Kilimanjaro is a snow-covered mountain 19,710 feet high and is said to be the highest mountain in Africa. Its western summit is called the Masai “Ngaje Ngai,” the House of God. Close to the western summit there is the dried and frozen carcass of a leopard. No one has explained what the leopard was seeking at that altitude.

The snows of Kilimanjaro
Ernest Hemingway

 

Andrés llegó a Mendoza en tren a la mañana y se alojó en un hotel de tres estrellas que conocía de viajes anteriores. Se dio una ducha rápida y se metió en la cama. Se quedó tirado dormitando todo el día, a la noche pidió por teléfono que le trajeran la cena. Después de comer, trazó cuidadosamente tres líneas de cocaína sobre el vidrio de la mesita de luz y guardó el sobrante en una lata de tabaco para pipa. Mientras miraba televisión, alternó la cocaína con media botella de cognac Reserva San Juan. A las once tomó un comprimido de Rivotril y un comprimido de Insomnium. Logró dormirse a las dos y media de la madrugada después de repetir la dosis.

Al día siguiente Andrés abrió la mochila, desplegó sobre la cama el equipo que había traído de Buenos Aires y anotó lo que le faltaba. Decidió que esta vez no subiría al Aconcagua sin mitones de verdadero duvet con sus correspondientes cubremitones –ya había tenido dos principios de congelamiento en las manos–, también necesitaría un buen par de botas, tipo koflack, polainas de sky y todas las provisiones y cartuchos de propano–butano que pudiera cargar. Pasó dos días haciendo compras. Consiguió un par de botas dobles –de cuero la de adentro y de plástico rígido la de afuera–, que habían pertenecido a un austríaco que regresaba a su país. Como conoció al austríaco en la calle, tuvieron que sentarse en un banco de plaza para que Andrés pudiera ponérselas. Luchó con los tres pares de medias largas –uno de lana–, indispensables para las temperaturas de entre treinta y cuarenta grados bajo cero que le esperaban en la montaña; y logró calzarse las botas resoplando. El austríaco lo acompañó a probarlas. Andrés se sintió ridículo caminando en botas dobles y pantalones cortos, transpirando en el clima caluroso y seco del mes de enero en la ciudad de Mendoza. No necesitaba adquirir equipo de segunda mano, antes de partir de Buenos Aires Andrés había vendido todas sus propiedades –un departamento y un auto– y le sobraba el dinero, pero no habría conseguido botas de esta calidad fuera del tráfico de prendas usadas de otros montañistas, muchos de ellos extranjeros.

Arribó a Puente del Inca en un micro del Expreso Uspallata. Viajó rodeado de mochilas, bastones de sky y piquetas, ajeno a la atmósfera de excitación del resto de los andinistas. Luego de tomar una habitación en la hostería –en la que se alojaría una sola noche–, salió a contratar a los arrieros que acarrearían su equipo pesado a lomo de mula. Mientras pactaba el precio –en esta ocasión no le importó que fuera en dólares–, se le acercó el mayor Gutiérrez, jefe de la guarnición de Puente del Inca que conocía a Andrés de ascensiones anteriores. El mayor le contó preocupado que varios de sus hombres estaban en la montaña tratando de bajar los cuerpos de dos andinistas. Los siniestrados –como los denominaba el mayor– habían levantado una carpa en las inmediaciones del refugio Berlín, en el último tramo antes de la cima. Uno de ellos se había descompuesto y no podía moverse; el otro comenzó a descender para avisar a la patrulla de rescate, pero se arrepintió y decidió regresar y permanecer al lado de su compañero. Los dos murieron congelados dentro de la carpa. A Andrés se le formó un nudo en la garganta; lo invadió un sentimiento de piedad por sus colegas andinistas, en particular por el que pudiendo salvarse no había querido dejar solo a su amigo.

Le sorprendió la intensidad de su propia reacción emocional. Las personas que lo habían tratado siempre lo criticaban por su frialdad; tenía cuarenta años y seguía soltero, no tenía amigos. Andrés pensó que, si bien el único grupo humano al que pertenecía era el de los trepadores de montañas, nunca se había relacionado demasiado con ellos, no entendía por qué se emocionaba justo ahora. Lo alarmó perder el control; se sintió fofo, aturdido, nauseoso. Imaginó la pesadilla de toparse con la carpa donde el andinista abnegado y su compañero esperaban que vinieran a rescatarlos; también, en lo complicado que resultaría bajar del Aconcagua los cadáveres rígidos sin el auxilio de las mulas, que no llegaban hasta esa altura. 

