Las fotos del uruguayo Jorge Vidart suelen tener una historia detrás. Aquellas tan mentadas más de mil palabras que valdría cada imagen en el caso de Vidart bien podrían acumularse hasta ser un cuento o una novela. O, al menos, a su autor siempre le gustó repasar sus recuerdos vinculados a las circunstancias en las que se tomaron como si lo fueran. 

San Luis al medio, 1991

En la consagratoria muestra que el año pasado ocupó el primer piso de la sede central del Centro de Fotografía de Montevideo, por ejemplo, algunas de ellas incluso eran acompañadas por su correspondiente video, donde aparecía el fotógrafo presentando a su fotografiado. Ese era el caso de “Pindingo, el balsero”, retrato fechado en 1991 y tomado en un pueblo llamado San Luis al Medio, del departamento de Rocha, cerca de la frontera con Brasil. Ubicado a la orilla del río San Luis, que lo rodea y lo aísla cuando hay crecida, esa característica del pueblo fue durante años el sustento del balsero que, cobrando cada viaje “a voluntad”, supo ganarse el pan para él y para casi una veintena de niños sin hogar de la zona que informalmente adoptó junto a su mujer. La changa se le terminó con la construcción del puente por sobre el San Luis en la ruta que comunica la capital del departamento con Treinta y Tres, y los habitantes del pueblo se movilizaron para conseguirle un trabajo. 

Pero fue debut y despedida, cuenta Vidart, ya que en su primer día como empleado de vialidad, cuidando el puente que lo había dejado sin negocio, un semirremolque mordió una piedra con una de sus ruedas, salió volando y le pegó en el ojo. Pindingo quedó tuerto, y terminó subsistiendo con una pensión por invalidez: fue encargado del puente un sólo día, después de haberse dedicado toda la vida a cruzar el San Luis a quien lo necesitase, en su balsa tirada por caballos. Ese hombre fuerte y orgulloso pero vencido por las circunstancias, y que no está muy seguro de querer contar su historia –el fotógrafo asegura que sólo la pudo terminar de reconstruir gracias al relato de sus vecinos–, es la perfecta estampa que se recorta en el retrato incluido también en el admirable Patria, el libro que el año pasado, junto con la muestra, terminó de descubrir tardíamente a Jorge Vidart como el heredero uruguayo de su admirado Robert Frank, el suizo que a mediados del siglo pasado capturó a la Norteamérica profunda en su clásico libro Los americanos. 

Pindingo, el balsero, 1991

“Al que no le gustan estas fotos no le gusta la poesía”, escribió Jack Kerouac en el prólogo del libro de Frank, y lo mismo se podría decir de las fotos que Vidart se pasó sacando durante prácticamente toda su vida, robándole tiempo –y película– a su trabajo profesional, primero como fotógrafo de sociales en su Sauce natal, y luego en Montevideo, trabajando para diarios y agencias de noticias, un oficio que continuó en Paraguay, donde se instaló con el cambio de siglo y de donde volvió a su país casi retirado, al comienzo de esta década. Porque, además de los personajes, lo que hay en sus fotos es tanto el Uruguay profundo como el rostro oculto de Montevideo, y también ese otro tiempo sin tiempo que es territorio del pasado y de la historia, pero así, con minúscula, encarnada en fotos habitadas por rostros anónimos que lo observan todo sin decir nada, sin que haga falta hablar ni contar. Lo que Kerouac decía en aquel prólogo sobre los rostros en las fotos de Frank se puede decir de los de Vidart, ya que tampoco manipulan ni critican nada salvo diciendo ‘así es como somos en la vida real y si no te gusta no me importa’.

San Jose, 1986

A Vidart le gustaban las fotos de Robert Frank, y también Los americanos, indudable modelo para su Patria. “Jamás fui muy fanático ni de Cartier Bresson, ni de Salgado”, le confesó a su colega Pablo Bielli, curador de su muestra en el CdF, para una entrevista publicada en la revista uruguaya de fotografía Material sensible. “Frank siempre me hizo ver que la fotografía es más que el momento preciso: es una sensibilidad hacia el mundo que te rodea”, explicó este hijo de un padre dentista y fanático de la fotografía, que heredó ese fanatismo al sentirse invitado por el aroma de los químicos que el padre usaba para revelar sus fotos y también las radiografías en su consultorio. Preso político durante la dictadura, entre 1976 y 1981, cuando quedó libre Vidart se instaló en Montevideo y comenzó a trabajar en el diario comunista La hora. Uno de sus primeros encargos, le contó a Bielli, fue ir todos los días al penal en el que había estado detenido, para fotografiar a los presos políticos que iban siendo liberados.  

