Puede certificarse la antigüedad de un programa televisivo como Los Soprano simplemente viendo sus créditos de apertura. Chupando con energía su cigarro, el “consultor de manejo de desperdicios” Tony Soprano (James Gandolfini) maneja por la ciudad de Nueva York hasta su mansión en los suburbios de Nueva Jersey, al algo amenazante ritmo de “Woke Up This Morning” de Alabama 3. Y allí están, reflejadas en la ventanilla del conductor: las Torres Gemelas. Cuando esa secuencia se vio en la pantalla por primera vez, el 10 de enero de 1999, hace hoy exactos veinte años, el World Trade Center no tenía mayor significación que cualquier otro punto geográfico reconocible de Manhattan. La misma Manhattan en la que supuestamente solían pasar el tiempo los personajes de Friends, la sitcom de NBC que entonces reinaba en las ondas televisivas. Pero mientras la serie con Joey, Rachel, Ross, Phoebe, Monica y Chandler daba testimonio de los últimos suspiros de la TV a través de cadenas televisivas, The Sopranos, perteneciente a la compañía de cable HBO, representaba el futuro de la TV. O, como prefería definir y sintetizar la compañía en su famoso slogan, “No es TV, es HBO”. 

Fue precisamente Los Soprano la serie que le dio su primer atisbo de credibilidad a esa afirmación. En las dos décadas que siguieron, se ha escrito mucho sobre cómo esta historia de un mafioso con sobrepeso y problemas de ansiedad y su familia en aniquilación mutua, pavimentó el camino para la cultura actual, liderada por el estilo Netflix; cómo la televisión estadounidense –la “caja boba” tradicionalmente conducida por sus temerosos anunciantes– de pronto empezó a ser comparada con Dickens y Shakespeare.

Antes de 1999, David Chase era un insatisfecho veterano de la TV de cadenas, con guiones escritos para The Rockford Files y Northern Exposure. Los Soprano iba a ser su bebé. Al crear una serie televisiva sobre una familia de gangsters italo-americanos, por supuesto, estaba siguiendo los considerables pasos de Martin Scorsese. Los Soprano compartió nada menos que 27 intérpretes con Goodfellas (Buenos muchachos), la película dirigida por Martin Scorsese en 1990, e incluso el mismo realizador hizo una mínima aparición ya en el segundo episodio. Pero el programa también supo apartarse de esa línea. Mientras los críticos señalaban que Scorsese “quería meterse a sí mismo como fuera en esa historia” (como señaló David Thomson en su libro Have You Seen...?), Los Soprano ofreció una visión menos romántica sobre el mundo mafioso. Al momento de encontrarse por primera vez con él en la pantalla, Tony está sufriendo desmayos relacionados con el stress, lo que lo lleva a buscar los servicios de una terapeuta, la Dra. Jennifer Melfi (Lorraine Bracco, la esposa de Ray Liotta en... Buenos Muchachos), el centro moral de la ficción. Como explicó Chris Albrecht, por entonces jefe de programación original en HBO: “Cuando vi el proyecto me dije ‘este show es sobre un tipo que está llegando a los 40, que heredó un negocio de su padre y tiene una madre despótica; un tipo que, pese a estar enamorado de su esposa, tiene un romance. Tiene dos hijos, sufre de ansiedad, está deprimido... está buscando el significado de su propia vida.’ Y pensé que la única diferencia entre Tony y cualquier otra persona que conocía es que él era un Don de Nueva Jersey”.

En otras palabras, era un pedazo de personaje para cualquier actor en su mediana edad. Y el triunfante modo en que James Gandolfini le puso carnadura a su matón en la crisis de la mediana edad fue una de las primeras cosas que alertó a los actores dedicados a las películas: ellos eran por entonces como una casta, con una escala salarial bien diferente, que miraban a los actores de TV como un sector inferior, pero pronto empezó a quedar claro dónde había un trabajo bien recompensado. En la actualidad es raro encontrar una estrella del cine que no haya puesto sus pies en la programación original online: Jane Fonda, Julia Roberts, Nicole Kidman, Sean Penn y Michael Douglas son solo algunas de las deidades de Hollywood que aceptan con gusto los dólares de Netflix y Amazon.

