Desde Barcelona
UNO Días atrás, Rodríguez se puso a leer las primeras noticias del año cuyo solo objetivo, se sabe, no es otro que el de sintetizar lo que vendrá a lo largo de los próximos doce meses. Muestra no gratis (nada lo es) pero sí representativa y sintética. Es decir: risas y lágrimas y, entre unas y otras, aullidos de furia más o menos contenida por las seguramente cuantiosas muestras de estupidez humana siempre abundante más allá de toda fecha y festejo. 

Así, las precisiones acerca de los primeros bebés llegando al mundo y la muerte de ese niño de tres años atragantado con las uvas findeañeras. Así, lo que se gastó en la última cena no del hijo de Dios sino de sus millones de criaturitas (más que en la Noche Vieja del 17, según las estadísticas) y lo de ese tipo que se voló la mano jugando con un coleguita a una variante de ruleta rusa con petardo. Y la Derecha y la Izquierda y el Centro. Y entre tanto fuego artificial y campanada acústica, un titular que a Rodríguez no pudo sino llamarle la atención. “Detenido un conductor en Ibiza tras dar positivo en todas las drogas detectables / El hombre circulaba en la madrugada de Año Nuevo de manera temeraria por el centro de la ciudad”, leyó en el site de El País. Y lo primero que se preguntó Rodríguez era, claro, cuáles eran “todas las drogas detectables” y no demoró en enterarse, unas líneas más abajo, que el detenido de 31 años había “resultado positivo en la ingesta de cocaína, metanfetamina, opiáceos, cannabis y anfetaminas. La prueba de alcohol dio negativo”. Inmovilizados sujeto y automóvil, los policías encontraron “26 pastillas de diferentes tipos –20 rosas y seis moradas– y dos envoltorios con una sustancia que podría ser cocaína. Además, decomisaron un paquete con una sustancia de color marrón y un peso de 0,15 gramos, que puede ser heroína”.

Al tipo, estaba claro, le iba la marcha y la aceleración y andaba con muchas ganas de felices fiestas. Y entonces Rodríguez se puso a hacer lo que muchos que escriben (o que quieren escribir) hacen: a falta de rostro y nombre se lo imaginó a partir de referentes ya imaginados por otros. Dos modelos posibles, se dijo. El más obvio, claro, era el de Patrick Bateman: el American Psycho de Bret Easton Ellis. Una máquina de matar entrando y saliendo de discotecas ibicencas con (ya la descubrirían los policías) sierra mecánica en el baúl. Pero a Rodríguez le pareció demasiado obvio. Así que optó por un segundo modelo: Jeffrey  “The Dude” Lebowski volviendo a casa a velocidad mínimo y –pequeños ajustes– dando positivo en cannabis, cannabis, cannabis, cannabis, cannabis y (vodka, licor de café, leche condensada) dos o tres White Russians. 

