El psicoanalista se lleva una parte de uno, dijo mi amiga (psicoanalista), cuando me avisó el domingo que había muerto Luis Giunipero. Ahí va entonces una parte de mí, pensé, tres partes al menos, tres momentos cruciales de mi vida que Luis me ayudó a comprender, esperar y seguir. Después pensé dónde iría su memoria con esa parte de la mía. ¿Dónde descarga tus descargas el psicoanalista? ¿Hay un silencio mayor para aquel silencio semanal, quirúrgico y amoroso? ¿Existe una nube virtual mayor o un relleno sanitario mental, un vaciadero de nuestra memoria? El mío, como el de miles de rosarinos, estuvo varios años en el Pasaje Santa Cruz, y según la teoría cuántica, como las ondas sonoras no desaparecen, sino que son una materia invisible que sigue dando vueltas en el multiespacio, mis conversaciones con Luis, más bien su escucha, amorosa y activa, seguirá alrededor del mundo, del mío, aunque yo ahora esté un poco más solo, sabiendo, también por el análisis, que a menudo el amor tiene su corazón en la soledad, en uno solo. Incluso frente al infinito o la muerte, donde de cualquier modo se abre lo insondable, lo indecible, aunque si pudiera imaginarme esa instancia sería una contemplación y una escucha.
Como sucede con los grandes afectos (no voy a ser objetivo ahora), apenas supe que Luis había muerto, lloré, pero con las horas fui recordando momentos hermosos del análisis y me repuse. "Mi velorio del solo", diría Gelman, fue alternar mudos arranques de congoja con algunos significantes, y alguna mirada, los levísimos gestos que sugerían ir para atrás o adelante, arriba o abajo. Nunca frases, apenas un significante, a lo sumo, un sintagma. Una lágrima y una palabra. Mejor un sustantivo que un verbo. Nunca un adjetivo.
Después recordé como consuelo, que siguiendo la enseñanza de Haroldo Conti ("a la gente que uno quiere hay que ponerla en nuestros libros para que pervivan"), Luis estará siempre analizando a Esteban en El hotel donde soñaba Perón, haciéndose el muerto para escucharlo, sonriendo de rabillo, imperceptible, cuando Esteban Pereda vuelva a repetir una tara y el analista le explique que no debe seguir con el amor cortés, y que a veces, incluso, lo que sueña es lo real. Hasta aquella vez (la única, una escena de ficción), en que Luis le pega a Esteban con el diario enrollado en el brazo para darle coraje o convicción en el momento de la despedida, cuando los dos, ya de pie, mirándose a los ojos, se dan algún gesto amoroso que ayude a volver la próxima semana. ¿Qué diario era? El Páginal12 de los jueves.
Y debo decir que además del análisis, de las conductas, de las ideas, Luis siempre me hizo sentir su compasión: la terapia tenía una corriente invisible pero segura de afecto. Un analista que deseaba que su paciente volviera al deseo. ¿Termina eso? Nunca. Lo confirmé siendo escuchado, y para el final, Emily Dickinson lo dice mejor: "Todo lo que sé del cielo son nuestras despedidas".