Que Donald Trump sea el presidente de los Estados Unidos encierra, en principio, una mala y una buena noticia para el gobierno (lo que implica, automáticamente, una buena y una mala para la Argentina). La mala para el gobierno es evidente: se le cae como un castillo de naipes la construcción cultural de su pretendida “inserción en el mundo globalizado” que superaría “doce años de aislamiento”. Si Trump concreta en los hechos su entusiasmo verbal por el aislamiento, quedará en offside la propaganda macrista que invitaba a caminar, naturalmente, hacia un “capitalismo moderno”, donde las mercancías fluirían con libertad y felicidad, sin obstáculos populistas.

Una mirada supersticiosa alegaría que este gobierno tiene mala suerte. Que le crecen los enanos. Todavía no había terminado de asimilar al Papa peronista cuando le apareció un Trump que amenaza con desalentar negocios ya consensuados con la favorita Hillary. Un desplante inesperado, casi en pleno altar, que desconoce años de trabajo fino, de relaciones carnales por debajo de la mesa, de negocios compartidos con los buitres y visitas más que amigables a la Embajada. Hasta ahora, la reacción del mejor equipo de los últimos 50 años fue ratificar el rumbo económico. Reflejo que lleva a pensar que a la cuota de mala suerte habría que añadirle una dosis de impericia dogmática. El gobierno debería reparar en un ejemplo de la historia reciente: Carlos Menem –tan inescrupuloso como los líderes de Cambiemos, pero más astuto y pragmático– era un caudillo populista y tercermundista al que un día se le cayó el Muro de Berlín. Sin pruritos ideológicos, el riojano se sumó como furgón de cola al Consenso de Washington y entregó el país a la nueva ola globalizadora. El previsible equipo económico de Macri, al que le van a construir un Muro económico, está a tiempo de dar la sorpresa y pegar el volantazo. Sería cuestión de taparse la nariz y subirse a la flamante marea proteccionista, alentando la sustitución de importaciones, la obra pública y el consumo interno. Podría, inclusive, priorizar su preocupación esencial, manteniendo todos los negocios familiares. Desde empresas constructoras hasta supermercados, a priori no le faltarían voluntarios para orientar “keynesianamente” sus ganancias todoterreno. Pero el gobierno no lo hará. Los liberales ortodoxos no son pragmáticos. Prometen aire fresco para la economía. Dicen ser permeables y receptivos frente a los desafíos del siglo XXI, pero ideológicamente no se mueven un milímetro del siglo XIX, cuando se decidió la división internacional del trabajo: Argentina debe exportar materias primas e importar todo lo demás. De allí no los saca nadie. Mueren y matan con esa idea.

A todo esto, ¿cuál sería la buena noticia para el gobierno? (es decir, la mala para la Argentina). Si concreta lo que prometió y ya está empezando a cumplir, la gestión de Trump servirá como espejo para el más genuino “sinceramiento” macrista. El presidente argentino, los funcionarios y sus comunicadores podrán así despojarse definitivamente del relato M que más les costaba sostener: la fantasía inducida de que Cambiemos encarna un modelo civilizado y cosmopolita, atravesado por bicisendas y gestos de relajación new age. Ahora ya no hace falta. Con la ayudita involuntaria del salvaje Trump, la revolución de la alegría terminó de ponerse seria y unas cuantas expresiones vacías –diálogo, consenso, que viva el amor– fueron  reemplazadas por otras –enemigos, terroristas, delincuentes extranjeros–, cargadas con el peso de nuestra historia. Los liberales argentinos se sienten finalmente liberados del yugo democrático –un collar incómodo del que lograban escapar con frecuencia, hay que reconocer– y de ahora en más se mostrarán como lo que siempre fueron: unos burgueses con pocas luces que, cuando se asustan, meten miedo.