I

A los cincuenta y ocho años John Steinbeck no se tragó el verso de la madurez. Del mismo modo que había escuchado las vibraciones de la Norteamérica profunda, liberal y depresiva de los años ‘30, afinó su oído para atender los mensajes que le enviaba su cuerpo. Las señales no variaban de las que venía recibiendo desde la adolescencia. Cada vez que oía las sirenas de un barco o veía un avión subrayando el cielo celeste, sentía que una pluma de alambre le tocaba la piel. La remota posibilidad de vagabundeo lo dejaba, en sus palabras, con “la boca seca, los ojos vacíos, las palmas calientes y el estómago revuelto bajo las costillas”. A poco de cumplir los sesenta, a esa edad en donde lo más sencillo es asociar la imagen de la felicidad con una reposera, Steinbeck sintió que la quietud le mordía los pies, que le pedía movimiento. Su destino fue la tierra monstruosa que lo vio nacer, escribir y morir. Su transporte, un motorhome compacto como un pan lactal que bautizó Rocinante. Su compañero de viaje, “un caballeresco perro de aguas francés conocido como Charley”. Esos días de rutas, encuentros y silencios los cuenta en Viajes con Charley. En busca de Norteamérica, un libro marginal en su obra pero central en la historia que sigue.

Es un lugar común entre lectores, al menos entre aquellos que fuimos entrenados en el mundo analógico, contar cómo llegamos a un libro. Quizás alguna tara arltiana fundacional nos lleva a creer aún en el acontecimiento, en el encuentro íntimo y público con el libro. Aprovecho esa pequeña libertad que te da no tener lectores, para recordar que leí por primera vez Viajes con Charley hace más de diez años. Me lo pasó un amigo alemán en el vestuario de una pileta olímpica del conurbano. Cuando él salía del agua, yo entraba. En los bancos de madera apoyábamos los libros como si fuesen paquetes de merca y, tras cambiarnos, los metíamos en el bolso con la ropa mojada.

Desde entonces ese libro extraño se me volvió lectura recurrente y caprichosa. Previo a cada proyecto de viaje le di una lectura veloz, por lo general incompleta, siempre arbitraria. Viajes con Charley más que una crónica de viaje es un manual literario para el viajero, si es que un género así es posible. Steinbeck no sólo narra su zigzagueo de costa a costa sino que, al pasar, sin afán de sistematización, gotea consejos, guiños, observaciones más valiosas que un taller de crónica hecho en un monoambiente del microcentro porteño.

Así como algunos libros nos empujan a escribir, Viajes con Charley me puso los pies en la ruta. El efecto inmediato fue la intención de hacer un viaje similar, con camioneta, tiempo y, sobre todo, con un perro de compañía. Tuve que esperar diez años, con varios kilómetros encima y algunos sellos fronterizos en el medio, para hacer algo parecido.

II

Acá empieza la historia. Una de las historias al menos.

Todo viaje debe tener “un plan claro, conciso y razonable”, recomienda Steinbeck. Mi plan –que carecía al menos de dos de esas virtudes– era encontrarme con mi hermano mayor. Hacía cinco años que se había ido de casa, de la casa en la que vive mi mamá, de nuestra casa. Se fue para no romperse, para dejar de hundir el suelo que pisaba, para confundir a sus demonios que no distinguían la noche del día. En el equipaje de su moto –una Yamaha 125 que había dejado de pagar a la cuarta cuota-, cargó una carpa, una bolsa de dormir, dos cacharros que chispeaban al tocarse y un bolso negro con ropa. “Me voy al sur”, fue lo único que dijo, tras estar más un mes encerrado en su habitación, como si fuese el epílogo depresivo de una gira que llevaba casi dos décadas.

A los cinco días se comunicó con mi mamá. Le dijo que estaba en Bahía Blanca, que por el momento dormía en un camping a pesar de que ya era junio, que al otro día empezaba a trabajar en un lavadero de autos; en sí, que estaba vivo. Esa primera parada se estiró nueve meses. Cuando llegó el invierno, el dueño del camping le dijo que si limpiaba un galponcito del predio podía dormir ahí. Sacó carretillas, palas, latas de pintura oxidadas, sillas quebradas, y una bola de trapos enmarañados donde habían dado cría dos perras mestizas. Lo único que dejó fue un colchón que secó al sol y un cajón de madera que usaba de mesa de luz. La estadía la pagaba cortando las seis hectáreas de pasto y yuyo del camping, antes de ir a trabajar.

