El diario informa apenas: “Amanda Bruni, su fallecimiento”. Y no mucho más: la mención a su actividad en el teatro independiente como actriz, directora y dramaturga. Unos premios a su vuelta del exilio y un paso corto por la tele, su gestión destacada en Teatro Abierto y más tarde en Teatro por la Identidad. No mucho más. Porque no hay mucho más. Ni quedará mucho más de Amanda. En un tiempo, nada. 

Actores del árbol caídos, juguete del viento son, pienso. Ni hablemos de los que se dicen chejovianos. La Bruni era una.   

Me acuerdo de Amanda. Me acuerdo de los 70, una rubiecita inquieta, nerviosa. La veo repartir volantes en la facultad. La veo putear la cana en una manifestación. La veo con una guitarra cantando “Gracias a la vida”. Me dan ganas de fumar. Añoro la época en que se fumaba en las redacciones. Las nubes de humo, el tableteo de las máquinas de escribir. Ahora las redacciones son asépticas como un laboratorio.

Mejor termino de una vez esta nota sobre la inseguridad.

2             

Teresa me llama unas semanas después de la muerte de Amanda. Quiere verme. Necesita verme:

Sos de los contados que me quedan, dijo. No el único, pero el mejor. Vos viste que hay una época, cuando creés haberlas vivido todas, en que uno quiere olvidarse del mundo. Bueno, después viene otra época donde el mundo se olvida de vos. Creo que eso me pasa. 

Nos citamos en el Florida Garden este domingo por la tarde. El bar sigue siendo uno de esos mausoleos que perduran desde fines de los 60. Durante la semana se mantiene activo: comerciantes, tilingas, ejecutivos, economistas, espías, alcahuetes canosos que flotan preservando una cierta elegancia. Pero los domingos, y especialmente por la tarde, el Florida es un velorio de elegante decrepitud con algunos turistas, unos pocos matrimonios entrados en la vejez. Un escenario ideal para probar la propia resistencia a la corrosión de la melancolía. Si no fuera porque tienen el mejor café del barrio, le habría propuesto a Tere otro lugar.     

Tere está en una mesa del fondo. Naufraga en el segundo vodka, pero no se le nota. Al menos todavía. Hace tanto que no nos veíamos, dice. No hace tanto, pienso. No la contradigo. Tampoco cuando empieza a decir:

Por lo general se necesita haber vivido para avivarse de que el suicidio no puede endilgársele a los demás. No son los otros los responsables de mi muerte. Soy yo que elijo. Elijo qué. Poner un punto. Si me mato es por cansancio. Me cansé de vivir. Creo que hay una canción de eso. 

Así habla Tere este domingo por la tarde. 

Primero fue la Colorada Márquez, dice. Y ahora saltó Amanda. Te juro que no doy más, querido.

Ignoraba que Amanda hubiera saltado, le digo. 

Sí, querido, saltó. Piso doce. Dos más arriba que la Colorada. Superó la marca, viste.

Tere mira a un costado, hacia la calle anochecida. Desde la última vez que nos vimos hasta ahora le pasó un calendario por encima. Y sin embargo, no fue hace tanto.

3

Fue en la vernisage de una muestra: “La arquitectura del suicidio”. Retratos y construcciones de un arquitecto que ahora se lanzaba en la plástica. El catálogo describía algunos de los personajes que inspiraban las pinturas: 

“Francesco Borromini, el arquitecto barroco, se clavó su sable cuando se enteró que la tumba del zar Alejandro VII se la encargaron a un rival suyo. Algo tiene la relación de la arquitectura con el suicidio que impulsó a los estudiosos Marck y Hickler en 1981 a proponer un sistema de variables que calificaron como modelo arquitectónico del suicidio. El listado de suicidios de arquitectos que no pudieron sobrevivir a su obra es significativo. Un ejemplo, el moderno Giuseppe Terragni, el arquitecto racionalista creador de la Casa del Fascio, abatido y vacío tras vivir la guerra, terminó con su vida zambulléndose en el hueco de una escalera. También eligió el suicidio el danés posmoderno Johann Otto von Spreckelsen, responsable de la modernización del Arco de Triunfo, que no llegó a ver terminada su obra”. 

