“Gracias a Satanás por haberme ayudado a componer este papel” dijo Christian Bale en la última entrega de los premios Golden Globe, cuando se alzó con la estatuilla por su caracterización de Dick Cheney en El vicepresidente. La frase del actor fue enunciada con su usual acento galés, no como una mera provocación sino como una muestra de principios o, podríamos pensar, como una parte más de su proceso de recuperación, después de haberse metido, con su usual estilo epidérmico, en la piel del vicepresidente más poderoso de la historia de Estados Unidos. Proceso que le llevó a desordenar su dieta y aumentar 20 kilos, vivir con una prótesis de un hombre de sesenta años y entender un poco por qué las guerras de Medio Oriente, el petróleo y la Casa Blanca siempre mantuvieron una estrecha relación.

¿Cómo llegó Bale a negociar con el demonio para entender a su personaje? Por una obsesión de su director, Adam McKay. Durante los últimos años, McKay estuvo dándole un giro bastante interesante a su carrera. Ex director de piso de Saturday Night Live, las películas que hizo durante gran parte de la primera década del 2000 no se caracterizaban por ser, podríamos decir, “políticas” o sobre políticos. Su nombre está asociado a eso que se conoce como “nueva comedia americana”, con gente como Judd Apatow, Will Ferrell y Paul Rudd. Tiene varios tanques cómicos en su prontuario: The Other Guys, Rocky Bobby y, hoy quizás un clásico, The Anchorman 2, con Will Ferrell como un tiránico periodista de un noticiero (algo así como un Nelson Castro con más onda). Sus comedias se basan en un guion de hierro, actuaciones al servicio del gag y al borde del clown, puestas en escena rígidas y poco inventivas; no son comedias de humor físico, sino de guión, del chiste, de palabra. Ahora viene pateando el tablero y con El vicepresidente terminó por virar hacia la sátira política y el cine, digamos, serio. Su película toma una de las figuras más problemáticas y poderosas del Partido Republicano de Estados Unidos; un retrato irónico y bastante sensible, con ideas extrañas (o quizás en desuso),  que recorre, a lo largo de dos horas de duración, los últimos cuarenta años de la reciente historia política norteamericana.

Contó McKay en una entrevista para The Hollywood Reporter, que la idea le surgió diez años atrás, y volvió a aparecer cuando Hillary Clinton perdió ante Donald Trump. Leyó varios libros sobre la historia de Dick Cheney, y se convenció en hacer una película sobre un político. Pero, ¿qué podía ser atractivo sobre un hombre que se había pasado la mayor parte de su vida en un escritorio, monitoreando guerras y haciendo negocios? ¿Qué podía aportar una historia como la Cheney al presente? “Esta es la historia de por qué llegamos a donde llegamos”, dice McKay. Su figura debía ser rescatada, no tanto por sus virtudes, sino por el modo que tuvo de operar en la política global. 

La película tuvo luz verde en el año 2016 (Brad Pitt y Will Ferrell, dos pícaros progresistas declarados, figuran entre sus productores asociados). Hubo un par de idas y vueltas hasta que se puso en marcha con Christian Bale a la cabeza. “El siempre fue mi plan A. Nunca hubo plan B o C. Escribí el guion pensando en él”. Bale y McKay habían trabajando juntos en su película anterior, The Big Short. Una comedia sobre el crack financiero del 2008, durante la era Obama, que reúne a varias estrellas: Brad Pitt, Steve Carrell, Ryan Gosling y el propio Bale. En cierto modo, esta película marca la ruta estética que McKay retomaría con El vicepresidente. Una suerte de parodia con distanciameiento didáctico, al estilo Bertolt Bretch, que explica por qué ocurrió la burbuja inmobiliaria y por qué fue uno de los desastres financieros más importantes del nuevo siglo.

Ahora le tocaba el turno a la Casa Blanca. Y cuando leyó el guion, Bale se preguntó que carajo había visto McKay de Cheney en él, pero, confiado en su director, dijo que la haría. Pero “hacer” para Bale es “deshacer”: poner su cuerpo y su vida al servicio de la película y del personaje. En una de sus usuales inmersiones completas, se empezó a convertir lentamente en Cheney,  estudiando como un maniático cada movimiento en cientos de videos por youtube. Bale le mandó un mensaje de texto a su director y le dijo: “¿sabés lo jodido que va a ser esta película?”, para demostrarle que estaba totalmente entregado al proyecto. Y lo fue. Fue jodido. O al menos, valió la pena. Porque Bale ofrece una de las mejores caracterizaciones de su vida, de las que pesan fuerte para la próxima edición de los Oscars. Si bien es cierto que Amy Adams, en el papel de su esposa, está muy bien (también tuvo que subir de peso y andar con una prótesis), y que Steve Carrell como Donald Rumsfeld no está nada mal (Sam Rockwell como George Bush Jr., abusa un poco del tono texano), Bale está descomunal.

Titulada Vice en el original, jugando con el doble sentido de vicepresidente y vicio, la película retoma los mismos recursos cinematográficos que The Big Short: estructura dinámica, voz en off con un host misterioso, inserts históricos, ritmo y más ritmo, y toda clase de permisos creativos. Comienza con el ataque a las Torres Gemelas, y cómo Dick Cheney, solo, sin ayuda del presidente Bush, planeó en pocos minutos la guerra contra Irak que vendría años después. En un largo flashback, McKay se toma el trabajo de explicarnos quien fue Cheney y cómo llegó a estar sentado decidiendo él, y no su presidente, lo que se haría en materia de política exterior antes de que el segundo avión se estrellara contra la otra torre. Repasa sus orígenes en Wyoming, la universidad y su aprendizaje como segundo de confianza de Donald Rumsfeld. Su ascenso a jefe de Gabinete en la era Nixon, su paso como congresista de Wyoming, y luego de diez años en el sector privado (básicamente en petroleras), cómo fue tentado por Bush hijo para acompañarlo en la fórmula para la presidencia en 2000.

Como en la irritante voz de Kevin Spacey en House Of Cards, la película explica, con recursos gráficos de pizarrón, cómo Cheney terminó armando un gabinete paralelo dentro de la propia Casa Blanca, amparándose en recursos legales que le permitían un acceso directo al servicio de mensajería interna (mails que fueron rigurosamente desaparecidos cuando abandonó su puesto). Según El vicepresidente, Bush era apenas un títere de su vicepresidente, y en varias oportunidades las decisiones eran tomadas previamente por Cheney y su equipo, antes de que pasaran por Bush. Quizás, la decisión más inteligente de Bush en toda su presidencia, piensa McKay mientras espera saber si su paso por la dirección de películas más serias le permitirá competir por los Oscars, haya sido justamente esa: la de haber tenido (bien para él, mal para el resto del mundo) a un tipo como Dick Cheney a su lado.