Leer hoy Koshmar –Pesadilla– de Pinie Wald, al calor de los debates actuales, significa renovar la posibilidad de aventurarnos a un diálogo con un universo cultural que pocos conocen. A Koshmar no le han faltado lecturas. Existen variados y sugestivos trabajos sobre el texto, sobre su inserción en la escena sociopolítica de comienzos del siglo XX, sobre sus huellas en la memoria argentina, sobre si se trató o no de un pogróm y, en caso de serlo, sobre la reacción de la comunidad y sus modos de conmemoración (o no) de los hechos. Los énfasis difieren: sociológico, histórico, ideológico, comunitario; rara vez literario, salvo por la definición del género en que el escrito de Wald debiera ubicarse. En enero de 2019, a cien años de los terribles sucesos que Wald insistió en no olvidar, aún se discute si Koshmar es novela o crónica o ambas. Hay quien considera a Wald un precursor de Rodolfo Walsh y un pionero del género testimonial. Hay quien ve en el texto un preludio de lo que más tarde se llamará “non fiction”. Hay quienes abordan el texto sin detenerse, siquiera, en el hecho de que no fue escrito originalmente en castellano. 

Reparemos, entonces, en algo que suele pasarse por alto –quizás por las mismas razones que relegaron los hechos narrados al olvido–: Pinie Wald es, ante todo, un escritor judío y escribe en ídish. Desconectar el escrito de Walsh de la cultura en la que arraiga –y en la que fue tan activo– es despojarlo de sustancia viva, momificarlo. Más citada que leída, Koshmar –esta Pesadilla– merece una consideración atenta, que la redima de los realismos ideológicos de uno u otro tenor, que secuestran –y empobrecen– tantas de sus lecturas.

Leer a Wald desgajado de su contexto lingüístico cultural puede ser un modo de repudiar una experiencia que bien podríamos llamar –si hiciera falta definirla– vanguardista: la de un lector comprometido con una lectura que es, en sí, un modo de militancia, una verdadera vanguardia de lectura. No siempre erudito, esclarecido ni ilustrado, el lector al que Wald –y tantos otros– se dirigía es, sí, un lector inquieto, ávido, un lector que intuye los poderes de la letra y busca en ella las cifras de su existencia.

En esta herencia se inscribe este texto, que permaneció ajeno a la lengua argentina hasta que, en 1987 el escritor Simja Sneh la traduce al castellano –con el título de Pesadilla– como parte de una selección que integra el volumen Crónicas judeoargentinas – Los pioneros en ídish. 1890-1944 (Bs.As. AMIA). En 1998, el escritor Pedro Orgambide lo reedita bajo el título Pesadilla: Una novela de la Semana Trágica. 

Wald habla de cosas de las que no queremos saber nada: la pobreza de los inmigrantes, la desconfianza de los nativos, los ecos que llegan de Europa y su efervescencia política, los pogroms, el antisemitismo, la desesperación de una comunidad que no sabe para dónde correr. Como Balzac, Wald se ocupa de asuntos tenebrosos. Quizás por eso son pocos los que pueden leer a Wald sin hacer una tesis; leerlo, es decir, dejarse tocar por la angustia que transmite, por esa música de fondo que es su ídish: 

En mi cabeza resonaban estas frases: “el dictador”... “el presidente”... “la bomba”... yo había bebido sangre... como señal del juramento que había prestado para hacerme cargo del liderazgo del levantamiento... de pronto sentí punzada, como de agujas, en la parte hinchada de mi rostro: Mi boca ensangrentada había explotado: ¡Estallé en risas! 

Estas palabras hablan de días de salvajismo y atropello que arrancaron en la Sociedad Hierros y Aceros Limitada de Vasena e Hijos, cuyos obreros reclamaban reducir la jornada de once a ocho horas y un descanso dominical. 

Para la historiografía anarquista, la Semana Trágica es, junto con el ajusticiamiento de Ramón L. Falcón, un jalón imprescindible de su historia, pero las referencias al pogromo son mínimas, apenas un epifenómeno de la represión. Para la derecha nacionalista, la Semana trágica es la prueba más cabal del complot judeo-bolchevique. Todavía en 1986, Rivanera Carlés afirmaba que había sido fruto de una conspiración del “judaísmo internacional”. La “actividad” fue calificada, en su momento, por La Nación como “errada pero bienintencionada”. En los años ‘60, se rescata la memoria de la Semana Trágica en el marco de los debates del momento a la luz de sucesos como el Cordobazo y el resurgimiento del movimiento obrero

Cargada de inquietud y sospecha, la retórica de Wald, en cambio, parece invocar una especie de reiterado dejá-vu. Porque si bien Wald no precisa andar explicando en qué consiste su judaísmo –o para el caso, su argentinidad– como tantos se ven llevados a hacer hoy en día, tampoco desconoce lo que el nombre judío implica. Quizás sea precisamente por eso, por ese no desconocimiento, que Wald reivindica el valor de la escritura como arma, un arma que permite, en medio de la catástrofe, establecer genealogías que otorguen un sentido a la memoria y ayuda a establecer la continuidad histórica de una comunidad amenazada.  

A cien años de esa Semana Trágica, ahora que la historia ha agregado nuevos pliegues a esa amenaza, ahora que los caprichos filosóficos decretan giros conservadores y la academia declara la cancelación de algunas modernidades, el texto de Wald debe releerse con cuidado porque hay miradas que persisten, inalteradas. Si en el siglo XX los judíos eran sospechados de revolucionarios y subversivos, hoy, en el XXI, lo son de ser representantes de las fuerzas más retrógadas. Sin embargo, aún en la diversidad de los escenarios, la sospecha permanece, inalterada: una conjura judía, todopoderosa, ubicua, impiadosa. Si no son Los Protocolos... es el Mossad, pero el complot no cede. No faltan quienes, imbuidos de ese humanismo abstracto que tanto parece imponerse, invisibilizan, por momentos, la figura de los judíos tras la de los ciudadanos, incluyéndolos en la igualdad republicana mientras que, al mismo tiempo, excluyen de la retórica nacional la inquietante diferencia judía. Esa diferencia con la que nunca se sabe qué hacer. Esa diferencia que empapa las palabras de esta Pesadilla.