Empezamos mal. Esa mañana el despertador sonó quince minutos más tarde. Sé que no hay manera de que eso pase sin una mano humana que lo programe, pero pasó. Salí volando a meterme bajo la ducha. Todo iba a tener que ser más rápido de lo habitual para ganarle esos quince minutos al tiempo. Parecía que iba todo bien hasta que el problema apareció al abrir el cajón de las medias. Medias. Un miserable par de medias. Eso pedía nomás, que estuvieran emparejadas, que fueran del mismo color y de la misma textura. Me pregunto: ¿Es tan complicada esa pretensión? Parece que sí. Ya me había calzado una, todo bien, azul, del color del pantalón que ya tenía puesto. Pero, ¿y la otra? Nada. En el cajón no estaba. Revolví todas, una y otra vez, insultando. Busqué y rebusqué, y nada. Salí del vestidor saltando en un pie, como una garza, hasta el canasto de la ropa sucia. Mientras seguía buscando la media que completaría el escurridizo par, me puse a pensar adónde iban las medias que desaparecían. Porque es así: siempre falta una media. Y no quedan en el lavarropas, ni se caen en algún rincón, tampoco están en el fondo del canasto de la ropa sucia, ni en la que está para planchar. Sencillamente desaparecen. Y empiezan a convertirse en un misterio. Pasa el tiempo y uno se encuentra con un montón de medias solitarias clamando por otra que las complete. Pares de medias que ya no son pares. Habría que preguntarse si existen los cementerios de medias, como para saber si están ahí y han roto la pareja al ausentarse primero. O, tal vez, si existe un Triángulo de las Bermudas de las medias. Un  lugar en donde desaparecen misteriosamente, dejando a la otra abandonada a un futuro de defunción forzada. ¿O algún agujero negro tal vez? Uno que chupe sólo medias. No sé. Pero es un tema de cierta gravedad porque resiste a cualquier tipo de lógica. No es un tema menor. Por ejemplo en mi caso, con un atraso encima que no me permitía detenerme más tiempo en el asunto, tuve que salir de mi casa con una media azul en un pie y con una media gris en el otro. Confiaba en que el largo del pantalón cubriera la asimetría, pero para decir verdad el hecho me hizo sentir inseguro. Iba a ver a un cliente importante, tenía que viajar en mi auto durante una hora y media y ya llevaba veinte minutos de atraso. Ahora eran dos temas no menores: medias de diferente color y un atraso considerable. Subí al auto casi en estado de enajenación, ni bien tomé la ruta pisé el acelerador de tal manera que la quinta parecía quedar corta. La ventaja la tenía en que la carretera era tranquila, a comparación con otras. Si bien no era autopista, y por lo tanto era de doble mano y angosta, encontré que el tránsito a esa hora de la mañana resultaba bastante calmo. Tuve que acomodarme atrás de una camioneta porque estábamos en el comienzo de una curva. La camioneta, por su parte, se pegó a un camión inmenso que iba adelante y mucho más despacio. De pronto la camioneta decidió rebasar al camión, se abrió de forma intempestiva y aceleró. Yo pensé: este tipo está loco. Y estaba nomás. Inmediatamente, al ver que venía un auto de frente tuvo que volver a entrar en el hueco entre mi auto y el camión, con lo que me obligó a frenar para dejarle espacio. Lo logró, volvió, pero el auto que viajaba en sentido contrario y que ya venía demasiado cerca, y también muy rápido, tuvo que clavar los frenos y dar un volantazo. Eso hizo que se saliera del pavimento y que empezara a dar mil vueltas sobre su eje como un trompo enloquecido. Ocurrió todo con una loca rapidez. Lo único que pude distinguir con claridad fue la cantidad de arreglos dentales del dueño del auto que venía de frente, porque en una de esas vueltas subió al pavimento y pasó junto a mi auto a una distancia ínfima, casi como para pensar que su conductor venía sentado junto a mí. Pero no, venía de frente, con la boca abierta, con una cara de terror que jamás vi y creo que nunca más veré. El auto pasó a escasos centímetros del mío, sus espejos laterales entrechocaron con violencia. En ese momento mi auto mordió la banquina y también empezó a girar. Sentí como todo, de pronto, dejaba de tener sentido. Como eso que venía siendo una preocupación se iba disolviendo en la nada. Literalmente: la nada. Ya no había futuro del que preocuparse ni pasado que lamentar. Solo era ese instante donde yo estaba siendo pero empezando a no ser.

Y sin embargo por unos segundos, fracciones de segundos, pensé que si me moría en esa ruta, si me tenían que trasladar en una ambulancia: iban a darse cuenta de que tenía dos medias de diferente color en los pies.

Fue una fracción de tiempo, ínfima. Mientras apretaba mis manos sobre el volante se hizo una oscuridad casi total, apenas salpicada por pequeños destellos luminosos. Después mi cerebro en un blanco absoluto. Todo lo importante hasta ese momento pasaba a ser invisible. Desaparecía.

El auto dio tumbos, saltos, y paró. Yo venía escuchando un tema de B.B.King, y cuando todo se calmó el Negro seguía cantando. Su voz estaba ahí y yo la estaba escuchando. Eso me hizo pensar: entonces yo estoy vivo.

Renunciar a mi trabajo ha sido uno de mis mejores logros. Mandar a mi mujer a la mierda, otro. Dedicarme a la música con más ganas: una elección inmejorable que me ha pacificado. Andar en bicicleta un hallazgo que me da mucho placer.

Sigo escuchando a B.B.King. Y sobre todo: me compro medias siempre del mismo color.