Tere me interrumpió la lectura. Nos abrazamos a los besos entre canapés, champagne y saludos alrededor. Vos estás siempre igual, querido, me dijo. Y vos hermosa, le dije. Una manera seductora de decirnos que la amistad sigue aunque no nos veamos y que el tiempo, pasados los sesenta, no nos ha mellado. Aunque bajamos la velocidad, seguimos en carrera. Tere sigue siendo, aún a esta edad, una tipa atractiva. Lo que me gusta de ella: no se hizo las tetas ni se tiñe. Su simpatía fue siempre un imán. Cómo estás, le pregunté entonces. Bien, gracias, y vos. Bien, le dije. Tus hijos, me preguntó. En la suya, le dije. No es que se olviden de mí, es que no quieren acordarse. Tere se rió: Lo mismo que mi hija. Si no viajo yo a Roma, a ella ni se le ocurre venir. Después de un instante me preguntó: Decime, por qué vos y yo nunca fuimos novios, querido. Vi que su alegría era la del champagne. Cómo estás, le pregunté de nuevo. Y, dijo. Se cortó. Tardó en seguir: Después de lo que hizo la Colorada Márquez quedé un poco estropeada del alma. Quise consolarla: se veía que iba a hacerlo, le dije. Demasiado escabio, demasiada pasta. Teresa me miró fijo: La soledad no viene sola, querido. Después, exultante de nuevo, volvió a abrazarme: Qué bueno que nos vemos acá. Tenemos que llamarnos más seguido, dijo.

Fue ella la que llamó.        

4

Y acá estamos. Domingo a la tarde. Florida Garden. De la Colorada me habla. Tere enumera los amores de la Colorada. Y también sus entradas y salidas de la merca, su divorcio previsible, los hijos en Canadá. 

Hay que reconocer que la Colorada se daba los gustos en vida, se acuerda Tere. Gustos caros, pero no se privó de ninguno. Ni antes ni después del exilio en México. Menos se privó a la vuelta cuando montó la galería. Aunque tenía ojo como galerista y estuvo rápido en la cima, siempre me dije que la Colo se hizo marchand para voltearse a cuanto macho se le antojaba. Pero lo que la mató no fue, como puede pensarse, tanto la soledad como su madre internada en el geriátrico. Tres veces por semana la visitaba. Una vez la acompañé. A nuestra edad se vuelve duro tener padres ancianos. Una está adaptándose a la vejez y tiene enfrente ese espejo que adelanta. Había que verla a la vieja. Se quitaba la dentadura, se babeaba, se inclinaba, se tiraba pedos cuando no se cagaba encima. La Colorada me dijo una vez: Habría que cortarla antes. Tener cojones. Y no tanto para librar a los otros de la propia decadencia. Para librarse una. Tres veces por semana voy. Hiede. Le tengo asco. Y trato de sobrellevarlo, Tere. Pero la Colorada no podía con eso de la vieja. Se desbarrancó con las pastillas y el champagne. Te llamaba a cualquier hora de la madrugada. Si no la escuchabas, te puteaba. La última vez le pedí por favor que no me llamara a esa hora. Inútil. Insistió. Ustedes no quieren escucharme, me dijo. De qué ustedes me hablás, le dije. Los psi. No soy tu analista, soy tu amiga, le dije. Vos no existís, me dijo. A partir de este instante, estás muerta. Ya vas a ver. Y al amanecer se tiró por el balcón de Libertador. No la chingó con la amenaza. Durante unos días fui una muerta en vida. Lo que me costó salir del pozo. Es que el suicidio, se diga lo que se diga, no me jodas, es una hija de putez. El suicida es un homicida tímido. Quién lo dijo. El que lo dijo tenía razón. 

Tere pide el tercer vodka.            

Y ahora Amanda, dice Tere. Vos sabés su historia, querido.

Superficialmente, le digo.

La historia de Amanda. El hermano era monto y ella estaba en la JP. A su compañero la patota no le pudo impedir que se mandara la pastilla de cianuro. El padre, un ingeniero prestigioso, apelando a sus relaciones, logró sacar los hermanos del país. Amanda, embarazada, partió a México, donde tuvo una beba. El hermano a Venezuela. Y después a Cuba. Allí se unió a la contraofensiva. Apenas pisó Buenos Aires se lo chuparon. Desapareció en la Esma. La madre no lo soportó. Murió de un cáncer galopante. Tras su muerte, el padre se pegó un tiro. En el 83, con la vuelta a la democracia, Amanda emprendió el retorno. Y se metió con todo en el teatro independiente. Una noche, mientras hacía Chejov en una sala del Abasto, la nena murió de una bronquiolitis. En el camarín se le murió. Amanda nunca se lo perdonó. 

Debemos convenir con Tere que este no es el domingo a la tarde más alegre. Miramos alrededor. Nos fuimos quedando solos. Termina su vodka. Como hace tres años y ciento cincuenta y tres días que no bebo, voy por mi tercer café. Con seguridad, tendré que subirla a Tere a un taxi. Bastante tengo con mi historia para cargar con la suya. No obstante, soy un caballero.

Primero la Colorada, repite. Y ahora Amanda. 

Comprendo.