Por las noches, el viento frío se filtraba por la chapa del techo. Lo despertaba antes de que amaneciera. Como si fuesen las imágenes de un sueño, lo primero que le venía a la cabeza –día tras día, según me contó por chat– era una escena de su única estadía en una granja de rehabilitación. El psicólogo que lo recibió, junto a los otros pacientes, al finalizar el discurso de bienvenida lo guió hacia el fondo del terreno donde hacían las reuniones. Armó una ronda y él quedó en el centro. Se acercó hacia él rompiendo el círculo y le pidió que cuente en voz alta por qué estaba ahí. Luego le pasó una pala ancha y le dijo que debía hacer un pozo de su altura. Mi hermano, como un sepulturero asustado se puso a cavar. Cuando terminó, el psicólogo lo felicitó y le pidió que tape el agujero con la tierra húmeda que había sacado.

Mi hermano trabajó la temporada de verano en el camping y antes de que venga otro invierno continuó hacia Carmen de Patagones. Allí no estuvo ni una noche, según nos contó. En una estación de servicios le dijeron que en Cipolleti estaban pidiendo gente en las chacras, que era la época de recolección de peras y manzanas. Para dejar tranquila a mi mamá, con la cabeza de sociólogo laborista, le conté que las condiciones de los peones rurales habían mejorado. En los diarios figuraban estadísticas de blanqueos y avances en investigaciones sobre la trata de personas y del trabajo infantil. Sin embargo, estas palabras eran goma espuma para ella. En cuanto mi hermano pudo alquilar una casita, lejos de la ciudad pero pegada al río y a la chacra donde trabajaba, fue a visitarlo.

Durante estos cinco años tanto mi mamá como mi papá, por separados, lo fueron a visitar. “Es otro” decían al regreso, coincidiendo después de veinticinco años en una misma frase. Yo no me imaginaba en qué podía haber mutado. Tenía que retroceder hasta la pre–historia familiar para encontrar una imagen que no estuviese empañada por drogas y alcohol. Por mi parte, cada tanto lo llamaba por teléfono o le chateaba por facebook. En el tono de su voz o en la sintaxis de sus palabras buscaba ese cambio, una pequeña variación, un gesto de ese otro que cuando lo encontraba me sonreía con la mueca oscura de la esperanza.

III

Acá, en algún momento, empieza otra historia.

A fines del año pasado, un trust holandés compró la chacra en la que estuvo trabajando mi hermano. El proceso de modernización incluyó el despido de veintitrés trabajadores permanentes. Uno de los nombres de la lista era el de mi hermano. Pese a que le insistimos para que venga a pasar las fiestas a Buenos Aires, él continuó en Cipolletti. Los primeros meses se mantuvo con la rapiñada indemnización; luego haciendo el delivery de una pizzería por menos de dos mangos. El 13 de febrero fue su cumpleaños. Ante cada llamado, una voz mecanizada nos decía que la línea estaba fuera de servicio. Por facebook tampoco respondía a los mensajes, ni siquiera le clavaba el visto a cada chat. La última noticia que tuvimos de él fue que había dejado la casa que alquilaba y se había mudado a una pensión. Nos lo contó el dueño. Y agregó que le había dejado los muebles, incluso la heladera y un equipo de música, porque le debía los últimos tres meses.

Por el tipo de trabajo que tengo soy el único de mi familia que puede hacer un viaje de imprevisto. Averigüe pasajes aéreos a Neuquén y salí espantado. Un amigo me ofreció su auto a gas. Nunca había manejado solo tantos kilómetros. Antes de que la idea tome forma y disposición pensé en Atilio como compañero de viaje. Hubiese sido ridículo consultarle; con sólo verlo saltar al auto apenas abrí la puerta del conductor dejó en claro que me acompañaría hasta el fin del mundo, siempre y cuando no se lo pidiera en palabras.

IV

Acá continúa la segunda historia.

