La violencia contra las mujeres está lamentablemente a la hora del día y, si  bien ella no es nueva, cabe ubicarla bajo la perspectiva de ciertos ángulos de nuestra contemporaneidad. Históricamente en la Argentina las cifras oficiales a nivel nacional sobre violencia contra las mujeres fueron escasas. Los únicos registros al alcance consistieron en aquellos provistos por organizaciones de la sociedad civil, que recolectaban datos de noticias policiales en medios. Pero desde hace pocos años es posible saber –oficialmente– que una mujer muere por día víctima de femicidio en algún punto del país. Se dirá que la violencia contra las mujeres ha existido siempre  y que la dominación sobre ellas es una constante en el marco del sistema patriarcal, pero la particularidad de la violencia actual estaría dada por el ocaso de ese régimen y –según nuestra idea– es ese ocaso el que da forma a la brutalidad con la que emerge. Detengámonos en la palabra “ocaso” para precisar que no es el equivalente a “desaparición” sino afín  a declinación en la que algo pervive pero ya no reviste el valor de antaño. Conviene también diferenciar patriarcado de machismo, términos que se confunden en los estudios dedicados a esta problemática y que urge distinguirlos tal como lo haremos en este libro. En principio la palabra “patriarcal” alude a “padre” mientras que el vocablo “machismo” alude a “macho”, es decir que no son equivalentes. Si el padre tiene un estatuto simbólico que sobrepasa la reproducción: padre de una idea, de una Nación, de un movimiento, de una doctrina etc., macho solo remite a un animal de sexo masculino o a un hombre en el que se destacan las cualidades tradicionalmente consideradas masculinas como la fuerza, la virilidad o el vigor. Podemos adelantar que el machismo presente en la violencia contra el sexo femenino es signo de la decadencia patriarcal ya que se apela a la fuerza cuando no hay autoridad. Conviene diferenciar ambos términos y recordar que justamente Lacan consideró a la exaltación viril como... femenina1. No cabe entender esta afirmación bajo la forma de una desvalorización de la mujer sino que Lacan quiso indicar que es de “poco hombre” tal mostración.

Tal exaltación se muestra bajo el ejercicio de la violencia y aquí los ejemplos abundan desde esos jóvenes entrenados en boxeo que exhiben las marcas de su “coraje viril” cometiendo asesinatos, las barras bravas que alardean agresividad y aguante como signos de atributos de macho, la cruda vigencia de las guerras pautadas por los hombres y sus códigos hasta los negocios encarados con estrategias bélicas y los autos conducidos cual balas fálicas etc. Podríamos agregar la violencia contra el sexo femenino y toda aquella que se ejerce como demostración de “poder”. Es que incluso, sin circunscribirnos a la violencia callejera sin precedentes o a la que brota de la más brutal segregación, la violencia también está presente en el mundo de la economía y de los negocios. Obsérvese que sus héroes son impiadosos, depredadores tal como lo expresa la película En buena compañía, de Paul Weitz, en la que un joven ejecutivo, para conseguir el cargo al que aspira, promete a su jefe: “Iré por ese mercado y lo conquistaré sin tomar prisioneros, eliminaré a todos los enemigos”.

¿Cómo se concilian tales observaciones con la mentada caída de la virilidad, anunciada por los discursos contemporáneos? Al respecto, cabe señalar que no fue sólo el psicoanálisis el que señalo tal descenso, sino que además de la sociología, fue la filosofía la que por boca hegeliana preanunció la progresiva desvirilización del mundo.

Cuando Kojève2 lee el libro de Francoise Sagan Bonjour tristesse afirma que en las playas de la Costa Azul descriptas por la joven escritora se pasean los varones del nuevo mundo, el de la posguerra. Hombres que tienen la molesta tendencia de ofrecerse a la mirada, desnudos, pero obligatoriamente musculosos. Las referencias al “mundo nuevo” con el tropel vanguardista de este perfil de “machos”, no dejan de tener resonancias hegelianas, incluso el título del artículo se llama: “Sagan: el último mundo nuevo”. Parece pues aludir al mundo que nace en los albores del fin de la historia preconizada por Hegel, por Kojève como su discípulo y más recientemente por Fukuyama. Este autor japonés ha sido muy controvertido, a veces se lo critica por desconocerlo, suponiendo que había creído en una culminación apocalíptica del devenir. Otras, se lo acusa de conservador por vaticinar el fin de las ideologías, es decir la universalización de la democracia liberal como forma final de gobierno humano3.

