Florencia Qualina: –Tu padre, Ronnie, junto con otros socios fundó, a mediados de la década de 1960, la galería de arte Vignes, donde expusieron varios de los artistas paradigmáticos de esos años, entre ellos Víctor Grippo, Emilio Renart, Federico Manuel Peralta Ramos, Pablo Suárez. ¿Crees que fue una experiencia decisiva tener una proximidad familiar al arte a una edad tan temprana?

Miguel Harte: –En mi casa, cuando yo tenía entre seis y ocho años, había muchos cuadros, muy llamativos. Recuerdo haber ido a Vignes alguna vez y encontrar en el piso de la galería unas pilas de diarios. Supe con los años que eso era arte conceptual, pero, en ese momento, yo veía unas pilas de diarios. Vale aclarar que mi viejo no fue realmente un galerista o marchand. Convenció a su cuñado para que aportara como socio un local muy bien ubicado para poner aquella galería, con Julio Llinás como director. La galería estaba condenada al fracaso económico. Funcionaba alineada con lo que pasaba en el Di Tella. Duró un año y medio y cerró porque no se vendió ni un dibujo, parece. […]

F.Q.: –Tu infancia y adolescencia estuvieron signadas por las mudanzas y desplazamientos: después de vivir en Acasusso, se mudaron a Mar del Plata y, después de algunos años en la costa, se establecieron en Córdoba. Pudiste experimentar tempranamente un modo de vida contracultural en un contexto político hostil, como fue la dictadura militar. ¿Qué recordás de esos años?

M.H.: –Los años de mi primera adolescencia coincidieron con la puesta en práctica por parte de mi viejo de sus ideales hippies: incluir en la familia a sus amigos, varias novias y armar pequeñas comunidades críticas de las normas sociales. […] Cuando llegó el Proceso, con mi vieja y mis hermanos ya estábamos instalados en Villa General Belgrano, Córdoba, en la casa de vacaciones de mi abuela paterna. Parte del entorno de mi viejo se resintió con la nueva situación. Mi viejo, no. Era muy delirante y además estaba alejado de cuestiones políticas. No registró el peligro que cualquier persona corría en esos tiempos, a pesar de que mi familia estaba rodeada de potenciales enemigos del régimen. […] Creo que mis viejos no se dieron por aludidos ni aun cuando nosotros mismos, parte de su familia y amigos, fuimos en cana sospechados de actividad guerrillera por estar viviendo en carpas y en un par de ranchos en medio de las sierras grandes, un lugar que se sabía caliente y peligroso por entonces.

F.Q.: –¿Cómo fue tu detención? 

M.H.: –Recuerdo patente ese día gris, de llovizna. A los siete meses de estar en ese lugar casi inaccesible se apareció un grupo de milicos en un Unimog y nos metieron presos a todos. Las escenas del asalto y del estar una semana incomunicado son tal cual la película La Noche de los Lápices.

F.Q.: –Tu situación personal, familiar, comunitaria después de esto se habrá reconfigurado totalmente...

M.H.: –Hasta este episodio yo vivía fascinado con el entorno de mis viejos, con la posibilidad de una vida con esos ideales. Había decidido abandonar los estudios en segundo año y me fui a vivir con una novia algo mayor que yo a las sierras, dentro de un  proyecto comunitario. La conclusión violenta del proyecto fue horrible, pero, de alguna manera, fue un límite necesario para los delirios familiares. […]

F.Q.: –¿Cómo se fue conformando tu cultura visual durante tu infancia? ¿Recordás cuáles son las imágenes que más te afectaron?

M.H.: –De mi infancia recuerdo esos cuadros pop de la linda casa de barrancas de Acassuso. Pero, sobre todo, el encuentro con la colección Pinacoteca de los genios, descubierta en un rincón dentro de un placard. Cada vez que me encontraba solo, iba a espiar pensando que me era vedado como un tesoro prohibido. Lo que me quedó grabado  son las imágenes que tienen que ver con el Renacimiento. El detalle de la ramita en la boca de la mujer en La Primavera de Botticelli me resultaba muy excitante, también el San Sebastián de Mantegna… El jardín de las delicias del Bosco, El Infierno musical... Todo tenía que ver con secretos y con tener que interpretarlos. […]

F.Q.: –En 1979, y después de pasar por situaciones muy graves –detención, padre preso– te fuiste al Brasil. ¿Tenías en mente instalarte a largo plazo? Y, por otra parte, ¿pudiste integrarte, tener diálogo con otros artistas allí? 