Gandolfini, que a su vez era un ítalo-americano criado en Nueva Jersey, llamó la atención de la directora de casting Susan Fitzgerald cuando vio un clip en el que el actor interpretaba a un matón a sueldo en Escape salvaje (True Romance, 1993), dirigida por Tony Scott y con guión de Quentin Tarantino. A pesar de ese buen antecedente, Gandolfini hizo todo lo que pudo por sabotear su audición para Los Soprano. “En el medio de la audición se detuvo y dijo: ‘Esto es una mierda, tengo que parar’”, recordó Chase poco después de la muerte del actor, en 2013, a los 51 años y por un ataque al corazón mientras estaba en Roma. “Y dejó la sala, ganó la calle y desapareció. Así que seguimos con la siguiente audición. Entonces escuchamos que alguien en su familia había muerto, pero en realidad no había muerto nadie”. Chase, que esta semana dio algunos detalles sobre la precuela que estrenará a fin de año –The Many Saints of Newark, con un Tony Soprano en su infancia y juventud y el padre de Christopher Moltisanti como protagonista–, hoy piensa que es probable que Gandolfini fuera bipolar. “Finalmente él vino a mi casa, e hizo una nueva audición en mi garage. Estuvo genial, como sabíamos que iba a estar. Después de todo eso tuve la oportunidad de conocerlo bien, y me di cuenta de que para él era era el procedimiento standard, lo habitual”.

El comportamiento errático de Gandolfini era legendario. El actor a veces podía desaparecer de pronto durante días, lo que provocaba que tuvieran que improvisarse sobre la marcha cambios en la agenda de filmación. Fuera de cámara solía utilizar la célebre bata de Tony, desesperado por permanecer en personaje. Esta intensa identificación tuvo un efecto poderoso: los críticos escribieron sobre la sensación de tener una extraña necesidad de estar en buenos términos con Tony. “Tuve la sensación de que él me observaba mientras escribía”, admitió el escritor y periodista australiano Clive James, que hizo una reseña del show en 2004. “Me esforcé por retratarlo bien, a la vez que me recordaba todo el tiempo, por supuesto, que él en realidad no era un mafioso, era un actor”. James consideró a Los Soprano superior a las películas de El Padrino, una visión no compartida por Thomson, quien considera a Tony demasiado mundano en comparación con Michael Corleone. “El arte superior concierne a personas con una nobleza verdadera, pero que esconde una debilidad, una falla”, opinó Thomson. “Mucho antes del final, me temo que tanto Tony como James Gandolfini estaban aburridos de sí mismos.”

De cualquier manera, Thomson debería echar un vistazo a la incontable cantidad de personajes “fallados” que surgieron de la televisión en la ola de Los Soprano. Del Stringer Bell de The Wire, Walter White de Breaking Bad y Don Draper de Mad Men al actual exceso de antihéroes defectuosos en dramedias como Get Shorty y Barry o en sagas de narcotraficantes como Narcos y Gomorra. La nobleza, con fallas o no, no abunda en la oferta de los dramas televisivos premium. “Estos son personajes que, como señala la sabiduría popular, los estadounidenses nunca habrían dejado entrar a sus livings: infelices, moralmente discutibles, complicados, profundamente humanos”, dice el periodista Brett Martin en la introducción de su libro Difficult Men: Behind the Scenes of a Creative Revolution (“Hombres difíciles: detrás de la escena de una revolución creativa”). “Ellos jugaron un juego de seducción con el espectador, desafiándolo a invertir emocionalmente, sentirse atraídos, incluso amar a una gama de criminales. Y de pronto dejó de ser terreno seguro el asumir que en tu show televisivo favorito todo finalmente terminaría bien: la súbita muerte de personajes regulares, alguna vez impensable, se convirtió en algo tan común como para lanzar una suerte de juego de apuestas morboso, especulando quién será el próximo en partir.”

Es un tópico que también fue adoptado por los guionistas televisivos británicos. En particular Jed Mercurio, que se solaza en matar a personajes aparentemente indispensables, sea en Line of Duty o en Bodyguard. Lo que lleva a quizá el mejor momento de Los Soprano, su increíblemente tenso y audaz final, cuando la pantalla funde a negro y los espectadores quedan librados a la duda de si Tony y su familia siguieron comiendo en el restaurant o si fueron eliminados por los mafiosos rivales de Nueva York. Esta ambigüedad tan controversial fue toda una declaración de intenciones, mayor aún que todo lo visto en los capítulos que precedieron a esa escena. Fue otra demostración de que ya nunca la televisión volvería a jugar de acuerdo a las viejas reglas.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para PáginaI12.