeres asesinadas. ¿Qué está diciendo esta forma de nombrar? ¿Que el patriarcado y el machismo están tan enquistados que las víctimas quedan doblemente suprimidas bajo el nombre de sus victimarios?

–Sí. Eso nos habla también de cómo el periodismo construye las historias. ¿Por qué es el caso Farré? Al periodismo lo primero que le llama la atención es el perfil del victimario: un ejecutivo, con fotos con estrellas mundiales, implicado en un femicidio. Los medios de comunicación no tienen simplemente que exponer los hechos, sino que deben ayudar a reflexionar sobre los femicidios, porque es fundamental para desarticular ese fondo de sentido común que alimenta el odio. Los discursos del odio hoy están potenciados por el folclore de los lugares comunes.