Algo se rompió en el orden internacional. Hasta hoy el consenso, con distintos nombres, era que la globalización expresaba el desenvolvimiento sobre el planeta del gobierno de las multinacionales. El neoliberalismo constituyó la expresión política natural de las ambiciones de esta miríada de megaempresas que conducen la economía mundial y controlan los Estados. La estructura de política económica anhelada por estas firmas siempre fue bajar las barreras a la libre circulación de mercancías, especialmente en sus formas física –el comercio internacional– y financiera. Una liberalización más compleja, menos elegante, le correspondió a la mercancía más elemental, esa que al consumirse genera valor, el trabajo. Las banderas siempre fueron: libre comercio, libre circulación de capitales, pero no, en cambio, libre circulación de la mano de obra; una inconsecuencia teórica para los liberales más libertarios.

La libre circulación de la mercancía–trabajo habría permitido el acceso de los trabajadores de los países más pobres al bienestar relativo de sus pares de las naciones más ricas. Habría provocado aglomeraciones humanas en los centros desarrollados, una concentración siempre menos deseable que la del capital. Pero si toda la miseria provocada por las líneas de avance de “la civilización” hubiese contraatacado golpeando en las puertas de las ciudades europeas o estadounidenses, las sociedades centrales se habrían transformado. Una realidad inconcebible, como lo atestiguan los muertos silenciosos en el fondo del Mediterráneo y los miles de kilómetros de muros reales y virtuales que solidifican las fronteras, cristalizadas con el odio xenófobo de los opulentos asustados frente a los desclasados de la tierra.

Sin embargo, la lógica del capital siempre encuentra las rendijas y se cuela por todos lados. Si Mahoma no pudo ir a la montaña, el capital fue a los trabajadores. Si las fronteras bordadas con alambre de púa vedaron el acceso a las fábricas del centro, las manufacturas se instalaron en la periferia. El resultado de largo aliento del outshoring de las líneas de montaje fue que los mitos fundantes del capitalismo central estallaron por los aires y el “sueño americano” se volvió casualidad. Las nuevas generaciones debieron olvidarse de la movilidad social ascendente, no sólo en el Rust Belt. Los hijos fueron más pobres que los padres y los empleos de mala calidad se volvieron constantes. La codicia exaltada por la ambición neoliberal dio lugar, aun en el centro del sistema, a sociedades peores, menos vivibles y más inseguras. Los muros no sólo separaron fronteras, también clases sociales, con los barrios cerrados como metáfora. La destrucción del Estado Benefactor bajó la inflación, pero deterioró las condiciones de vida de las mayorías. El gran triunfo de la globalización fue la mercantilización completa de la sociedad, hasta de aquellos espacios que el liberalismo originario consideraba vedados al mercado, como la educación, la salud, la defensa y, como lo demostró la gran crisis de 2008–2009, hasta de la planificación del espacio público.   

¿Cuánto tiempo puede durar este orden destructivo sin provocar la reacción sistémica de los desplazados, de los oprimidos, de los disconformes? ¿El mundo se encuentra nuevamente frente a una “Gran Transformación” (K. Polanyi) similar a aquella que como reacción al fracaso del liberalismo económico en la post crisis del ‘29 desembocó en el fascismo y no en la revolución socialista? Los parecidos son tentadores, pero quizá sea mejor romper los moldes y, siguiendo el método, limitarse a describir los hechos antes que a buscar, por ahora, las leyes que los explican.

El dato duro es que nada menos que en la plutocracia estadounidense los plutócratas rompieron, con apoyo de las urnas, pero con sus propias manos y baja intervención de la clase política, con “el neoliberalismo progresista”, según graficó la feminista estadounidense Nancy Fraser. Ese neoliberalismo que contenía todos los rituales de respeto al institucionalismo liberal, es decir a la corrección política y a los derechos de las minorías, pero que no bajaba una sola bandera del neoliberalismo económico. Allí, en el centro mismo del imperio, un presidente y un nuevo gabinete de ancianos millonarios abrumadoramente WASPs (blancos, anglosajones y protestantes) comenzaron a llevar adelante hace pocos días transformaciones que dinamitan los pilares del Ancien Régime. A la cabeza: el libre comercio y sus tratados internacionales, reemplazados por la exaltación del viejo proteccionismo; del “compre estadounidense”, de cuidar al “trabajo nacional”, con la salida inmediata del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica y la destrucción simbólica del Tratado de Libre Comercio de América del Norte vía la reafirmación de la construcción del muro en la frontera mexicana, con cargo forzado del vecino. A ello también se sumó el “ataque” contra la mitológia de la “prensa independiente”, ya caracterizada como “la verdadera oposición” por encima de los partidos. 

Estos factores, los más visibles desde Latinoamérica, bastaron para poner en guardia al establishment mundial que sentenció inmediatamente que el presidente Donald Trump pertenece a las hordas del populismo, un verdadero “loco”. Con la misma sutileza analítica, a izquierda y derecha, no faltaron los analistas locales que señalaron al 45° presidente estadounidense como “peronista, incluso kirchnerista”, dejando de lado que entre sus primeras medidas destacan el congelamiento del gasto estatal, salvo el militar, la voluntad reaganianaalafferiana de bajar impuestos a las empresas y el nombramiento al frente de la economía (secretario del Tesoro) de un ex Goldman Sachs, la banca que más se benefició con la crisis de 2008-2009.

Parece que los antiguos moldes ya no sirven. La información hasta el presente es que las cargas de dinamita no se acabaron, al parecer el “loco” Trump planea subvertir toda la antigua política exterior del imperio, desde el financiamiento a la OTAN y la defensa militar de los viejos aliados, hasta el acuerdo nuclear con Irán.

Las conclusiones preliminares son por ahora muy pocas, pero de gran magnitud histórica. La primera es que se asiste a una probable nueva Gran Transformación del orden neoliberal. Visto desde la región, personajes como el mexicano Enrique Peña Nieto, gran promotor del TPP, el golpista brasileño Michel Temer y Mauricio Macri, los tres partidarios activos de una integración subordinada a un orden que ya no existe, quedaron pedaleando en el aire. 

Visto desde Argentina las soluciones no llegarán ni por el libre comercio ni, mucho menos, por la inversión extranjera. La situación es todavía peor, el escenario internacional no sólo no jugará a favor, sino abiertamente en contra. La segunda conclusión es que la nueva Gran Transformación surgió en el escenario menos pensado. No fue producto de las elucubraciones de las estériles izquierdas europeas sumergidas definitivamente en la aceptación acrítica de la ortodoxia económica. Tampoco la reacción de naciones oprimidas, populismos periféricos o de las tensiones provocadas por el ascenso de una nueva potencia global, como China. La reacción surgió en el corazón mismo del imperio producto del malestar de las mayorías con el viejo orden. Por eso va en serio. Lo que inmersos en el presente resulta difícil prever es la dirección final de las transformaciones. Quizá se esté asistiendo, con algún retardo, a los verdaderos efectos de la crisis que comenzó a manifestarse en 2008-2009, apenas 20 años después de la caída del muro de Berlín y el fin de la historia.