El lanzamiento de una novela de Houellebecq se ha convertido, desde hace algunos años, en un acontecimiento hegemónico del que resulta difícil sustraerse viviendo en Francia. En Sumisión, el gurú nacional de las letras había revelado sus aptitudes premonitorias vaticinando, en una sucesión de coincidencias cabalísticas, el terror islamista agazapado en las sombras periféricas de la capital. El libro salió el mismo día del atentado contra la revista Charlie Hebdo Al mismo tiempo, renovó el género de la “alta” literatura reaccionaria que hoy se celebra como accesible a las masas, elevando argumentos de la derecha extrema al nivel de la literatura consagrada. Con noventa mil ejemplares vendidos en apenas dos días, Serotonina quedará como un hecho histórico en las cuentas del negocio editorial y en las del propio interesado que volvió al país en el 2013 tras un largo exilio fiscal. Los protectores de la patria potestad intelectual no escatimaron sus verbosas contorsiones a la hora de beatificar este nuevo texto houllebecquiano, supuesta autopsia clínica de una decadencia à la française. Y no olvidaron resaltar lo profético: en estas épocas de nihilismo neoliberal, las profecías abren un mercado rentable. En Serotonina, dicen, la bola de cristal del escritor-oráculo pronostica la crisis agraria y las protestas de los chalecos amarillos. 

Pasemos por alto el augurio y concentrémonos un momento en la bola de cristal, actualmente en crisis. Los átomos que la componen ya no responden al llamado del deseo masculino, en consecuencia, incumplen la blanquecina y viscosa promesa de felicidad. A Florent-Claude Labrouste –cuyo nombre de “puto”, según el mismo narrador, no corresponde con sus rasgos “viriles”– ya no se le para. El blanco y puro cristal de su bola se fue resquebrajando con los años y el hombre cis hetero occidental de clase media-alta asiste melancólico al desmoronamiento de sus dones vitales. Se está muriendo de tristeza. Ante un estado de carencia que somatiza un gran vacío metafísico, se ve obligado a consumir una sustancia antidepresiva llamada Captorix que le permite mal que bien mantenerse gracias a la serotonina, la hormona de la felicidad. Tras haber renunciado al proyecto de tirar por la ventana a la joven y detestada japonesa que comparte su vida, se embarca solo en una travesía que lo conduce al examen de sus relaciones pasadas y sobre todo a la búsqueda redentora de un amor perdido. Este agrónomo de 46 años, la edad que tenían Baudelaire y Lovecraft cuando murieron –no olvidemos mencionarlos, Houellebecq vende millones de libros, pero sigue siendo el enfant terrible, el decadente culto y sublime de la patria literaria agradecida– se aventura por caminos que los lectores, y sobre todo las lectoras, deberían tener la elegancia de considerar en sentido figurado. Esto es literatura y en el arte (cf. Georges Bataille), se suspende el juicio moral. 

Por tanto, mujeres, chicas y chiques están invitadxs a acallar esa moralina que amenaza con hacer de nosotres una casta de “mormonas”. Así lo dijo otro poderoso escritor francés, que también es abogado y que en estas últimas semanas representó al ex vicepresidente de la Asamblea nacional y ex diputado ecologista Denis Baupin en un juicio bastante revelador del clima que se vive en este país. En el banquillo de les acusadxs: lxs periodistas de Mediapart y France Inter que publicaron en el 2016 los testimonios de las ocho mujeres del partido EELV sexualmente agredidas y acosadas por Baupin; y por supuesto, las propias víctimas. La invitación incluye el aprender a separar al hombre de su obra para apreciar sin prejuicios las novelas de este o aquel buen escritor. Basta de puritanismos, que la misoginia, la homofobia, la pedofilia, el racismo, el feminicidio y la exaltación romántica de la mujer heterosexual “prefeminista” son recursos satíricos de la novela clásica contemporánea. Sin transgresión del respeto hacia las mujeres no hay libertad sexual y la literatura queda condenada.  

