Desde Madrid

UNO A lo largo de la Historia, el día 29 de agosto –como cualquier otro del año– ha tenido su inevitable importancia. Todo los días pasa algo digno de ser parte del pasado. Así, el 29 de agosto acontecieron –por ejemplo– batallas surtidas y firmas de tratados de diferentes sabores y relevos de Papa y el descubrimiento de la inducción electromagnética y el último concierto de The Beatles en San Francisco y la devastación del huracán Katrina. También, los nacimientos de John Locke (el filósofo y no el personaje de Lost, por las dudas), Ingrid Bergman, Charlie Parker, William Friedkin, John McCain, Elliot Gould, Michael Jackson. Y las muertes del emperador Atahualpa, Ingrid Bergman (de nuevo), Félix Guattari y Gene Wilder. Y está claro que sucedieron muchas más cosas y nacieron y murieron muchas más celebridades; pero las antes mencionadas son las que interesan a Rodríguez. Y hay una entre todas que tarde o temprano acabará haciendo que todas coincidan y se fundan en un solo espacio: el 29 de agosto de 1997 entró en funcionamiento algo llamado Netflix pero que en verdad viene a ser algo así como el Aleph.  

DOS Y ya se dijo: por fin se produjo el milagro de la recuperación de los canales de televisión que Rodríguez había perdido por (des)cortesía de Movistar/Telefónica y, con ellos, la novedad en su vida de Netflix. La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco en que Rodríguez entró en la oferta de programas que le ofrecía la plataforma, vio millones de actos deleitables o atroces; ninguno le asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron sus ojos fue simultáneo: Rodríguez vio un laberinto roto (era Londres) en los capítulos de la última temporada de Sherlock, vio interminables ojos inmediatos escrutándose en él como en un espejo de casa embrujada en The Haunting of Hill House, vio en Nightflyers y The Cloverfield Paradox todos los espejos del planeta y ninguno lo reflejó, vio en un traspatio de la calle Casp las mismas baldosas que hace treinta años se ven en el zaguán de una casa en la colonia Roma del D.F., vio en muchos sitios a una mujer que no olvidará (su admirada Carla Gugino, actriz omnipresente en Netflix y, nada es casual, nacida un 29 de agosto), vio demasiados superhéroes, vio el final de la temporada de Ray Donovan donde se recita el final de “The Dead” de James Joyce, vio las adaptaciones de Gerald’s Game y de 1922 de Stephen King, vio un ejemplar de la primera versión americana de un ejemplar de A Serie of Unfortunate Events, vio la noche y el día contemporáneo en los formidables especiales de los comediantes David Chapelle y Ricky Gervais y ese ciclo de entrevistas de David Letterman donde bromea un “Esto va a salir por Netflix. No sé lo que es. No sé cómo funciona. Sólo sé que cuando se lo activa el riesgo de muerte por radiación en nuestras casas aumenta mucho”, vio un poniente en el Far West de esa genialidad de los hermanos Coen que es The Ballad of Buster Scruggs que parecía reflejar el color de una rosa en Almería donde se filmaron todos esos spaghetti-westerns, vio su desordenado dormitorio de piso de soltero sin nadie (y vio un rato de Marie Kondo), vio las sombras oblicuas y alienígenas en el suelo de un invernáculo abandonado en el Área X de Annihilation, vio tigres en Mowgli, vio una computadora vieja en Bandersnatch, vio muchos documentales (de un tiempo a esta parte es casi el género favorito de Rodríguez: empiezan y terminan y no quedan inconclusos por bajo rating) sobre Keith Richards, Lady Gaga, Bruce Springsteen, Nina Simone y Jim Carrey (y Andy Kaufman), Amanda Knox, Joan Didion y chicas que se dedican al porno doméstico y dos muy humildes sobre The Beatles y David Bowie (de esos que no tienen dinero para pagar por las canciones originales y que entonces los musicalizan con una suerte de fascinantes pastiches-sónicos alusivos) y otro sobre su milagroso Johnny Cash, vio esa reescritura/refilmatura con narcos de El tesoro de la Sierra Madre que es Triple frontera, vio también el documental ese sobre la “crisis catalana” y sintió que le faltaba el aire y le sobraban las ganas de arrojarse por la escalera, vio en Netflix su tierra, vio su cara y sus vísceras, y sintió vértigo y lloró, porque sus ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo de tantas cosas para ver y no saber cuál elegir de todas ellas.

TRES Fuera de todo lo que Netflix trae en sus tripas, polémicas por su inclusión en festivales de cine “de verdad” y en premios Oscar (y la antipatía de Spielberg), el robo de ejecutivos top a la HBO (queda esperar por si, de paso, se traerá también la última y vedada película de Woody Allen para que por fin se la pueda ver), los románticos que defienden la oscuridad de una gran sala y los prácticos que suman lo que sale una salida al cine para cuatro (más sus inevitables extras) y lo comparan a lo que cuesta la suscripción mensual en casita, y una entrada en Wikipedia en constante expansión que ya es más larga que muchas de las que la enciclopedia on line dedica a unos cuantos países donde Netflix ya es uno más de la familia.

También, Netflix es/causa/contagia Síndrome de Netflix. Y alguien ya lo ha definido como “diazepam audiovisual”. Y ya hay casos registrados: un hombre desempleado en India tuvo que ingresar a una clínica de desintoxicación porque había caído en ese loop adictivo-consumista del que se reía, con cierto temor philipkdickiano un sketch de Saturday Night Live semanas atrás. Allí –en una especie de loop sin pausa y broma infinita– una serie generaba otra y cada vez había más y no se permitía siquiera el espacio para decidir entre un episodio y otro porque enseguida, automáticamente, se disparaba el episodio siguiente, la próxima dosis. Y así hasta que la realidad era superada y anestesiada por el peso de ficciones. “Nuestro único verdadero competidor es el acto de dormir”, se enorgulleció el director de Netflix no hace mucho.

Y Rodríguez todavía duerme; pero a la mañana siguiente no sólo ve que ahí está el reconstruido film de Orson Welles sino, también, un documental sobre cómo se hizo esa película. Y hay tantas cosas más. Y Rodríguez tiene miedo de descubrir qué hay de nuevo. Porque, con cada novedad, día tras día, es más consciente de que, tal vez, Netflix no sea ese Aleph que se puede dejar de ver sino este Tlön que te como los párpados. Así, el contacto y el hábito de Netflix desintegrando este mundo con las memorias de tantos pasados ajenos. Y el mundo será Netflix y allí, está seguro (vio un adorado monumento en la Chacarita, vio la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido su prima argentina y ahogada Mirta Rodríguez, vio el zapping circular de la propia sangre, vio la fibra óptica del amor y la programación de la muerte) Rodríguez tendrá serie propia que tal vez no verá nadie salvo él, pero qué importa.