Una vez leí en uno de esos decálogos para jóvenes escritores que alcanza con nombrar un detalle para describir a un hombre. Si la noción es extensible a los perros el rasgo para señalar a Atilio es, sin dudas, sus orejas. Las tiene negras como su cuerpo de doberman enano y largas hasta la punta de su hocico marrón. Durante la mitad de los más de mil kilómetros hasta Cipolletti las tuvo afuera de la ventanilla, planeando contra el viento como alas de un murciélago extasiado. La otra mitad estuvo acurrucado en el asiento del acompañante, adormecido por el dulce y monótono oscilar de la RN5.

Hicimos noche en Santa Rosa. Los últimos kilómetros los manejé despierto gracias a la magia negra que salía de los parlantes del auto. A pesar de que llevaba la carpa en el baúl, me detuve frente a las luces de una hostería rutera. La veía difícil que nos dejaran compartir la habitación; sin embargo confiaba en la capacidad de Atilio para ablandar piedras con su mirada. “No se puede”, me dijo la chica de la recepción apenas nos vio entrar. Atilio estaba atrás mío, parado como un alfil o un enano de jardín actuando obediencia. La chica –que supuse hija de los dueños-, ante la ausencia visible de huéspedes más que por ternura, agregó “Si duerme en el suelo no hay problema”.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba un café con leche con más azúcar que una botella de coca–cola, volví a mandarle un mensaje a mi hermano. Esta vez por whatsapp. Sólo una tilde negra apareció pegada al punto final. Lo llamé a Atilio que estaba tirado en la puerta de entrada y salimos a la ruta. En el gps del celular puse la dirección de la pensión que me habían pasado. Era el único dato que tenía, lo más parecido a un destino. Cada vez que aparecía un cartel con la cuenta regresiva hacia Cipolletti levantaba el celular: nada. La ruta estaba vacía. A cada uno de sus lados se veían filas de silobolsas como gusanos dormidos. Atilio, con la lengua colgando por un costado, miraba la llanura por la ventanilla; una especie de sueño húmedo para un perro acostumbrado a ver salir el sol desde un balcón.

V

Acá se juntan las dos historias y todo esto parece tener un fin. O no.

No me sorprendió cuando un hombre calvo que atendía la pensión, me dijo que mi hermano se había ido hacía cuatro días. Sí me llamó la atención cuando me contó que no le quedó debiendo ni un peso. A pesar de que todo el escenario era previsible sentí una tristeza profunda, de esas que no te sacan ni una lagrima. Era pronto para volverme. Pregunté dónde quedaba el río Negro y encaré despacio. Cada vez que mi hermano me contaba algo bueno de Cipolletti estaba vinculado a ese río. Estacioné frente a unas parrillas públicas. En la despensa de un camping compré unas costillas de ternera, dos chorizos y unas batatas para tirar a las brasas. Con Atilio fuimos a buscar leña y hojas secas. El sol estaba fuerte, pero debajo de los tilos se estaba bien. Comimos mirando el río mudo. Cada tanto una rama crujía en lo alto y caía al suelo. Atilio la buscaba y me la traía para que se la tirara lo más lejos posible. Cuando me fijé la hora en el celular vi dos tildes turquesas en el chat que tenía con mi hermano. Iba a escribirle pero vi que él lo estaba haciendo: esperé. “Estoy bien”, dijo. “Toy en chile trabajando en una mina”, dijo. “Avisale a la vieja”, dijo. “TKM”, dijo.

En seguida escribí una respuesta pero antes de apretar enter la borré. Cuando empecé a calcular cuántos kilómetros había de Cipolletti a Chile, Atilio se me acercó y me tocó la mano con una rama que tenía en la boca. Se la saqué de entre los dientes y la tiré bien alto, hasta la orilla del río. Atilio se metió a buscarla. Con una mano de visera seguí sus movimientos. En un costado del cuerpo sentía el calor de la parrilla. Iba a limpiarla pero me quedé mirándolo hociquear el agua. La rastreaba más con el olfato que con el tacto. Parecía que la rama había desaparecido, que se había hundido en el barro, que se la había llevado la corriente. Igual insistía. Atilio se metió unos metros adentro. Tenía agua hasta el cuello. Desde lejos sólo se veían sus orejas. Las sacudía para ambos lados, confundido, perdido, como si estuviera buscando algo que ni siquiera recordaba su forma.