DOS Este 18 de enero se cumplirán veintiún años –mayoría de edad– del estreno de The Big Lebowski de los hermanos siempre unidos Joel y Ethan Coen. Lo que no quiere decir que el film en cuestión haya madurado: sigue tan fresco como siempre y tan completamente irresponsable de sus actos como en 1998. Y lo cierto es que al ser proyectada por primera vez dentro de la programación del Sundance Festival de ese año a muchos no les gustó nada y a otros tantos le pareció una taradez luego de las alturas alcanzadas por los Coen en su anterior y oscarizada Fargo. Aquí, de pronto, otra trama girando alrededor de un secuestro de esos que no sale según lo planeado; pero sin nada de la gravitas (que no se privaba de su humor ya característico) de aquellos paisajes nevados y fríos. Aquí, la soleada y tóxica Los Angeles y un reparto de iluminados y divinos idiotas como el irresponsable y eterno slacker/pasota Jeffrey “The Dude” Lebowski (personaje que invita también ser llamado “Su Dudesidad... Duder... o El Duderino si, ya sabe, a usted no le atrae lo de la brevedad”) y, también, por el que no será recordado sino jamás será olvidado Jeff Bridges, reciente muy merecedor de un Golden Globe a toda su trayectoria), el colérico veterano de Vietnam Walter Sobchack (el inmenso John Goodman) y el pobre y ceniciento de Theodore Donald “Donny” Kerabatsos (con esa cara y cuerpito de Steve Buscemi). Tres camaradas de bowling en duelo eterno contra –gracioso reparto coral en estado de gracia y sobre el que parecía flotar lo mejor del método de Robert Altman– su archinémesis bolística Jesús “The Jesus” Quintana (John Turturro). Y quienes se meten en problemas que involucran a secundarios de primera: millonario lisiado y descendiente directo del Potter de It’s a Wonderful Life (el Gran Lebowski de la ecuación, The Dude es el humilde aunque inconmensurable Lebowski), arte vanguardista, esposa-trofeo, neo-nihilistas germánicos, cowboy  crepusculares, mayordomo obsecuente (Brandt, uno de los más breves pero mejores roles del por siempre extrañado Philip Seymour Hoffman), actores porno, guionista de serie de t.v. en pulmón artificial y el amor por Credence Clearwater Revival y el odio por The Eagles (y muy de acuerdo con eso, piensa Rodríguez). Todo eso y mucho más que –si se lo mira con los ojos entrecerrados– despide destellos deformados (muy) de The Big Sleep de Raymond Chandler. Algo que fue en su momento un relativo fracaso de taquilla y de crítica pero, que al poco tiempo fue considerado por el National Film Registry como “obra significativa en lo que hace a lo cultural, lo histórico o lo estético” y portador de un soundtrack de antología donde destaca el uso alucinatorio del la-la-lá-la-la-la-lá de “The Man in Me” de Bob Dylan. Y –cuántos clásicos del cine han conseguido algo así, sobre todo si pronuncian las palabra fuck 260 veces en 117 minutos– se convirtió en escuela filosófica y religión alternativa seguida por miles de autodenominados achievers reuniéndose año tras año en festivales o retiros espirituales para jugar a los bolos, beber White Russians y practicar lo que ya se conoce y está registrado como Dudeísmo o la Iglesia del Dude de los Últimos Días y cuya santa reliquia es una alfombra meada (también, hay que decirlo, se han bautizado en el nombre de The Dude a dos variedades de arañas africanas: la Anelosimus biglebowski y la Anelosimus dude). Porque, sí, “The Dude abides”. Verbo y mantra y único mandamiento –abide– que puede traducirse y utilizarse indistintamente como acatar, obedecer, soportar, atener, tolerar, aguantar, someter, mantener, esperar. Todas esas cosas que The Dude (inspirado en el primer distribuidor de los Coen y al que el doblaje y subtitulado español le faltó el respeto convirtiéndolo en El Mota) hace o no hace o no se da cuenta que hace o no hace y qué le va a hacer. Y los Coen ya se han cansado de explicar que –a diferencia de lo que sí tienen en carpeta para Barton Fink– jamás filmarán una secuela de The Big Lebowski ¿Por qué? Fácil. Porque The Dude no tiene ganas, porque está muy ocupado no haciendo nada y esperando que así sigan las cosas sin importar demasiado eso de –como nos informa ese cowboy despidiéndose– haya “un pequeño Lebowski” en camino. 

TRES Rodríguez vuelve a ver The Big Lebowski y se la sabe casi de memoria y hasta piensa en insertarle escenas nuevas con cameos de Joan Didion o James Ellroy o Eve Babitz o Warren Zevon. O incluso hacer que The Dude se cruce con ese aprendiz de Dude que es el casi plagio (para Rodríguez el único faux pas en la siempre original obra de Thomas Pynchon) que es el Larry “Doc” Sportello de la novela Inherent Vice y, más tarde, inevitablemente, de la muy coenística adaptación cinematográfica que hizo Paul Thomas Anderson. Pero lo mejor de todo es lo que ya está ahí. Todo eso que se dice allí suspirando o a los gritos (el guión tiene casi tantas frases “citables” como el de Casablanca) y, entre todas sus palabras, la favorita de Rodríguez, es lo que dice el siempre inestable y más inflamable que el napalm Walter Sobchack (John Goodman inspirándose en los modos y maneras del ultra-conservador director de cine y guionista John “Apocalypse Now” Millius quien se autodefinió como “Anarquista Zen” y “Samurai Americano” y “Surfer Patriota”) advirtiendo una y otra vez a todos aquello de “You’re entering a world of pain”. Estás entrando en un mundo de dolor, sí. 

Lo que no es sino otra manera de decir que –ay, ay, ay– hay que aguantar y soportar y esperar y rezar por no dar positivo en todas las desgracias posibles.