Existe cierta indolencia, un estado en el que ya no hay nada que hacer. Ella describe esa cotidianidad helada que una pareja habita como en un hueco. La oscuridad se parece a una sala de cine. Lo deshabitado de la tierra está en la protagonista/narradora, en sus palabras, en el modo de nombrar lo que desaparece. Hay algo que se muere y ella puede verlo, o sentirlo como si se tratara de una experiencia que hay que documentar, dejar grabada para lxs sobrevivientes. Esas cosas que se hacen con la ambición de que la humanidad continúe porque El fin es una obra sobre un tiempo sin después, sobre ese momento que todxs sospechamos pero nadie vivió. Entonces lo dramático deviene en una forma literaria que se adapta a la disolución de las situaciones y los hechos.

Bárbara Massó será la guía, la mujer que cuenta en un presente que resuena en tiempo pasado. Ella nos conduce por los distintos espacios del Centro Cultural Rojas como si la puesta de Maruja Bustamante quisiera rescatar la inquietud de un museo, de un lugar que hay que transitar para que nos transforme como si al abrirse y dejar el encierro atrás, un océano de luz nos soltara al resguardo y la intemperie del texto.

La narradora rescata, como en un documento, la permanencia que establece en su casa con su novio y con una niña, suerte de refugiada a la que intentan darle la entidad de una hija. En esa ficción que implica seguir viviendo cuando el mundo se derrumba, ella parece embobaba con el silencio, embriagada con esas calles vacías, fascinada con la lentitud de los días. Pero a la vez, en la manera sublime de trabajar el texto, Massó encuentra esa angustia, esa confesión inmensa y grave que la protagonista quiere hacerle al público. Lo trivial se convierte en definitivo cuando ella habla.

La dramaturgia de Giulana Kiersz se sustenta en una poesía de los detalles. Su escritura tiene cierta autonomía literaria y, a la vez, se atreve a indagar en esa instancia donde toda acción pierde sentido. El fin del mundo es una travesía que parece nacer del fuego, cuando la niña pregunta sobre los libros y la mujer decide quemarlos. Esa imagen tiene aquí una sustancia liberadora, como si los personajes estuvieran dispuestos a despojarse de los objetos que los constituyen. Seguirá el viaje en una búsqueda del frío, en una descripción de los mares del sur como un paisaje donde las olas devuelven cadáveres. La muerte es una materia que lxs lleva a moverse. La coreografía de Jazmín Titiunik tiene la virtud de desentenderse de la narración para integrar el texto a cierta irrealidad. La puesta de Bustamante nos permite vivir adentro de un sueño. El fin podría ser una película de David Lynch, especialmente cuando al personaje de Massó le surge una doble con cabeza de muñeca que le ofrece golosinas. En el momento en que la escena se acerca a la vidriera de la librería y la gente desde la calle nos mira, nos convertimos en personajes de otra ficción para escuchar cómo Paula Maffia nos dice cantando que hay que quemarlo todo.

Un espíritu beckettiano impulsa la dramaturgia de Kiersz que se estructura en la idea de fuga, en un encierro que se convierte en escape o simplemente en la voluntad de habitar el presente porque es lo único que queda. La puesta en escena acompaña ese deambular que es, en realidad, un estado de quietud donde hacer el amor, meterse en el mar o animarse a recorrer las calles desoladas significa un pequeño triunfo.

Aceptar el final implica esa calma que sostiene siempre el texto de Kiersz porque cuando todo se termina nos queda esa belleza reveladora que expresa Massó en su actuación, esa necesidad de contar el final mientras lo asimilamos y nos atrapa como un deseo o una extraña felicidad. 

El fin se presenta los viernes y sábados a las 20:30 en el Centro Cultural Rojas.