En su lectura del caso Juanito, Lacan4 se apoya en el texto de Kojève para referirse a la futura virilidad de ese niño, augurándole un lugar pasivo en sus lazos heterosexuales. Pero más allá del caso en cuestión, Lacan, en correspondencia con el filósofo, acentúa el tema de la desvirilización epocal. Miller5 afirma que la idea del declive viril, incluso su desaparición del mundo contemporáneo, no es pensable sin el declive del padre. ¿Van entonces al unísono padre y virilidad, al punto donde la caída de uno se identifique con la caída del otro?

Freud6 considera que el niño deja el complejo de Edipo a partir de la amenaza de castración proveniente del padre, o de un sustituto capaz de portar esa autoridad para la madre. El infante es presa de una elección forzada: debe elegir entre el enlace libidinal con la madre y el interés narcisista por conservar su pene, por la amenaza de castración vence este último poder. En una suerte de disyunción entre la bolsa y la vida, el pequeño aprende que optar por la bolsa que representa el incesto implica perder la vida, cabe recordar que Lacan habla del falo real en términos de turgencia vital.

El pene entonces está excluido en el circuito sexual edípico, elegir a la madre es elegir esa omisión, mientras que si se opta por la prevalencia del pene, ello implica mantener esa parte renunciando al todo. La masculinidad está pues necesariamente marcada por el padre, bajo la forma de esa amenaza que no es otra que la de la instauración de la disyunción lógica, en la que algo se perderá inevitablemente.

Freud y Schopenhauer

Dijimos que la virilidad se afirma como consecuencia de una delimitación operada por el padre, pero también debemos agregar que el triunfo del pene  sobre el incesto lleva también el sesgo de algo que trasciende al pene mismo, en el que se prefigura la paternidad futura del ahora niño. Es que el pene, para Freud, debe su investidura narcisista extraordinariamente alta a su significación orgánica para la supervivencia de la especie, entonces: “se puede concebir la catástrofe del complejo de Edipo –el extrañamiento del incesto, la institución de la conciencia moral y de la moral misma– como un triunfo de la generación sobre el individuo”7. Imposible no retrotraernos a la influencia de Schopenhauer en Freud, este filósofo extrema de tal manera el valor del genio de la especie sobre el individuo, que considera que el amor mismo es una argucia de la que ese espíritu se vale para encaminarlo a sus fines reproductivos8.

Y si nos remitimos al creador del psicoanálisis, notaremos que el énfasis puesto en la procreación indica la acentuación de un interés narcisista que paradójicamente excede al yo mismo, al servicio, entonces, de un orden que lo traspasa. Se trata aquí de una virilidad que lleva la impronta de lo que la rebasa, y que en una suerte de trascendencia inmanente conjuga dos polos en general inconciliables: el individuo y la especie.

“El individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto fin para sí mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario contra su voluntad o, al menos, sin que medie esta. El tiene a la sexualidad por uno de sus propósitos, mientras que otra consideración lo muestra como mero apéndice de su plasma germinal, a cuya disposición pone sus fuerzas a cambio de un premio de placer; es el portador mortal de una sustancia –quizás inmortal, como un mayorazgo no es sino el derechohabiente temporario de una institución que lo sobrevive. La separación de las pulsiones sexuales respecto de las yoicas no haría sino reflejar esta doble función del individuo”9.

Lo masculino aúna esa dualidad, portando la semilla de  “una institución que lo sobrevive”. ¿Más allá de la fecundación de un hijo, no se llama acaso “gran hombre” al que ha sido padre? Padre de la patria, padre de una doctrina, padre de un movimiento, padre de una fórmula, padre, en fin, de una idea.

Los significantes no tienen el mismo valor, ya en los comienzo de su enseñanza Lacan delimitó la importancia del decir fundante y luego en “Subversión del sujeto...”10 expresó a manera de adagio: “Lo  dicho primero decreta, legisla, aforiza, es oráculo, confiere al otro real su oscura autoridad.”

Ese dicho se recorta de los otros, tomando necesaria relevancia, separándose así del conjunto, trazando lo real del padre en el sitial donde se yergue lo enigmático de su poder. Si esa autoridad conferida tiene algo de oscuro es porque nunca podrá ser asimilada al registro transitivo de lo fraterno, si luego del asesinato y el acto canibalístico el padre sigue existiendo en la figura del tótem, es porque de él queda un resto imposible de incorporar por la fratria. Si en las fórmulas de la sexuación Lacan consideró al mito de Tótem y tabú y no tanto al mito edípico, es porque se trata de un mito que al mostrar el fracaso del crimen perfecto, ilustra en esa falla la real extimidad del padre. En el Seminario 2011 con las fórmulas de la sexuación, el padre real halla su localización específica a nivel de la excepción que posibilita la constitución del todo.

