En este último diciembre se cumplieron 30 años de la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas. En 2011, al cumplirse el 25º aniversario, un documento publicado en el portal de la ONU decía que ella recogía “los principios fundamentales de la normativa internacional sobre los derechos humanos”, pero que ellos, dadas “la pobreza endémica y las marcadas desigualdades existentes, tanto dentro de los países como entre ellos, (…) siguen siendo letra muerta para demasiadas personas, especialmente para las que pertenecen a grupos marginados”. En rigor de verdad, más que “letra muerta”, el incumplimiento de ese derecho significa directa y explícitamente “seres humanos muertos”. 

Pocos ejemplos bastan para identificar la hipocresía encubierta. La ONU, mediante el valeroso trabajo de muchos de sus funcionarios y activistas, logró en su más de medio siglo de vida éxitos en muchos campos, como en la preservación de la paz, en la distribución de ayuda humanitaria, en la canalización de debates que luego eventualmente pudieron servir para avances en diversos campos. Sin embargo, en otros no. Puntualmente, en dos aspectos que refieren al “derecho al desarrollo” y que surgieron a pocos años de nacida la Organización se pueden observar la inutilidad de su prescripción: pese al voto mayoritario de sus miembros en contra del bloqueo económico de Estados Unidos a Cuba, por un lado, y a favor en el derecho del pueblo de Palestina a tener su Estado independiente, por otro, ninguna de esas dos cuestiones se han resuelto y abortan así el ejercicio del “derecho al desarrollo”.

En el primer caso, el bloqueo a Cuba significó privaciones de décadas y décadas a la isla del Caribe para ejercer ese derecho –por ejemplo, en acceso a remedios, entre otros–, que sólo la tenacidad e inteligencia de su pueblo y de sus dirigentes pudieron paliar y combatir generando de condiciones de vida dignas. En el segundo, lamentablemente miles de palestinos han muerto o sufrido por la falta de cumplimiento ya no sólo de la aplicación de los principios del “derecho al desarrollo”, sino de otras resoluciones de la ONU ignoradas por el Estado de Israel.

Otro caso que por estos últimos años nos habla de esta ausencia de derechos a la posibilidad del desarrollo es el flujo creciente y dramático de emigrados y refugiados que escapan de condiciones de pobreza extrema y de las guerras en Siria o en el Norte de África con la esperanza de llegar a Europa y sólo encuentran allí, en miles de casos, la muerte en un naufragio o la llegada a destino… apenas para encontrarse con más escarnio, represión, exclusión, centros de detención, rechazo y falta de derechos. Todo ello, en muchas ocasiones, pese a la letra escrita de compromisos asumidos en los países receptivos, que dicho sea de paso tuvieron en la historia responsabilidades directas en el atraso de los países de los que la gente huye.

Pero por fuera de estos ejemplos puntuales, a los que podrían agregarse otros profundamente desoladores y humillantes en las naciones más empobrecidos del planeta, lo que subyace como contradicción principal al ejercicio de un derecho al desarrollo es una estructura económica y social globalizada que se ha dado en llamar “neoliberalismo”, y que es, apenas, una fase del sistema capitalista mundial que se fue imponiendo desde que naciera en la vieja Europa pocos siglos atrás.

Se entiende por neoliberalismo a una etapa del capitalismo en la cual el bloque de poder y sus agentes más beneficiados, los de riqueza más concentrada, intentaron y lograron en las últimas décadas recuperar tasas de ganancia altísimas y obscenas, que habían cedido, al menos en su grado de irracionalidad, luego de la Segunda Guerra Mundial.

Explotación

Mediante herramientas como la captura de riquezas públicas, la privatización de espacios antes reservados al derecho social o público y ajeno al lucro, reformas impositivas a favor de las empresas y las familias más adineradas, la desarticulación de funciones regulatorias de los Estados o, como suma de todos esos y otros mecanismos, la transferencia de ingresos de abajo hacia arriba (tal, el verdadero “derrame” ofrecido), el neoliberalismo supuso una profundización de las condiciones de explotación del capitalismo tras el período de posguerra –cuando en parte se vio constreñido a aceptar algunos pactos sociales– y por lo tanto la violación de muchos derechos humanos, entre ellos el “derecho al desarrollo”.

