A quienes estaban en 4ºB de La Pompeya en 1990.

£En la librería, era habitual que recibiéramos libros con flores viejas, notas, fotos e incluso algún boleto de colectivo o factura que nos permitía hacernos cierta idea de cómo se vivía o de quién podía haber sido ese  libro. Lo que podía parecer una rareza; para mí, era parte del día. A las cuatro de la tarde en Enero, pese al aire acondicionado, no había nadie. El tedio del verano en una ciudad zombi.  Sin embargo, en la pila libros que Leo me había dejado para arreglar, estaba Dailan Kifki. Era una edición vieja: tapa dura, con las costuras del lomo a la vista y cinta en los vértices como si los completara. Por un momento, viajé y me convertí en Bastian y el libro con el Áuryn en la tapa, en el sótano de la escuela, resguardado de la lluvia, el viento y los compañeros. De pequeña, como la mayoría, me había enamorado del valiente Atreyu. La princesa de Fantasía había sido mi enemiga más real. Volví al libro asumiendo que el sol que volvía ciega la calle, no traería a ninguno de estos personajes. Lo limpié  y pensé  que  delante mío sólo tenía un libro. Ni  más ni menos que una edición vieja de un libro que debía restaurar, como otros, antes de que terminara mi horario. Abrí el libro y leí una dedicatoria escrita con una tinta que habían comido los años:

Tita:

Espero que este libro te lleve de aventura.

Cariñosamente.                                                                                                                                       

La tía Rosalía.

 

Rosario, 9 de Enero de 1974.

Fue inevitable pensar en mi Señorita de cuarto grado. Algunos compañeros, algunas compañeras juran, cruzando a toda velocidad los dedos formando una cruz delante de sus bocas, que la que nos leía Dailan Kifki era María Rosa y no Mirta. Yo que nunca fui buena con las matemáticas y que solo tengo una historia narrada de momentos olvidables, no podría jurarlo. No obstante, mi memoria para el detalle intrascendente me permite recuperar una versión ―¿acaso la vida misma no es una versión que nos contamos?― de lo que realmente sucedió. Hasta tercer grado habíamos estado en el primer piso. El paso del cuaderno a la carpeta y de una Seño a dos, nos subía. Más cosas que llevar, más cuidado con no manchar con tinta las hojas, más nombres que aprender. Todos y todas estábamos absoluta y rotundamente enamorados y enamoradas de la Seño María Rosa. Incluso, los que en su cuaderno todos los días de marzo a noviembre, llevaban el semáforo que marcaba la conducta con un insistente rojo. Sin embargo, parece que a la  institución el amor no le resultaba suficiente o peor aún, lo creía peligroso. Por ello, cada dos o tres años, teníamos nuevas señoritas. Nuestra nueva maestra no nos interesaba en lo más mínimo. Lo único que parecía compartir con la anterior era la altura y el inmaculado guardapolvo blanco. Era lógico, la Seño de primero nos había mostrado las letras, las palabras: el mundo. Ya nada más parecía tener sentido. Como dice de algún modo Camila Sosa Villada, enseñar a escribir es un gesto amoroso que prepara para vivir. ¿Y enseñarnos a leer?

La Señorita Mirta ―cantaba en Peñas y vestía polleras amplias con los rulos despeinados― tenía, ahora que intento recordarla, un perfil muy under para la época. El punto es que no había logrado conquistarnos. Hasta que nos presentó a Dailan Kifki. Una tarde antes de que tocara el timbre de salida de las 17.30 hs, nos dijo que guardáramos todo en las mochilas, que nos iba a hacer una invitación. Cualquier cosa a esa hora era mejor que copiar tarea. De manera que nadie chistó. Fue a su portafolio y sacó dos libros: Amy, el niño de las estrellas y Dailan Kifki. Dijo que cada viernes, diez minutos antes de que tocara el timbre de salida, nos leería unas páginas del libro que eligiéramos. Desconfiamos. Seguro nos iba a hacer responder preguntas o nos tomaría una prueba. No podía ser así de sencillo. Uno de los ganchudos del curso le preguntó qué íbamos a tener que hacer después. Ella dijo que sólo teníamos que escuchar. No nos daba la cuenta. Nos habían enseñado que en la escuela todo era para algo y que si aprendías o escuchabas después tenías que aplicarlo o demostrar que lo sabías. La propuesta no sonaba a escuela. Nos rendimos. Leyó el primer capítulo de Amy y no a todo el mundo le gustó. Así que pasó a Dailan Kifki:

 

"Estimada señorita: Yo me llamo Dailan Kifki y le ruego no se espante porque soy un elefante. Mi dueño me abandona porque ya no puede darme de comer. Confía en que usted, con su buen corazón, querrá cuidarme y hacerme la sopita de avena. Soy muy trabajador y cariñoso, y, en materia de televisión, me gustan con locura los dibujos animados".

 

Cuando la Seño leyó la carta, entramos con un free pass colectivo y para siempre, en universo de la literatura por medio de la lectura susurrada. La carta, como todo lo que sucedía alrededor de Dailan Kifki, era hiperbólico y delirante como el amor. Todos los semáforos del curso, verdes, amarillos e incluso rojos, le dimos una oportunidad amorosa a la Señorita Mirta. Una oportunidad de conquistarnos que duraba diez minutos cada viernes, antes del cierre de la semana. Ella repetía ―y le creímos como le creíamos cada palabra que leía― que había descubierto ese libro durante un largo reposo. "Conocí a la joven señorita, a Dailan Kifki, al bombero y a la tía Clodomira en la voz de mi tía. Y ahora espero que ustedes puedan conocerlos en la mía". La Señorita Mirta era una sirena, pero no de las que contaba la Antigüedad, sino buena. Una sirena que nos enamoró y nos liberó con las aventuras que nos leyó.

Frente al libro, dudé. ¿Sería ese el libro de la Seño? Mientras pegaba las hojas finales para ponerlo en la larga pila de arreglados, pensé: en los cuentos que mi abuelo nos repetía de memoria en las siestas de verano. Cuentos que parecía leer en una pantalla invisible del horizonte. Viajé a una pasado más cercano y me vi cocinando mientras un amor me leía El señor de los Anillos. Ahora mientros escribo, me recuerdo más cerca, casi que todo el recuerdo. Camino por el salón con el libro en la mano, les leo confiando en que la lectura guía los pasos para no interrumpir con el tropezón. Voy a mi biblioteca, busco el libro que no sé si era el de la Seño y que ahora es mío y leo, me leo en voz alta pensando que no hay modo alguno de leer en soledad. "La primera/independencia/es leer" como escribió con tinta en el papel Gabilondo y ahora con tinta se lo inscriben, las maestras en el cuerpo. La lectura es una práctica libertaria y compartida. Un acto de amor en el que donamos nuestra voz por un instante, suspendiendo, irrumpiendo en la temporalidad de la obligación y uniéndonos cuerpo a cuerpo, voz a voz, piel a piel, en la caricia de la letra que se desliza por la boca para amar sin amarrar.

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