A Andrés le fascinaba la petrificación de las sustancias vivas, aunque sólo fuera por efecto del congelamiento; la visión de que lo orgánico podía imitar el estado inorgánico. En ese mismo lugar, en Puente del Inca, los chicos sumergían racimos de uva en el río para sacarlos petrificados al cabo de algunas semanas; se los vendían a los turistas como si se tratara de reliquias halladas en Pompeya. Andrés era médico patólogo, los tejidos muertos constituían su material de trabajo; siempre le había causado una profunda extrañeza que las redondeces de los cadáveres –espalda, nalgas, pantorrillas, talones– se transformaran en superficies totalmente planas sobre el mármol de la mesa de disección. 

Se puso en marcha al amanecer, quería llegar al río Horcones antes de que el caudal superara el nivel de su cintura y el agua helada y las piedras puntiagudas y movedizas convirtieran el cruce del río en una peripecia incómoda. Al rato de partir dejó atrás a un grupo vestido con ropas muy caras. Andrés siempre ascendía en solitario. Lo saludaron en inglés, Andrés esbozó una breve sonrisa social y siguió de largo. Conocía al guía del grupo, estaba seguro de que ya estaba contándoles a sus clientes la trayectoria del andinista que acababa de rebasarlos. Les diría que había escalado las verticales filosas del Parque Yosemite en California, los Ruwenzoris en Uganda y varias montañas en la Argentina, como el Fitz Roy y el cerro Torres. Remataría su apología con el comentario de que Andrés había hecho varios “ocho mil” en el Himalaya; en dos oportunidades sin tubo de oxígeno.

Atravesó el río Horcones sin inconvenientes y se premió con una ración de cocaína que tuvo que pellizcar de la lata de tabaco para que el viento no se la arrebatara. Con el polvo que le quedó en la yema de los dedos se frotó vigorosamente las encías. A media tarde llegó a Confluencia, observó con disgusto que había bastantes montañistas acampados. Llenó un bidón de agua en las vertientes del río, armó su carpa individual con forma de iglú y permaneció adentro mirando el techo y tomando sedantes hasta que logró dormirse. A la mañana desarmó su campamento y emprendió la tediosa travesía de Playa Grande, un monótono desierto de piedra de once kilómetros. Se aburría tanto y llevaba una mochila tan liviana que debió reprimir su deseo de correr. En la adolescencia, pasaba los veranos con instructores del Club Andino Bariloche. Solía escalar los cerros con la mochila cargada de piedras. La mochila se le incrustaba en la espalda y le desgarraba la piel de los hombros, las laceraciones le dejaron cicatrices permanentes. Andrés argumentaba para sí mismo que no existía mejor entrenamiento para fortalecer las piernas. Las mochilas le duraban poco, se desfondaban vencidas por el peso.

Andrés era hijo único, sus padres lo enviaban de campamento los tres meses de verano desde los siete años. Ya grande, dedujo que sus padres se lo sacaban de encima porque querían estar solos. Siempre pensó que estaban demasiado enamorados. En un sueño recurrente, Andrés contemplaba los cuerpos de sus padres pegados como siameses; a veces los soñaba unidos por las piernas: dos torsos y una gruesa cola de sirena.

La reacción de su padre ante la muerte de la esposa confirmó su presunción del exceso de amor. Pocas cosas le resultaban más insoportables a Andrés que el llanto de su padre. Cuando no estaba llorando a su mujer, el padre se reprochaba por no haberla salvado. Era médico y se consideraba un buen clínico. La madre había muerto en menos de una semana, víctima de una enfermedad fulminante. El padre había consultado a los mejores especialistas, la habían internado en terapia intensiva desde el primer día de enfermedad, no obstante, se recriminaba como si realmente la hubiese descuidado. El padre dejó de trabajar dos años, sólo pensaba en matarse, cosa que finalmente hizo tiempo más tarde. Andrés concluyó que el amor era mucho más peligroso que la montaña. 