No, no comprendés, querido. Hasta no hace mucho con Amanda nos encontrábamos al menos tres noches a la semana. Hacíamos un sushi y después bailábamos tango. Nos mandábamos a todas las milongas. Amanda me decía: Cuidado, nena, estamos cerca del precipicio. Tenía su sentido del humor Amanda. Vos, Tere, me decía, tenés suerte. Todavía no se te cayeron las lolas. Es que a esta edad lo único que sube son las encías. Pero el humor no la acompañó en el último tiempo. Me di cuenta por sus llamados. Lo mismo que la Colorada. Empezó a llamarme de madrugada. Una vuelta me dijo: Tengo miedo de estar sola en casa. Venite, le dije. Vino. Y se quedó, se fue quedando. Mujeres solas. Quién fue el que escribió esa novela.        

El mismo que dijo que el suicida es un homicida tímido, le digo.

Ya lo tengo, dice Tere. Pavese. Señal de que el vodka no causa Alzheimer.

5

Tere cuenta que hubo un momento en que no aguantó más a Amanda. Una noche Amanda le cayó de improviso, su expresión lo decía todo: veía el final, lo veía cerca. Fue hasta el equipo de audio, puso a todo volumen “Pavana para una infanta difunta”. No seas patética, le dijo. Amanda se rió. Basta, no te aguanto más, le dijo Tere. Ya tuve bastante con la Colorada. Yo también tengo una vida. Mañana, arranco temprano. viene un paciente a las ocho de la mañana, Amanda. Un suicida, le preguntó la otra. Está en el borde, le dijo Tere. Cuántos pacientes se te suicidaron, le preguntó Amanda. Pregunta de mierda, le dijo Tere. Cuántos, la quiso apretar Amanda. Cuando trabajás con suicidas es el riesgo que corrés, le contestó Tere. Claro, hay que trabajar con suicidas, le dijo. Vos creés que me la voy a dar, Amanda la observaba interrogante. Y sobradora. Lo que creo, le dijo Tere, es que te vas a tu casa de una buena vez. Me hartaste.

Me aguantás un cuarto trago, me pregunta ahora Tere. Y aclara: El último.

Yo te aguanto, le digo. Hay que ver si el cuerpo te aguanta.

Tere asiente. Y llama al mozo. El cuarto vodka.

Entonces Amanda volvió a su departamento, sigue contando Tere. No nos llamamos por dos días. Supe que tenía que mantenerme firme. Debo confesar que el silencio de Amanda estaba por torcerme el  brazo. Estaba por llamarla cuando se me adelantó. A veces una parada de carro viene bien, me dijo. Me cortaste el mambo, Tere. Se le notaba el alcohol en el tono. Me acordé tanto de la Colorada. A partir de ese llamado, volvimos a hablarnos. Siempre por teléfono. Porque rehuía encontrarla. Me acordé de una tortura china. A un condenado se lo ata a un muerto. A medida que el muerto se va pudriendo, el condenado empieza a enloquecer. Y enloquece nomás. Los llamados de Amanda se volvieron más y más insistentes. Igual que antes la Colorada, su voz en el contestador de madrugada. Atendé, Tere, sé que estás ahí. Atendé, turra, me tiró una de las últimas veces. Me querés largar en banda como largaste a la Colorada. Te juro, querido, que estuve por reputearla. Me contuve. Y en la mañana, cuando estaba en el consultorio, me avisó el portero de su edificio. Amanda superó a la Colorada por dos pisos. 

6               

Como verás, querido, dice Tere, superé la tortura china. No enloquecí. Estoy acá, todo lo entera que se puede estar a esta edad. 

Cuando dejamos el Florida Garden es de noche.

Puedo sola, dice Tere. No necesito que me remolques.   

Si querés, caminamos unas cuadras, le digo. Te va a hacer bien.

Unas cuadras, repite.

Se agarra de mi brazo, apoya su cabeza en mi hombro.

Nos tenemos que ver más seguido, dice. Cada vez somos menos. 

Seguro que no querés que te lleve, le pregunto.

Me falta para saltar, dice. 

De pronto, cambiando la expresión, ahora más seca, distante:

Mañana tengo un programa, dice. Tengo que ir a vaciar el depto de mi madre. Murió la semana pasada. 

No sabía, le digo.

No le dije a nadie, dice.

No me animo a preguntarle si necesita ayuda.

Mañana, dice.

Y para un taxi:

No llores por mí, Argentina, se despide. A menos que empiece a llamarte en la madrugada.      

Me quedo parado en la esquina de Córdoba y Florida. Veo alejarse su taxi en la noche. El asfalto húmedo. La avenida casi desierta. No quiero volver a mi departamento. Camino la ciudad, doy vueltas. Pero vuelvo. Pienso en la Colorada, pienso en Amanda, pienso en Tere. En quien más pienso es en Tere. Pienso en su historia. Me quedo dormido pensando en Tere. Entonces suena el teléfono. Miro la hora. Las tres y cuarto. 

El timbre se calla antes de que atienda.