A partir de la controversia que ocasionó el eventual y frustrado acuerdo entre Netflix y Jorge Lanata para incluir allí una serie documental sobre corrupción en la Argentina, esta columna invita a conocer cómo se compone la oferta del servicio de streaming; cuál es su responsabilidad editorial; cómo mira Netflix  a América Latina y qué margen de acción tiene el Estado para regular la actividad.    

  Netflix es todavía el mayor exponente global de la televisión distribuida por internet. Quizás una de sus mayores disrupciones sea la forma tradicional de monetizar la producción audiovisual. Si los estudios de Hollywood hacían negocios vendiendo los contenidos en la mayor cantidad de ventanas posibles (Cine, DVD, TV), a Netflix no le interesan tanto las ventanas de exhibición sino más bien tener contenidos propios y derechos de distribución global por la mayor cantidad de tiempo, para alcanzar audiencias lo más amplias posibles durante periodos prolongados. A su vez, a diferencia de la televisión paga que se orientaba cada vez más a nichos de audiencia específicos, Netflix decide tomarlo todo y tener en su catálogo algo atractivo para cada uno.

  La tecnología también hizo su parte y le permitió a la empresa alojar y distribuir a nivel global cantidades superlativas de contenido. Durante 2017, los cinco canales de aire con sede en la CABA emitieron en conjunto 292 programas diferentes, en todos sus géneros y formatos. A febrero de este año solo el catálogo de series en Netflix Argentina (excluyendo películas) cuadruplicaba esa cifra. Por su parte, la librería de contenidos en países como Japón, Estados Unidos, Canadá y Reino Unido superó el año pasado los 5000 títulos. 

  Según un relevamiento propio, aun en desarrollo, Netflix ofrece en Argentina 1228 series y más de 1500 películas, en ambos casos se trata de contenidos de ficción, animados y documentales. Del total de series relevadas, casi la mitad corresponde a ficción (48%), seguido por animadas (17,2%); especiales de stand up (13,3%); documentales (11,6%); reality shows (6,4%) y variedades (3,5%). En cuanto a su origen, el catálogo de series se muestra diverso y reúne títulos de 42 países, aunque el 80% se concentra en apenas 7 de ellos: Estados Unidos (46%); Inglaterra (10%); Corea (8%); Japón (7,3%) y México, Australia  y Canadá con cifras cercanas al 3% cada uno. Los contenidos argentinos, un poco más lejos, alcanzan apenas el 2,3% del total.

  La alta promoción de contenidos originales como Narcos, El Chapo o El Mecanismo, generó suspicacias en relación a la línea editorial que la empresa estaba gestando en su retrato de América Latina. En efecto, de acuerdo con el relevamiento de series realizado, de los 90 títulos que aportan los siete países de América Latina y el Caribe que integran el catálogo, 30 abordan temáticas vinculadas con el crimen organizado, el narcotráfico, la corrupción política y la violencia social. Estos números no revelan demasiado si no se tiene en cuenta además que son los contenidos más publicitados y con mayor prominencia o visibilidad dentro del catálogo. 

  En medio de su inmensa vastedad y fragmentación, lo que le otorga a Netflix una personalidad es precisamente la personalización, es decir la formación de silos culturales que trascienden nacionalidades y que la empresa consigue crear con la ayuda de un fenomenal y opaco trabajo de automatización en su funcionamiento. Así, logra ser muchos servicios al mismo tiempo y cada usuario tendrá más posibilidades de ver “su Netflix” por lo que en general se tiene una experiencia muy estrecha del catálogo total disponible. 

  Parafraseando a la mamá de Forest Gump, para un usuario distraído, Netflix es una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar. Aunque se muestre impredecible, azaroso y logre enredarnos por horas en su amigable interfaz en la búsqueda o visionado de contenidos, Netflix sí sabe lo que te va a tocar. Cada vez es más claro que tras la pretendida asepsia de llamarse “plataforma”, “aplicación” o “empresa de tecnología”,  Netflix es una empresa de medios audiovisuales que toma decisiones editoriales, tiene ideología e influye en la formación de opinión pública. 

  En las controversias espasmódicas que se generan sobre los contenidos que por allí circulan radica una oportunidad para pensar más allá de las chicanas o la mera imposición de tributos, y plantear una necesaria agenda de políticas públicas ampliada, que contenga además los intereses de las audiencias y de la industria local de contenidos. 

* Becario Conicet. UNQ y CEA-UNC @skielrivero