A Abbas Fahdel

El relato del mercado precede a la escritura.

Hombre, cartel, desiertos varios. El cartel es de madera pintado de rojo. Dos postes cuadrados de 3 pulgadas de casi un metro ochenta de alto  sostienen una madera de unos 60 centímetros x un metro cincuenta. En la parte inferior de la tabla, señalando hacia la izquierda hay  una flecha horizontal/blanca sobre la que se puede leer: ZABRISKIE POINT. Las palabras también pintadas de color blanco parecen bailar desvirtuando la quietud en una fuente tipográfica que evade la falsedad de líneas rectas y ángulos de 90º. Otros rasgos del instante quedaron/están cautivos en el rectángulo de la fotografía. La imagen nunca es la realidad. El cartel está en una curva/desvío de la ruta y a la derecha, apoyando su hombro izquierdo contra él, hay un hombre alto con campera y pantalones de jean, bufanda negra y polera gris. Supongo brisas, palabras en francés y sonrisas. En actitud barrial, el hombre parece mucho más joven que sus 63 años. El cielo celeste se deja ver detrás, sobre unas montañas muy parecidas a las de Mendoza.

Debajo del cartel, detrás de la valla de protección de la curva, una planta crece desafiando la ausencia de gotas de agua. Más atrás, en la lejanía del horizonte se muestra el perfil gris azul de unas montañas medianas. Sobre el cartel se alza la ladera arenosa del monte que provoca la curva del camino. La fotografía tiene la "textura" de una Kodak instantánea. Los granos de la fotografía analógica señalando distintos modos de producción capitalista. El celeste de lo que suponemos es el cielo parece brillar/aclararse en todo el perfil del desierto. La ladera está señalada con una flechita manuscrita en tinta azul/negro, sobre ella, en letras manuscritas/de-imprenta, se puede leer: BLOW-UP MEETS.

La primera vez que vi la fotografía, estaba leyendo un libro de papel en un asiento de un ómnibus que andaba por el carril rápido de calle Santa Fe hacia la Terminal. Leyendo papeles como un viajero del siglo XVIII en un coche tirado por caballos bamboleándose en las huellas dejadas por las carretas en el Camino (I)rreal que iba hacia Buenos Aires. No había dado monedas de plata para pagar el viaje, había marcado con tarjeta magnética. Había resignado acercar el "plástico" debajo de la pantallita que anuncia el destino del viaje, algo sonó y me tiré en un asiento, abriendo el libro usado. Necesitaba comprobar si lo habían marcado, escrito, o si le faltaba alguna página. Letras, códigos, números y contraseñas. Un movimiento, muchas quietudes y caricias en el limpio devenir que habita fuera de los tiempos verbales. Tocaba, espiaba, olía el libro de tapas verdes/grises que ya había leído y releído en una de sus primeras ediciones de Sudamericana y había perdido en alguna mudanza. El ómnibus amarillo avanzaba por el carril derecho, en "trencito" con otros colectivos urbanos. Cualquier cosa menos silencio. Los demás pasajeros del Rosario Bus manipulando su aislamiento vía Claro/Movistar/Personal. No necesitaba levantar la mirada para verificarlo. Volvía a un libro de cuentos comprado con esfuerzo en mi adolescencia, cuando podía leer varias páginas de corrido sin intentar descubrir las correcciones hechas o las posibles intenciones/emociones que atravesaban al escritor mientras mecanografiaba las palabras que terminaron siendo el trabajo admirado con mi lectura. En esa misma orilla del instante empezó a sonar mi teléfono. Sonreí en la ironía de someterme al cautiverio global criticado de la supuesta comunicación. Busqué el aparato en mi mochila y cuando logré abrirlo, la llamada se cortó. Sin querer, se abrió el Face y  vi la foto compartida por un vecino virtual: Abbas Fahdel. Siempre hay algún diamante en medio de la chatarra de internet. Fue/es demasiado: el libro, la fotografía de su autor y la postal a Antonioni.

Las coincidencias no son casuales. Guardé el celular, volví otra vez al libro, a las tonalidades del verde de sus tapas, mirando las páginas de bordes gastados pero sin poder dejar de pensar en la fotografía. ¿Carol Dunlop usaría esas cámaras Kodak de revelado instantáneo? ¿Lo había acompañado en aquel viaje hecho en auto por el escritor olvidado desde Nueva York a Los Ángeles? Volví al ejemplar comprado al vuelo en una librería de viejo. Acariciar un libro es como mimar un gato. Parecía no faltar ninguna página, tenía el lomo arreglado con prolija cinta scotch transparente y parecía no tener escritos ni marcas. ¿Quiénes habían sido sus lectores, por qué se habían desprendido de ese ejemplar? ¿Las lecturas habían gastado sólo el papel, las palabras no habían cambiado después de las energías de los ojos desconocidos que habían compartido esos signos impresos? Estaba perdido por esos barrios Fonavis de la reflexión, cuando una voz me interrumpió. Cerré el libro y me bajé pensando si para decir: "Señor, debe bajar, estamos haciendo un operativo anti drogas", el gendarme había usado el mismo tono usado por un oportunista de mercado al sentenciar: "el mejor Cortázar es un mal Borges".