Se despertó con los ojos mojados y tuvo de nuevo esa puntada en el pecho. Por un momento, María creyó escuchar la voz del Tony. Pero no. Ahora estaba despierta y se daba cuenta de que no la recordaba. Todos los años le pasaba lo mismo, todos los meses de mayo.

Pero ese día la sensación en el pecho, el recuerdo, era todavía más intenso. Nunca supo muy bien qué era lo que le hacía sentir más culpa, si no saber la fecha exacta en que lo había conocido, si haberse olvidado de su voz, si continuar todavía con vida. Quizás por eso soñaba con él casi todos los días de mayo. La escena era recurrente, el Tony sonriente en un día de sol, echado en un colchón de pasto en el parque, jugando con un tallo en su boca, mirando el cielo despejado.

El Tony, alegre, libre y cuando estaba a punto de hablar, de decir algo más que ella pudiera contar, algo, alguna cosa, un detalle, la voz del Tony se volvía lejana hasta perderse y el día de sol, gris plomo, y el pasto, cemento frío, duro, todo sucio, ellos sucios, sucios y lastimados debajo de la escalera de portland.

Se destapó. Fue al baño y se duchó con agua caliente, agua abundante y limpia que salía de la canilla. ¿Diez, quince? ¿Cuántos días habían pasado con el Tony debajo de la escalera sin poder lavarse? Cuando María le acarició la cabeza por primera vez, sintió el pelo del Tony duro y seco, tan duro y seco como el de ella. La camisa del Tony mugrienta, toda rota. Ella con su camisón rajado, envuelta en una frazada que olía a trapo de piso.

Abrió la ventana del baño y entró desde el patio el perfume a jazmín. Se lavó los dientes, se puso crema en la cara y se miró al espejo. Ahora era una mujer madura, podía verlo en las arrugas de sus ojos, pero cuando conoció al Tony, tenía dieciséis. La primera vez no se vieron porque estaban con los ojos vendados, sentados en el piso frío, helado, rodeados de un montón de otras personas que estaban peor que ellos, pero ellos estaban al lado, sentados uno al lado del otro, los brazos pegados, ella temblando y él sintiendo su temblor. En voz muy baja el Tony le preguntó quién era. Ella le dijo que se llamaba María y después, le preguntó a él. Soy el Tony, dijo él y después le pidió que se quedara tranquila, que no temblara, que todo iba a estar bien.

Tengo mucho miedo, dijo ella. Nos trajeron acá para matarnos a todos. Eso puede que sea así, dijo él, pero también puede que no sea, no lo sabemos, hay que estar tranquilos. Algo en la voz del Tony calmó a María. Los brazos pegados. Sintió el olor de la piel del Tony. Los brazos pegados ahora un poco más, como si sentirlo más cerca le devolviera la confianza.

Abrió las persianas de la casa y el sol llenó de luz todas las habitaciones. Era una mañana fría pero despejada, el celeste del cielo se veía más intenso que otros días. Puso la pava, el pan en la tostadora y volvió a la habitación para cambiarse. Se quedó desnuda y se miró al espejo. Se sintió conforme con su figura pero al darse vuelta miró sus pantorrillas, sus pantorrillas marcadas. Entonces se alejó.

Cuando la arrastraron a esa oficina distinguió figuras y voces que no olvidaría jamás. Alcanzó a ver por debajo de la venda, en el piso, mechones de pelo y sangre. Alguien prendió la radio, fuerte. Durante días María quedó suspendida en un limbo. Sólo la frase del Tony la unía a la vida, la voz del Tony, suave, tranquila, puede que sea así, pero también puede que no sea, hay que estar tranquilos.

Abrió el placar y sacó las prendas que ya había elegido la noche anterior. Se calzó el pantalón de vestir, una blusa bordada y se puso un prendedor de plata en la solapa. Luego abrió el cajón de la mesita de luz y sacó un cuaderno amarillento.