Asumir que la animalización pornográfica del cuerpo de la citada japonesa, penetrada por distintas razas de perros, no fetichiza a nivel ideológico el machismo tradicionalista de un decadente racista de fin de siglo, sino que se trata de un moderno y provocativo procedimiento satírico, es un mandato que algunas periodistas literarias se negaron a respetar a la hora de comentar Serotonina. Pero qué más da, si la máquina de fabricar “ídolos anticonformistas”, como se suele llamar a quienes comparten ideas de extrema derecha o relativizan la violencia sexual, está lanzada. Abundan las portadas de revistas hegemónicas con una clara línea antifeminista, un backlash que se viene acentuando desde el #metoo francés. Los titulares arremeten contra la censura “bienpensante” y denuncian que ya no se puede decir nada. Un número de la revista Marianne enteramente dedicado al tema se tomó el trabajo de publicar un amplio corpus de poemas de Baudelaire, canciones de Gainsbourg y réplicas de los clásicos del cine francés que habrían sido censurados por la moral feminista actual. En el marco de este llamado al orden se inscribe también la parafernalia mediática en torno a Serotonina. A pesar de algunas críticas sobre la forma descuidada de la estructura, o el descaro con el que Houellebecq desprecia a sus lectores más exigentes, el relato responde con todos los ingredientes que se esperaban de él para venir a engrosar las filas de la contraofensiva machista.

“Anticonformista” es la violencia a la que nos somete la lectura del 90 por ciento de esas 347 páginas. En definitiva, Houellebecq se atreve a decir todo lo que ya no se puede decir. Pero es ficción, sostienen los admiradores, y la ficción permite sublimar cualquier violencia, desde la xenofobia pasando por el femicidio hasta el turismo sexual en Tailandia y la pornografía infantil. La voz del protagonista mantiene adrede una ambigüedad en cuanto a la intención del autor; pero esa es su marca, su estilo, repiten, y el pacto de la lectura lo permite. Lo que en cambio ese pacto no autoriza es preguntarse en clave feminista cuáles son los efectos de esa ambigüedad, que en opinión de la autora de estas líneas no es tan ambigua. Pareciera que el autor goza, y mucho, al describir con lujo de detalles bien crudos a una niña de 10 años bailando semidesnuda ante la cámara de un plácido cincuentón alemán. Ojo, que estas desigualdades son muy relativas porque en realidad - en el texto digo- a ella, a la niña de diez años, le gusta. ¿Qué tipo de goce consumen en esa escena lxs 320 000 lectores francesxs que en seis días agotaron la primera edición? Quizás encuentre un eco en aquel otro momento de gracia infinita, iluminado por el rostro de la mujer prefeminista ideal, Camille, la Madona de la Felación, ensimismada en un goce bucal que Houellebecq –perdón, Florent-Claude– se digna concederle a la única mujer válida de este relato.

Según ese autoproclamado anticonformismo, las consideraciones vejatorias sobre nuestras vulvas adultas de pieles caídas, infinitamente menos atractivas que las otras dos vías anatómicas que conducen al placer fálico (ver la teoría de “los tres agujeros” de F-C.L) también son alegóricas: es un artilugio poético que apunta a la pulverización del sentido estricto de una palabra violenta, mediante la sobreexposición de la miseria sexual de quien la pronuncia. El spleen del hombre cis europeo hundido en la soledad del pathos impotente y errante en un continente que ha perdido sus valores rurales y católicos, es el reflejo del vacío de nuestro siglo. Hay miseria sexual porque el deseo del macho ha muerto y con él, la civilización toda. Florent-Claude Labrouste deshumaniza a mujeres y niñes aunque es sensible a la causa animal. Nos invita a tenerle compasión al pobre cuarentón de sexo inerme y al mismo tiempo a las gallinas víctimas de la industria agro, a los perros del porno amateur y a la mujer prefeminista, vestigio de una domesticidad sumisa y perruna. Pensemos en la perrita embarazada de Estela Regidor:  si fuéramos un poquito más animales seríamos más felices. Pero las feministas enojadas carecemos de compasión, la característica tradicionalmente considerada más valiosa en una mujer. Catherine Millet, la gran amiga del escritor, que ha sabido compadecerse de las dolorosas erecciones que algunos hombres arrastran en los transportes públicos en pos de rozarse con un alma caritativa y silenciosa, es irreprochable en ese sentido. 

Solo un “genio” como Houellebecq puede ficcionalizar con tanta eficacia la cristalización de una lágrima de machirulo. Si bien amaga con caer, se mantiene sólida en su fragilidad. A nosotrxs, que estamos llevando a cuestas un deseo diverso, que está vivo y es político, no nos hace falta ser adivinxs para intuir, en esa bola de cristal, el drama apocalíptico de la muerte del macho y su belicosa regeneración. Que ese drama monopolice el espacio de la palabra editada y reeditada quizás sea un nuevo signo de que ahora, sí, nos ven.