No importa cuánto nos quejemos del ananá fizz o del vitel toné, con cuánta energía cuestionemos el menú hipercalórico para las temperaturas de diciembre o el fastidio de fingir familia feliz por una noche: la Navidad es como Papá Noel, vieja y robusta, y cada año asoma a las vidrieras con esa sonrisa bonachona que Coca Cola plasmó hace casi un siglo. Porque mal que le pese al niñito Jesús, la fiesta no sería nada sin la figura gorda y reluciente de Papá Noel, de cachetes rosados y barba y pelo impecablemente blancos, quizás la única panza en el mundo que se celebra de manera unánime. Los encargados de ponerse en los zapatos de Papá Noel -no de la clase que se colaba por las ventanas de nuestra infancia y era claramente nuestro padre o tío, sino el que se sienta en el shopping, para la foto, rodeado de paquetes falsos- son muchos y muy humanos, y Todo el año es Navidad, el más reciente documental de Néstor Frenkel, los sigue uno por uno, los sienta en el decorado de shopping navideño para que cuenten sus vidas y registra el gran mecanismo que se pone en marcha alrededor de ellos, un mundo de gestión y merchandising, de locución grandilocuente y esforzada alegría que tiene como principal objetivo eso tan puro y noble: la sonrisa de lxs niñxs.

Se sabe: Frenkel es experto en losers. De la brecha que separa lo que lxs protagonistas de sus películas piensan de sí mismos y lo que se ofrece a la mirada de lxs espectadores ha hecho un territorio lo suficientemente amplio como para desplegar, película tras película, un estilo. Y sobre todo un registro perfectamente calibrado: el que permite que lxs involucradxs sean espectadores felices de sus propias intervenciones y buena parte del público perciba la ironía, la desproporción, la poca cosa. Como si concibiera a lxs humanxs en la interacción compleja de gestos y palabras con mirada y silencio, de poses y actitudes siempre provisorias, siempre al borde del derrumbe cuando se apagan las luces o las cámaras (un poco como Christopher Guest, que inventó el mockumentary y lo usó con proporciones parejas de ternura y acidez), Frenkel construyó una cantera de historias y personajes que parece inagotable porque se sustenta en un verdad tan secreta como sensible y universal: somos ridículos. Desde Construcción de una ciudad (2008) hasta Los ganadores (2016), pasando por Amateur (2011), sobre un odontólogo que buscaba hacer la remake de su propio western, las películas de Frenkel dependen tanto del hallazgo de estos personajes pintorescos, que no vacilan en entregarse a esa fiebre de visibilidad que se gestó en los noventa, como de la edición perfecta de Frenkel, que sabe hacer del timing un generador de grandes chistes, silencios incómodos y hasta belleza y melancolía.

Los Papanoeles de Frenkel están atrapados, además, en esa clase de trabajos (porque se trata de trabajo al fin, aunque las menciones repetidas a lo artístico traten de desviar el tema), como la docencia, las tareas de cuidado o el periodismo, que tantas veces se disimulan como intercambio de dinero por servicios para ennoblecerse en una retórica sentimental. Son buscavidas pero también hablan de misión, de vocación, incluso de llamado. Son varones y se decoloran la barba y el pelo, pero protejen su masculinidad con chistes remanidos. Son personajes públicos, al menos por unas semanas, pero parecen estar solos. Pertenecen además a esa generación que pudo trabajar toda la vida y jubilarse en la misma empresa, pero hacen changas. Frenkel los entrevista individualmente, parecidos a reyes en su trono, y los sigue por la ciudad, camuflados en su vestimenta cotidiana, como si se tratara de una logia no tan secreta que se delata en la barba y el pelo blancos. Y, entre Noche de paz en versión cumbia y melodías de cajita de música, entre shoppings y ferias y juguetes fabricados en China, ofrece un puñado de imágenes imperdibles de las navidades argentinas.Ó

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