M.H.: –Cuando llegué a Búzios, lo consideré un paraíso. Lo que empezó como un paseo, un viaje de visita, se transformó en no querer volver a la Argentina; cosa que hice recién de manera esporádica cuando llegó la democracia y definitivamente casi ocho años después. […] Disfruté la playa, la gente, la música. Del mundo del arte, cada vez menos. Por eso a partir de determinado momento comencé a venir una vez al año acá. Durante esos años, entre otras muestras colectivas en Buenos Aires, expuse con Gustavo Marrone, Martín Reyna, Sergio Avello, José Garófalo y Alejandro de Ilzarbe  en un rejuntado que llamamos “Los últimos pintores”. 

F.Q.: –¿Cuáles fueron las condiciones de tu vuelta a Buenos Aires?

M.H.: –Yo había venido de Río en el 87; sin un mango, sin saber dónde vivir, sin nada. Me instalé de queruza en el taller de Cangallo, escondido en uno de los cuartos gracias a Gustavo Marrone, que además me invitó a una muestra que él tendría junto con Cristina Schiavi en el Recoleta. Dije sí, me tiré de cabeza. Pensé que tenía que agarrarme de eso. Era el salvavidas. Empecé a trabajar frenéticamente haciendo cuadros gigantes. Y con la estrecha cercanía de Suárez y su apoyo logístico salió algo muy impactante y llamativo que fue muy bien recibido. No podía sentirme mejor. […]

F.Q.: –Volvamos a tu retorno a Buenos Aires, en 1988. ¿Qué imágenes estabas gestando en ese momento?

M.H.: –Yo venía produciendo imágenes con un espíritu algo así como popular y regional y produciendo un cambio hacia lo objetual. Los meses siguientes de la muestra con Marrone-Schiavi continué haciendo objetos pequeños siguiendo con el espíritu de la etapa pop. Tal vez entre lo último haya estado la Pizzería Harte. Era una instalación de características culinarias que parodiaban por un lado la idea de que algo era bueno si se vendía mucho y a la vez a una moda de por entonces: la idea de serie en la producción artística. Vista desde ahora parece una ofrenda al viejo gurú [Pablo Suárez]. […]

F.Q.: –En 1989 hicieron la primera muestra Harte-Pombo-Suárez en la Galería del Rojas. ¿Cómo surgió la posibilidad de hacerla?

M.H.: –Se le ocurrió a Pablo. La relación de Pablo con Marcelo ya existía. Cuando Pombo estaba exponiendo en el Rojas, Pablo me dijo “Tenés que ver la muestra de un tipo genial, Marcelo Pombo”. Fui a verlo y obviamente me pareció genial. Él me cayó divino, la obra me encantó y Pablo esa misma tarde dijo: “Tenemos que hacer algo juntos; me encantaría exponer con vos y con Miguel”. […]

F.Q.: –¿Cómo era la relación entre los tres?

M.H.: –Los tres fuimos muy unidos, sentíamos que estábamos elaborando algo que excluía al resto. Nos reíamos de esa pretensión nuestra, pero la verdad es que nos sentíamos autosuficientes. Nos juntábamos cada tanto pero de manera muy intensa. Pablo era un provocador de interminables charlas y frente a Marcelo, que es muy agudo y sorprendente, me hicieron partícipe de reuniones maravillosas. Marcelo trataba de definirse frente a Pablo. Tenían agarradas importantes. Era muy divertido escucharlas. Tanto Marcelo como Pablo estaban permanentemente elaborando cuestiones de su obra, del lenguaje. Eso era genial. Lo hacían uno en relación con el otro, y yo también lo hacía, pero no sé si en relación con ellos. Yo estaba en una ruptura con lo aprendido de Pablo. Era una ruptura secreta, silenciosa, sin enfrentamiento. Pablo era nuestro catalizador, y a la vez nuestro “separador”. Con el correr de los años, no paraba de hablarme bien de la obra de Marcelo, de lo genial que era y de lo bien que le iba. Y a Marcelo le hacía lo mismo conmigo. Con Marcelo nos reíamos de eso.

Florencia Qualina. Licenciada en Historia del Arte. Curadora, docente e investigadora. Fragmentos extraídos del libro Miguel Harte, que acaba de ser publicado por editorial Mansalva.