El hecho de que la Declaración de la ONU sobre ese derecho hubiera ocurrido en 1986, cuando el neoliberalismo gatillado pocos años antes estaba en pleno furor ascendente, con líderes en el poder como Ronald Reagan en Estados Unidos, Margaret Thatcher en el Reino Unido de Gran Bretaña o Helmut Kohl en Alemania, entre sus principales exponentes, no es sin embargo en sí mismo un hecho hipócrita. Más bien expresaba algún grado de conciencia y advertencia, al menos en algunos de sus impulsores entre los diplomáticos internacionales, acerca del camino que estaba emprendiendo la humanidad, o más bien que estaban imponiendo a la humanidad los agentes neoliberales principales: el poder financiero y el poder militar occidentales. Ambos estaban comenzando ostensiblemente a truncar posibilidades al desarrollo de los países y de los pueblos que se venían observando luego de 1945, cuando se habían iniciado acciones que iban en esa dirección como consecuencia de, por ejemplo, los procesos de descolonización, las reformas agrarias, los roles de los Estados más comprometidos en orientar el manejo de los recursos económicos, en disciplinar a sus elites dominantes, en emerger alternativas al modelo capitalista. 

Restauración

En palabras de Gérard Duménil y Dominique Lévy (*): “El neoliberalismo es una fase del capitalismo en la que entró en el transcurso de los años 70 y 80. Es un hecho político, en el que toda la economía ha sido arrastrada, cuyo objetivo era acrecentar los ingresos de las clases superiores. Se puede incluso hablar de una ‘restauración’ en la medida en que los ingresos de estas clases habían estado contenidos en el curso de los primeros decenios de la posguerra. A la vista de este objetivo, el neoliberalismo ha sido un éxito formidable en la medida en que los altos ingresos se vieron enormemente incrementados. Es de común notoriedad que el neoliberalismo ha estado en el origen del espectacular aumento de las desigualdades en Estados Unidos, en Europa y en la periferia”. 

Por lo tanto el neoliberalismo no es otra cosa que una vuelta, más sofisticada a los orígenes capitalistas, cuando, en el siglo XIX, las distancias entre los ingresos de los pocos (o no tantos, pero menos que ahora) millonarios y magnates respecto de las clases empobrecidas era colosal. Y cuando la tasa de imposición a ganancias y rentas era ínfima. 

La codicia, la falta de regulaciones y la expansión del capital, que se hizo imperialista, llevó a dos guerras mundiales y a otras calamidades, hasta que en la mitad del siglo XX se llegó en varias regiones de Occidente al “pacto keynesiano”, que permitió un mayor equilibrio entre el capital y el trabajo, un rol más activo del Estado en tanto garante del sostén del ciclo económico y atenuador de tensiones sociales y, entre otras características, esquemas impositivos más justos, es decir más gravosos para las grandes empresas y fortunas.

Tasa de ganancia

Si bien los beneficiados de siempre siguieron ganando mucho dinero, su tasa promedio de ganancia o rentabilidad fue cayendo (de 40 a 10 por ciento entre los años ‘50 y ‘70, según mediciones de Anwar Shaikh y otros economistas), hasta que entonces los dueños del capital más concentrado y sus protectores políticos dijeron basta. En los países industrializados, el cambio de ciclo generó represión y pérdida de derechos, aplicadas más o menos gradualmente. 

Los “neo” liberales volvieron a reposicionar esa acumulación capitalista para pocos allá donde había quedado, antes de las guerras mundiales. Bajaron las medidas regulatorias. Bajaron las tasas impositivas. En países del Sur, a decenas de miles de personas les costó –además de lo anteriormente descripto– la propia vida o la libertad; a muchos gobiernos democráticos, su desplazamiento por la fuerza.

En esta etapa hubo dos rasgos novedosos: primero, el capital financiero y los grandes bancos cobraron preeminencia; segundo, se facilitó el movimiento de capitales por la revolución en las tecnologías informáticas. Otro rasgo fue el de la concentración, pero en verdad éste siempre existe como tendencia.

Numerosos estudios han dado cuenta en las últimas dos o tres décadas de cuán mal y desigual está distribuido el ingreso de la renta que perciben los Estados, de cómo 1, 5 o 10 por ciento de las clases más acaudaladas han ido incrementando su participación en el total mientras las mayorías restantes se empobrecen y pierden derechos. En tanto y en cuanto ese sistema perviva, el derecho al desarrollo se parecerá mucho a una quimera y sólo podrá tener algunos éxitos parciales, pero infinitamente insuficientes, en algunos casos.

* En La crisis del neoliberalismo. Preguntas planteadas a Gérard Duménil y Dominique Lévy por Bruno Tinel (rebelion.org) o en La gran bifurcación, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2016.