Recordaba una escena de las primeras vacaciones con su padre luego de la muerte de su madre. Tenía dieciocho años y consumía todo tipo de drogas. Se habían sentado en la terraza de un hotel en Bariloche, frente al lago Nahuel Huapi; tomaron champagne desde las seis de la tarde hasta el final del lento crepúsculo del verano austral. Intercambiaban opiniones acerca de las ventajas y desventajas del whisky frente a la marihuana. Andrés no le hablaba de drogas para desafiar la autoridad paterna (aunque quizás hubiera preferido que el padre se alarmara, incluso que se enojara con él), sólo quería mitigar el dolor de su padre, por eso le recomendaba su anestésico preferido; deseaba que olvidara por un rato a su esposa muerta.

En Plaza de Mulas lo sorprendió la cantidad de basura que se había acumulado en torno de las carpas de la Cruz Roja: cartuchos de gas vacíos, papeles metalizados de chocolates y caramelos, latas de conservas. A Andrés no le molestaba tanto la basura como el caudal de montañistas que ésta suponía, en particular porque debería quedarse en Plaza de Mulas varios días. Tendría que ascender hasta Plaza Canadá, a 4.900 metros, para instalar un depósito de material y alimentos de escalada y regresar a Plaza de Mulas y permanecer allí hasta su completa aclimatación. Hacía mucho frío, la humedad de la respiración se convertía en hielo, tardaban tres horas en calentar un litro de agua. Ya comenzaban a sentirse los efectos de la altura –estaban a 4.200 metros–, se cansaban más rápido y algunos jadeaban al caminar; para colmo al segundo día empezó a nevar.

Una inglesa mucho más joven que Andrés intentó seducirlo, desanimarla fue muy sencillo: en las ascensiones la mayoría de los montañistas se olvidaba del sexo, quizá se debiera a que nadie se bañaba ni se cambiaba la ropa interior durante un largo período. Los labios tumefactos por la deshidratación y la cara despellejada a pesar del protector solar tampoco ayudaban. Andrés nunca había tenido novia, ni –hasta donde se había enterado– hijos accidentales. En Buenos Aires solía frecuentar prostitutas, su rechazo a involucrarse lo llevaba a no acostarse jamás dos veces con la misma. No obstante, le gustaba sentarse en un café a mirar pasar a las mujeres y cuando alguna le interesaba la seguía. Le atraían las historias humanas, hacer turismo por vidas ajenas. Protegido por su papel de turista profesional, Andrés se sentía inmune a los rechazos, abordaba a las mujeres totalmente desinhibido. A pesar de su aislamiento sabía simular los códigos sociales vigentes, como un antropólogo que hablara aceptablemente la lengua de los nativos y comprendiera sus costumbres y rituales. Sin embargo, no podía evitar que se trasluciera su frialdad de observador. Las mujeres enseguida se daban cuenta y lo abandonaban; pero a él no le importaba, su objetivo se limitaba a charlar con ellas. Después de un rato se aburría; encontrar denominadores comunes en todas las historias cuestionaba la creencia de que las personas son muy distintas unas de otras: el mito de la infinita variabilidad humana. Lo mismo le ocurría con los paisajes. Todos los lagos del Sur le parecían similares: con más o menos pinos o rocas, algunos lagos más verdes otros más azules, con laderas más o menos escarpadas, con o sin nieve. Su mirada disecaba la naturaleza, la sometía a una especie de análisis químico que la reducía a sus componentes elementales. Sólo le atraía que su cuerpo se moviera en el paisaje, gozaba forzándolo hasta el límite de su resistencia. Cuando se preguntaba por qué a los cuarenta años seguía soportando las incomodidades del andinismo, se respondía que nada le había proporcionado más felicidad que las montañas. Le encantaba llenarse los bolsillos de almendras, pasas y pedazos de chocolate, para rescatarlos de la oscuridad sucios de pelusas mientras escalaba.

Al cuarto día de aclimatación decidió partir de Plaza de Mulas. La impaciencia lo arrastraba al descontrol; hasta entonces todas las noches había aspirado tres líneas de cocaína peinadas sobre la tapa de un botiquín de aluminio del ejército. Nunca tomaba más de tres líneas por día. No por economizar (había traído un cargamento suficiente para varios meses) sino porque decía que había que “tener conducta”. Resolvió partir antes de que el tedio le hiciera perder los límites.

