Otra vez rostros de desconcierto en un show de Charly García. ¿Qué habrá pasado? ¿Por qué se habrá ido de escena a los 45 minutos de recital, cuando todavía quedaban canciones en la lista? ¿Por qué sólo tres canciones en el regreso, como para sumar menos de una hora neta de actuación (¡menos que Prince!)? De todos modos, lo que más descolocaba el miércoles por la noche en el Gran Rex era que García venía redondeando un show casi sin fisuras, en el que renovaba el repertorio del espectáculo La torre de Tesla y en el que se lo notaba de excelente humor desde el mismo comienzo.

“Este es un mensaje de nosotros para todos ustedes”, dijo mientras sonaban los primeros acordes de “De mí”, y luego bromeaba con la letra: a la frase “no pienses que estoy loco” le comentó “estoy re loco”. La banda, sin descollar, le ofrecía solidez para sus interesantes devaneos en los teclados. Todo siguió muy bien con “La máquina de ser feliz”, con imágenes de 2001 Odisea del espacio en las pantallas del fondo, y ya con Rosario Ortega apoyando con los coros (muchas veces unísonos). 

“El día que murió Gustavo Cerati puse un disco de Genesis al palo porque tenía mucha bronca y vino una vecina con la policía”, recordó García como intro para “Rivalidad”. “Yo le dije ‘señora, ¿usted en qué país vive?’ .Y como tengo una cosita para medir los decibeles y además soy ciudadano ilustre, se tuvo que ir”. Las carcajadas celebraron el final de la anécdota y el comienzo de la canción, que sonó potente y fluida. El stand up (¿o habría que decir sit down?) entre temas continuó con la frase “No puteen al Presidente que le gusta”, a lo que el público respondió con el hit de dos veranos. “Otro”, también de Random –el disco más reciente del músico– tuvo en la pantalla La primavera de Hitler.

El primer estallido del público fue cuando García, sin moverse de su sillón-trono, se colgó una guitarra eléctrica y arrancó con el riff asesino de “Cerca de la revolución”. En un contexto en el que ya se había descargado la bronca contra el poder, las palabras dieron fe y la armonía ayudó a creer en otras posibilidades. Tras dos buenas versiones de “King Kong” y “Lluvia” (con Ortega en un rol estelar), García se sorprendió por un hallazgo: “Uy, pusieron whisky acá”, comentó risueño. Y remató certeramente con la frase “Bueno, si Keith Richards no se murió”... Cuesta imaginar una analogía mejor para el propio Charly. Como para recordar ese pasado en el que estaba en llamas cuando (nunca) se acostaba, las imágenes en las pantallas retrotraían a la época de Say No More, mientras él y Ortega se pasaban un megáfono para escupir la letra de “No importa”.

“¿La están pasando bien? Ahora va a venir Luis Miguel”, dijo y ante las risas completó: “¿Por qué no? Es un chico bueno...” Después se apuntó al pecho y dijo “Rocanrol yo”. Ese alarde, seguido por el hecho de que hicieron falta dos asistentes para sacarle el saco, fueron síntesis del presente de Charly: la llama está adentro, pero el exterior a veces lo deja a mitad de camino. En lo musical eso no se notaba demasiado, porque desempolvó gemas como “Parte de la religión” y “No llores por mí, Argentina”, entonces todo parecía ir de maravilla. Cantó “Cuchillos” como si Mercedes Sosa, omnipresente en la pantalla, le estuviera marcando cada nota y cada sílaba. Pero al final, dijo un escueto “Chau”, se paró trabajosamente y salió de escena apoyándose en Ortega. El resto de los músicos no sabía bien qué hacer. Alguien corrió el telón.

Quince minutos y muchos cantitos contra Macri después, García volvió con “El día que apagaron la luz”. ¿Habría sido sólo un intervalo? “Asesíname” sonó bárbaro, otra vez con Charly en guitarra y la frase “ahora tengo oído obsoleto”. Una bola de espejos llenó de reflejos el escenario en la hermosa “Canción de dos por tres”. Y fue todo. Ni despedida hubo para la segunda ida a bambalinas. El público se quedó un buen rato cantando, pese a que las luces estaban encendidas. Un interruptus más de García, vaya uno a saber por qué...