Cuando la sacaron de esa oficina sintió que ese cuerpo ya no era su cuerpo, un amasijo de piel y huesos depositado debajo de una escalera de portland. Y ahí estuvo de nuevo el Tony, que le cantó en voz baja una canción al oído, como un bálsamo, y a María se le caían los mocos y las lágrimas, y el Tony quería disimular, pero a veces se le quebraba la voz también y sin embargo, seguía diciendo que había que estar tranquilos. En calma, el Tony jugaba a adivinar los rasgos de María con las yemas. Los dos vendados, el Tony, acariciando a María con sus manos sucias y ásperas, pero suaves, las caricias suaves, hasta que María finalmente se quedó dormida. Y fue en esos días que el Tony sacó de su bolsillo un prendedor de plata pequeño y se lo dio a María, y le dijo que lo tuviera, que era su amuleto, que todo iba a estar bien.

El ruido de la tostadora en la cocina anunció que el pan ya estaba listo. María se preparó un té, buscó queso, mermelada y se sentó a la mesa. Abrió el cuaderno amarillento y releyó las líneas, las mismas líneas que había leído tantas veces, las líneas que había escrito hace tanto y que había reescrito una y otra vez buscando más detalles, un gesto, un nombre, una palabra más de la conversación. Tenía un nudo en el estómago pero se obligó a desayunar. Debajo de la escalera les dieron una chocolatada aguachenta y un pedazo de pan duro. Nunca supo cuántos días pasaron sin comer. Tony y María masticaban como si estuvieran devorando un manjar. En silencio, sólo escuchaban el crujir del pan en sus bocas. Ya falta poco y seguro nos vamos, decía el Tony. Nos vamos al parque, un día de sol radiante, hacemos un picnic en el parque y ya, ya pronto nos vamos de acá, decía el Tony. El primero que salga lo organiza, decía, pero primero le avisa a la familia del otro que estamos acá.

Frente al espejo del baño María se puso rimel y se pintó los labios de rojo. Se perfumó, agarró el bolso, salió a la calle y paró un taxi.

Otras personas pasaron por debajo de la escalera en aquellos días, le hablaron a María y María también les habló. A algunos incluso pudo verles la cara, saber de sus familias. El Tony ya no estaba, o estaba, sí, pero no estaba debajo de la escalera. María sabía, porque escuchaba la radio otra vez. Nunca supo cuántos días escuchó la voz suave del Tony transformada en otra cosa. Lo que sí recuerda, es la noche en que dejó de escucharla.

El bocinazo del taxista la obligó a mirar la calle. Un hombre intentaba cargar más cartones de los que podía llevar en su bicicleta. El auto avanzaba veloz por una avenida ancha con carteles publicitarios, edificios, shoppings. María bajó la vista y volvió a leer la última página de su cuaderno amarillento. Después el taxi frenó.

Seguía debajo de la escalera con los ojos vendados cuando escuchó venir a los guardias, a los gritos, arrastrando a alguien, al Tony, sintió que respiraba con dificultad, que empujaron y tiraron como si fuera una bolsa de cemento justo al lado de ella. El taconeo de las botas se fue alejando hasta apagarse pero el olor rancio de los guardias permaneció en el ambiente. María esperó hasta estar segura. Esperó unos segundos o unos minutos, nunca lo supo. Apenas lo tocó, sacó la mano y gimió del susto. Sintió su piel cortada. Respiró y volvió a tocarlo. Sus dedos se humedecían al pasar por las heridas, el cuerpo estropeado, la piel hinchada. Lloró en silencio y lo abrazó, intentando no lastimarlo, lo abrazó con ternura, lo abrazó como pudo, lo abrazó toda la noche. En un momento, el Tony tomó su mano y la apretó fuerte. Dijo algo que María nunca llegó a entender. Hay que estar tranquilos, le dijo María, pero el Tony estaba inconsciente. Hay que estar tranquilos, va a estar todo bien, le dijo, pero el Tony ya no la escuchaba.

Al llegar a tribunales, María sintió el abrazo cálido de sus compañeros y pensó en el amor. En el amor como esas flores que crecen entre las grietas de los muros. Que se obstinan en nacer e irrumpen, indómitas, con prepotencia de ternura.

Después, entró en la sala de audiencias y cuando la jueza le preguntó, respondió que sí, que juraba decir toda la verdad.

[email protected]