“Siempre trabajé en diarios pobres, donde me daban un rollo y me decían que me tenía que alcanzar para cuatro notas”, recordó Vidart en la presentación de Patria el año pasado en el CdF, intentando explicar su particular relación con sus negativos, a los que considera la auténtica obra del fotógrafo, porque –según enumeró– son inmortales, irreversibles e infinitos. “Además, en mi caso no me gusta que me los revelen, ni que la copia la haga otro. Porque cuando el negativo lo revela y lo copia otro, no es el espíritu del que hizo la toma. Y eso es lo que yo quiero ver en la foto: lo que estaba viendo cuando la sacaba. Por eso quiero tanto a mis negativos: porque son de punta a punta míos”. Antes de Patria, Vidart había publicado dos libros de fotos, pero vinculados a temas específicos. El primero fue Nicaragua, nicaraguita (1987), con textos de Eduardo Galeano, luego de un viaje que lo conectó por primera vez con la fotografía internacional de agencia de noticias. Y el otro fue 400 (2009), junto a su colega Jorge Sáenz, crónica fotográfica del incendio en el supermercado Ycuá Bolaños, la tragedia más importante del Paraguay contemporáneo, que dejó casi 400 muertos y un millar de heridos. 

Ávido lector de Faulkner, Quiroga y Onetti desde sus tiempos de prisionero político, fanático de Roger Waters y de Zitarrosa, los intereses de Vidart siempre fueron mas allá de lo específico a la fotografía. Llegó a publicar un disco con sus poemas, que aún se puede encontrar en la red, titulado El traficante de estrellas, y en el último tiempo había comenzado a intervenir sus negativos escribiendo sobre ellos, algunos de los cuales formaron parte de su muestra del año pasado. Pero sin dudas lo más contundente de ella fueron las fotos que terminaron en Patria, realizadas principalmente desde su salida de prisión hasta su mudanza al Paraguay, luego del fin de la dictadura, destiladas a partir de una revisión de su archivo que comenzó desde su regreso al país, y que cuando empezó a compartir en internet terminó encontrando su lento camino hacia la curaduría, exhibición y finalmente publicación, en un libro realizado por los diseñadores Erika Bernhardt y Juan Fieliz, de Estudio Blende. 

Tapa del libro Patria, 1987

“No eran las fotos que debía tomar por su trabajo, sino las que ‘escamoteaban’ un instante de vida que le rodeaba, que testimoniaban la parte de atrás de la noticia”, escribió el editor y amigo Juan Angel Italiano en el prólogo de Patria. “Fotos de un Uruguay caminado en todas direcciones, con un sinfín de uruguayos en su trajín diario, a veces posando, a veces sorprendidos”, explica Italiano, que fue quien no sólo ayudó a Vidart a publicar aquellos poemas grabados, sino que cuenta en ese prólogo que entonces empezó a trabajar con él en lo que terminaría siendo Patria, que comenzó llamándose Uruguayos campeones. Pero aquel título parodiaba lo que Italiano llama “ese espíritu nacional de festejo incondicional”, mientras que el resultado final está vinculado mucho más naturalmente al espíritu que presentan las fotos, e incluso se lo extrae de una imagen incluida en la muestra, y que no sólo ilustra la portada sino que también se convierte en logo. “Confieso que al principio, supongo por mis resabios militantes, la palabra no me gustaba, me sonaba fascista. Pero como la justificación es más que nada de diseño, acepté el nombre”, explicó Vidart. Pero más que diseño, Patria termina siendo un concepto, una idea, un recorrido y una historia. Es un trabajo fascinante, de lo mejor que se editó el año pasado en Uruguay en todos los ámbitos, y que por suerte puede –y merece– cruzar el charco. Quiso el destino que, recién después de que sus fotos por primera vez pudieron ser expuestas y publicadas como se merecen en su país, Vidart falleciera inesperadamente el 6 de agosto de 2018, luego de apenas quince días de internación, por un cáncer diagnosticado de manera tardía. Aquella muestra consagratoria curada por Bielli para el CdF, su primera muestra exhibida en Uruguay, se puede ver desde diciembre del año pasado en las paredes del corredor de entrada y el patio del Hospital Maciel de Montevideo, donde murió.

Alfredo Zitarrosa, 1988