Las portadas de los periódicos ingleses fueron ocupadas por la figura de Andy Murray el 8 de julio de 2013. El jugador había ganado la tarde anterior el tercer Grand Slam de la temporada, sobre el césped mítico del All England Club, y de esa manera se transformaba en el primer británico en quedarse con la corona en Wimblemdon, para convertirse en el sucesor de Fred Perry luego de 77 años. El común de los diarios aquél día fue remarcar que el campéon pertenecía a las islas, cuando el tenista era catalogado siempre como nacido en Escocia si los resultados no le permitían obtener un torneo grande.

El propio jugador mostró su descontento un año antes de dar aquel golpe, en una conferencia de prensa, donde mencionó que no le agradaba mucho que le recordaran que había nacido en Dunblane en las derrotas, y que lo ubicaban como británico cuando los resultados eran favorables.  

Murray, que era el número dos del mundo, consiguió Wimbledon por primera vez –volvió a ganar allí en 2016– superando al serbio Novak Djokovic, quien se ubicaba en lo más alto del escalafón. El resultado fue 6-4, 7-5, 6-4, luego de tres horas y nueve minutos. El público estalló después del último punto, y los ingleses pudieron en ese momento dejar atrás no sólo a Perry, sino también a la campeona Virginia Wade (1977), para que Murray pasara a ser un héroe en las islas. Wimbledon había tenido antes otros tres campeones escoceses, pero en el siglo XIX.

El logro que conseguiría tres años más tarde en la misma cancha ya no tendría el mismo impacto. Murray se había ganado, a los 26 años, la eternidad en Gran Bretaña cuando levantó la Copa por primera vez. La cadera deteriorada no le permitirá continuar más allá de Wimbledon este año, si es que finalmente no se retira antes de ese certamen. Seguramente, su intención es saludar por última vez a esa gente que por un día se olvidó de su nacionalidad, y se lo adjudicó como un hijo directo ante la sequía de festejos en ese club.