Hay algo que dice Roberto Bolaño en Los mitos de Chutulhu que me toca dolorosamente: “Los escritores actuales no son ya (…) señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo (…), son gente de clase media baja que espera terminar sus días en la clase media alta (…) Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias. No es de extrañar que de golpe se sientan cansados. La lucha por la respetabilidad es agotadora”.  

¿Qué otra cosa podría hacerse? Como dice Pynchon, convertirse en uno de esos linyeras que hablan su propio idioma como profesores. Alguna vez vi esa solución como un sueño y un alivio, pero tengo un triste deseo de pertenecer que me ha llevado a hacer morisquetas para agradarle a los que tienen la sartén por el mango. He estado en mesas estrechando manos, llevando regalos, comprando en cuotas. No he sido lo suficientemente filoso, no tuve orgullo o talento para tratar de fulminar la respetabilidad. Y encima he conseguido una cantidad mínima, más vergonzante por pequeña, frágil porque me atraviesa un origen irrespetable. 

Mi padre está en la vereda de enfrente. Detesta la respetabilidad, sobre todo la de nuestra ciudad, una ciudad en la que el zapatero se cree príncipe y vota su propio látigo porque cree que van a regalarle una camisa celeste. A veces parece indiferente, pero la verdad es que la detesta. Es uno de esos inadaptados a los que Bolaño extraña. En los años miserables posteriores al 2001, inventó Especias Artesanales el Sabor y salía con una bioquímica discapacitada a hacer de remisero trucho por las mismas calles en las que los señoritos escribían esperando que se inventen las redes sociales. Yo era uno de esos señoritos, e imaginar a mi padre dando vueltas en ese Volkswagen me daba vergüenza y envidia, como al narrador. Ese viaje fue uno de los momentos que me hizo ver por qué somos tan diferentes.