El padre, negador de la esencia fálica

El hombre en tanto todo se inscribe mediante la función fálica gracias a un límite en la existencia de una x que niega la función, y ello no es otra cosa que la función paterna. La castración, como operación real, se ubica  en torno a ese “algo que dice no a la función fálica” comportando para el hombre la “posibilidad de que goce del cuerpo de la mujer, en otras palabras, de que haga el amor”12.

El padre, entonces, instaura un universo masculino que no se cierra en sí mismo, ya que la existencia de la excepción, que niega la esencia fálica, abre en ese universo la apertura hacia una mujer. Tanto Freud como Lacan pensaron la posición masculina en términos de una cesión, por ello en el saber popular “caballero” es quien cede un lugar a una mujer. Si nos remitimos al texto “Introducción del narcisismo”, comprenderemos que Lacan formalizó aquello que Freud afirma cuando sitúa que el pleno amor de objeto según el tipo de apuntalamiento es característico del hombre: “Exhibe esa llamativa sobrestimación sexual que sin duda proviene del narcisismo originario del niño y, así, corresponde a la transferencia de ese narcisismo sobre el objeto sexual”.

El “empobrecimiento  libidinal del yo en beneficio del objeto” supone en Freud la operación paterna que, al conmover el narcisismo originario, da lugar a que el mismo se desplace al objeto. Nótese la correspondencia: lo que en Freud es pérdida del narcisismo, en Lacan es negación de la esencia fálica.

La declinación paterna puede entonces pensarse como desaparición de la excepción, en un mundo en el que se suprimen las diferencias y se borran las singularidades. ¿Cuál es su consecuencia a nivel de la masculinidad? Si no hay universo masculino sin un padre que, al constituirse como excepción, lo afirme al negarlo como conjunto cerrado, ¿podemos pensar una virilidad sin padre? Ella adoptaría distintas formas en las que leeríamos las consecuencias de la ausencia del “al menos uno que dice que no”. Podríamos localizar sus efectos en esa “virilidad” de la que habla Kojève, la del cuerpo que se muestra cual oropel en el exhibicionismo “macho”, el hombre que no porta emblemas de un ideal que lo trasciende, sino que gusta ofrecerse como objeto en la pasarela de las vanidades musculosas, o que quiere mostrar su poder en el ejercicio de la violencia. Notamos aquí la ineficacia de un padre para negar la esencia fálica, se infiere pues que hay machismo cuando no hay padre.

* Psicoanalista, miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

1 Ello no equivale a una feminización del mundo sino  a una, si cabe la palabra “falicización” que si toca en todo caso a lo femenino es  en tanto ellas  son expertas en su mascarada pero la esencia no deja de ser fálica. Esta precisión se aclara teniendo en cuenta la siguiente afirmación de Lacan: “El hecho de que la femineidad encuentre su refugio en esa máscara por el hecho de la Verdrängung inherente a la marca fálica del deseo, acarrea la curiosa consecuencia de hacer que en el ser humano la ostentación viril misma parezca femenina”. “La significación del falo”. Escritos 2, Bs. As. Siglo veintiuno editores, trad. Tomás Segovia,1987,p.675.

2 Kojève, A.F; “Sagan: El último mundo nuevo”. Descartes. n° 14, 1996.

3 No creo que este planteo se aleje demasiado del de Lacan  cuando dijo “Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación”, “Proposición del 9 de octubre”, Momentos cruciales de la experiencia analítica, Bs. As., Manantial, 1987, p. 22. Con esto Lacan sigue a Kojève como también lo hace el propio Fukuyama ya que en ambos, la lectura de Hegel proviene de esta influencia.

4 Lacan, J; “La relación de objeto”, Libro IV, El Seminario,   Bs. As, Paidós, 1988, pp. 418-420.

5 Freud, S; “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica”, op.cit, T XIX, Bs. As.; 1976, p. 275.

6 Freud, S., “El sepultamiento del complejo de Edipo”, Obras Completas, T XIV, trad. José Etcheverry, Bs. As., Amorrortu, 1990, p. 76.

7 Freud, S; “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica”, op.cit, T XIX, Bs. As.; 1976, p. 275.

8 Schopenhauer, A., El amor, las mujeres y la muerte, trad. Miguel Urquiola, Biblioteca Edaf, Bs. As., 2003, p. 81.

9 Freud, S.; “Introducción al narcisismo”, op.cit.; T XIV, p. 76.

10 Lacan; J; “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, Escritos II , trad. Tomás Segovia, Siglo veintiuno editores, Argentina, 1985, p. 787.

11 Lacan. J., “Aún”, El Seminario, Libro 20 , trad. Diana Rabinovich, Demont-Mauri y Julieta Sucre, Ed. Paidós, Bs. As ,1981, p. 95-8.

12 Ibíd., p. 88.