Entre Plaza de Mulas y Nido de Cóndores había que ascender 1.400 metros. Andrés pasó por Plaza Canadá, recogió los materiales y alimentos que había depositado allí y continuó hacia arriba sin detenerse. Aunque llevaba consigo una carpa de altura, en Nido de Cóndores el viento lo obligó a pernoctar con varios montañistas en la carpa de la patrulla de rescate; una estructura de caños y cables de acero bastante resistente. (Andrés recordaba que en uno de sus primeros ascensos la carpa de la patrulla de rescate se había volado, de pronto se había despertado a la intemperie, de cara al cielo estrellado.) Sus compañeros de refugio le convidaron caldo y té en abundancia, ofrecimiento muy apreciado en un sitio donde el agua se obtiene a partir del laborioso procedimiento de derretir nieve. A pesar de las generosas atenciones y del chillido rabioso del viento, Andrés partió con el alba hacia el refugio Berlín, donde esperaba poder acampar solo.

A Andrés le fascinaba la altura, mirar las cosas desde arriba, por encima de las nubes y del resto de las montañas. Le causaba extrañeza que, justamente donde estaba más cerca del cielo, hubiera menos oxígeno; allí donde el aire era más puro hubiese menos aire. En el Himalaya había ascendido dos veces sin tubo de oxígeno. Su instinto de supervivencia se rebelaba, le advertía del peligro de morir asfixiado. En esas oportunidades, temió haber subido hasta no poder volver atrás, como un buzo que se sumerge en apnea a tanta profundidad que no sabe si le alcanzará el aire para regresar a la superficie: Andrés sintió miedo de ahogarse en el cielo. Ahora las condiciones no serían tan dramáticas, el refugio Berlín estaba apenas a 6000 metros de altura. Le costaría razonar con lucidez, se agitaría ante el menor esfuerzo, pero le agradaba la idea de aprovechar la falta de oxígeno para ponerse tonto y risueño como cuando fumaba marihuana. No tenía marihuana, pero ahora podía tomar toda la cocaína que quisiera. En Nido de Cóndores, rodeado de montañistas, no había podido hacerlo; salía de la carpa con la excusa de orinar y el viento malograba ambos propósitos. Esa noche, en su carpa individual en el refugio Berlín, Andrés recordó a los hankis: adictos que escalaban montañas inyectándose hasta morir; el tipo de historias que circulaban entre los montañistas en Nepal.

A la mañana Andrés se despertó con el sol y consideró que era un día perfecto para alcanzar la cumbre: temperatura de apenas unos grados bajo cero, viento leve, nubes dispersas. Tendría que atravesar La Canaleta, un gran acarreo de piedras que se desprendían y rodaban unas sobre otras cuando se las pisaba provocando exasperantes retrocesos. Muchos montañistas desistían ante ese obstáculo a unos pocos cientos de metros de la cumbre. Mientras marchaba muy lentamente, probando la firmeza de cada piedra, pegado a la pared derecha de La Canaleta, Andrés pensaba en su decisión de quedarse en la cumbre. En el ´88 un español había permanecido 67 días arriba, cuando bajó pesaba 15 kilos menos. La cumbre era un lugar temido. Los andinistas habitualmente hacían cumbre, se sacaban fotos al lado de la Cruz de la Cumbre, anotaban algo en el Libro de Cumbre y descendían presurosos, con miedo de que se descargara sobre ellos una tormenta de nieve con vientos de cien kilómetros por hora, que los hiciera alzar vuelo como plumas para terminar soltándolos en algún abismo helado.

 Andrés había resuelto que no bajaría nunca más; se quedaría en la cumbre. La idea lo tentaba desde hacía muchos años. Se repetía que ya había vivido bastante. Un lugar próximo al cielo le parecía el más apropiado para intentar fugarse del encierro de la vida (aunque por la disposición paradojal de la vida, escapar fuera imposible: sólo se lograba dejando de ser). Desaparecería en un abismo como si nunca hubiera existido. Se entregaría al azar de los vientos de la montaña, se expondría a la tentación de abandonarse al frío y al profundo deseo de dormir. Lo seducía la imagen de que su cuerpo se conservaría incorruptible sepultado en nieves eternas. Tal vez deambularía perdido en el viento hasta dejarse caer en algún precipicio de la Pared Sur.