Andar varios kilómetros en bicicleta por su orilla reafirma la idea de que uno puede volver al mar mil veces y encontrarse siempre con algo diferente. Claro que no es lo mismo la playa para el vendedor de helados que para el que alquila pieza con vista al océano. No todo es poesía ni inspiración, pero a veces se presentan oportunidades demasiado a mano como para dejarlas escapar. Y una de ellas es recorrer esos pueblos atestados de gente de una manera diferente a toda esa gente. Despacio pero sin caminar. En dos ruedas pero no en moto. De cara al sol pero sin tener que subirse a una tabla de surf. Avanzando entre arenas que solo parecen atravesar las 4x4. Y pecheando el viento como hacen las avionetas publicitarias. En bici.

El cicloturismo combina cierta destreza física con facilidades técnicas y el ejercicio de la contemplación. Nadie buscar ganar la medalla olímpica. Se intenta simplemente llegar a destino no como muestra de poder hacerlo rápido sino de poder hacerlo completo. La expansión de esta actividad en Argentina le dio popularidad a rutas que antes eran de culto (como el Camino de los Siete Lagos, algún cruce a Chile o la Quebrada de Humahuaca) pero también abrió itinerarios hasta entonces ignorados o despreciados. Como algunos de la Costa Atlántica.

Tuvieron que pasar muchos siglos para que las playas argentinas fueran valoradas como destinos turísticos, y otros tantos años para que los ciclistas descubrieran ahí una alternativa a la montaña, el bosque, la selva, el ripio o las sierras. Hoy es común ver bicis bordeando las orillas entre reposeras, partidos de tejo y churreros. O al menos mucho más común que encontrarse con un vendedor de barquillos, especie en extinción de nuestros veranos.

Por supuesto que hay playas y playas. Es decir: arenas y arenas. Algunas están revueltas por el viento, otras flojas por el tránsito constante de vehículos. Pero hay un tramo donde el suelo es inesperadamente firme y las condiciones climáticas favorables pueden ser previstas a través del WindGuru: los 80 kilómetros que recorren el Partido de la Costa desde San Clemente, al final de la Bahía Samborombón, hasta Punta Médanos, donde no hay más que un faro y el playón de un puerto de aguas profundas que la última dictadura ambicionó montar cerca de donde el mar escupía víctimas de los Vuelos de la Muerte.

En todo ese frente costero, la arena está más compacta por motivos que van desde la influencia natural del agua hasta la edificación contranatura a orillas del mar. La solidez del suelo estimula a ciclistas neófitos a hacer el recorrido de un tirón, al tiempo que mojonea un punto de partida “amigable” para quienes quieren seguir bajando al sur por las arenas ya flojas de Pinamar, Gesell, Mar Chiquita, Mar del Plata y Miramar.

El NO se lanzó a chequear esta ruta iniciática que eligen cada vez más ciclistas de una manera sencilla: esperando que el viento acompañe la pedaleada, incluso a sabiendas de que en cualquier momento puede rotar de dirección y hacer volar todos los papeles de la planificación. La pregunta es desde dónde conviene partir, sobre todo teniendo en cuenta que si uno no es habitante de esos pueblos deberá inevitablemente regresar al punto de inicio para volver de donde vino. Mar del Tuyú es la ciudad cabecera del Partido de la Costa y, además, está casi en el medio de todo el frente costero. Un buen hito para cargar la bici en el auto y largar desde ahí hacia donde el viento sugiera.

En el día elegido, las fuerzas eólicas soplan desde el norte. Un fenómeno no tan agresivo como el viento del sur, que viene directo del mar, mientras que el norteño va bajando desde otras latitudes y no llega a la costa con tanta furia. Lo recomendable si se va a pedalear de ida y de vuelta es arrancar con el viento en contra, ya que en ese momento hay más pila y entusiasmo que a la vuelta, cuando la bicicleta parece más pesada y las piernas piden tregua.

Ir hacia el norte desde Mar del Tuyú ofrece el beneficio de poder hacer un tramo de casi 20 kilómetros por calles internas de pavimento o arena compacta, periplo que igualmente permite ver el mar entre las bocacalles y sentir bien de cerca su rugido. Son las que unen la localidad cabecera con las vecinas Santa Teresita, Costa Chica y Las Toninas, sucedidas como si fueran barrios contiguos y sólo separadas por límites imaginarios.

Pero más allá de Toninas es cuando comienza la verdadera aventura: desde allí hasta San Clemente, el pueblo siguiente, no hay urbanización intermedia, con lo cual no queda más remedio que lanzarse a la costa. Son 17 kilómetros fabulosos de playas cada vez mas anchas y vírgenes en las que uno se entrevera con las bandadas de aves que usan esos páramos desolados para tomarse un descanso de sus largas migraciones buscando calor y alimento. Aunque ya de a poco se observa en este tramo una serie de emprendimientos inmobiliarios que amenazan con alterar la calma y también un ecosistema que muchos ambientalistas procuran proteger en una desigual lucha de poder.

Lo bueno dura poco y se nota llegando a San Clemente, donde reaparece el gentío con sus carpas, cañas, motos y camionetas buscando llegar a donde otros no saben o no pueden. Pero hay un recurso para volver a sortear la multitud contaminante aunque sea por otro ratito: entrar a la ciudad y desde allí ir a la rotonda surcada por las avenidas IX y Naval, la cual deriva en un camino vecinal de tosca que comunica con el faro San Antonio y Punta Rasa, ese vértice de arena y fango que une la parte sur de la Bahía Samborombón con el norte del Cabo San Antonio. Es decir, el preciso sitio en el que se dividen el Río de la Plata y el Mar Argentino.

La reserva natural que antecede a Punta Rasa es un reservorio de aves, plantas y multitudes de cangrejos que se entreveran entre la gente. Una postal profunda de la vieja región del Tuyú, donde como en pocas partes del mundo conviven en una inédita armonía la pampa con la playa.

Y finalmente la llegada se premia con una vista poco vista de 360 grados en la que la arena muestra los últimos dominios de su reinado antes de las aguas revueltas del río y del mar inicien su imperio profundo y misterioso. El mismo que uno desea descubrir en bici antes de tener que pegar la vuelta, ahora ya con el viento a favor y el deseo de regresar para compartirlo como la pequeña gran hazaña del día.