En el prólogo de un libro sobre Eduard Mulhall, Borges escribió: “era un hombre de acción, habrá vivido en el presente, en un orbe de riesgos, de problemas, de bruscas decisiones; el tiempo de este libro es el moroso tiempo de la memoria y de la lúdica fantasía. Los hechos, cuando ocurren, son momentáneos; harto más firme y duradero es lo que lo sigue. Pienso en el recuerdo, en el mito, en la historia, en la poesía épica o elegíaca, en este libro”.
Efectivamente, la distancia temporal vuelve leyenda a los prodigios de ese irlandés que había llegado a mediados del XIX buscando suerte. Junto a su hermano Michael, que había tomado los hábitos y llegó a ser secretario del Papa, fundó The Standard, el primer diario de lengua inglesa de Sudamérica. Pero fue durante la guerra de la Triple Alianza, donde marchó como corresponsal del Times londinense, que la suerte le sonrió. Según narra su yerno Ernesto Buckland, Eduardo Mulhall volvió con la viuda del mariscal Solano López, la vilipendiada Madame Lynch, a quien alojó en su quinta Lambaré, y con unas tierras que le compró a un oficial ubicadas en una isla de Bahía San Blas, en el extremo sur de la Provincia de Buenos Aires. Allí montó una salinera que proveía a los exportadores de carne y explotó ganado lanar. Y allí se transformó, como en el libro que prologara Borges, en personaje de las memorias de su nieta, Constance Backhouse, publicadas bajo el título Gauchos e Institutrices.
Hija de Buckland, nacida en Viedma en 1903, fue la última de 6 hermanos. En el texto los varones, que murieron en las guerras sirviendo al imperio británico, apenas son mencionados. Su padre, “un hombre naturalmente silencioso”, es otra figura afantasmada. Amigo de Hudson, que pasaba temporadas en la estancia observando aves, es mencionado en Allá lejos y hace tiempo; su madre, “intensamente musical”, pasaba sus días tocando el piano y el harpa. En cambio Ouida y Erlita, sus hermanas, son las partenaires incansables en sus aventuras infantiles.
Por entonces a la isla se llegaba por mar, a un espigón precario, o por tierra, cuando bajaba la marea y era posible atravesar la lengua de agua en carreta. Una vez a la semana desde el techo de un chiquero donde se refugiaban, las tres niñas veían llegar una diligencia que cruzaba por Paso Lucero. El arribo de una institutriz, renovada cada cierto tiempo, marcaba un impasse en sus vidas. “La dureza del clima, la soledad intolerable de la isla, socavaban la fuerza de voluntad de esas mujeres corajudas”.
La población, escueta, era muy variada: puesteros criollos como Juan Callado, el silencioso, Tomas Sheen, un “gaucho alto, flaco, pelirrojo”, uruguayo de padres irlandeses al que decían Mentira Fresca, una cocinera italiana y un mozo gallego que servía la comida con guantes blancos, convivían con peones gauchos medio indios y cada tanto con algún colono suizo, holandés o yanqui que se aventuraba a probar suerte. Pero sobre todo los animales, principalmente caballos, aunque no faltaban perros, gansos, cerdos, algún conejo huérfano, el zorrino Sorry y hasta un charito, Juanita, fiel como un perro, eran parte de la vida de las niñas coloradas que desde muy pequeñas montaban en pelo y recorrían solas las miles de hectáreas desérticas de la isla salobre.
No sin perplejidad, ya fuese irlandesa, escocesa, alemana o francesa, la institutriz de turno era conducida por horas en una especie de iniciación a las zonas de naufragios que dejaban ver barcos encallados, donde la leyenda de tesoros enterrados por piratas resultaba verosímil. O a un pequeño cementerio donde yacía una gobernanta francesa que, sonámbula, murió ahogada. La visita incluía un túmulo indígena eludido por los paisanos, que temían al gualicho, de donde cada tanto extraían puntas de flechas y alguna calavera. También solían pescar corvinas, lenguados y pejerreyes y les enseñaban a nadar en las corrientes, a cabalgar en los médanos y a comer asado cortando con el cuchillo mientras se sostiene la carne entre los dientes.
Era un mundo de contrastes. En el living victoriano de la enorme casona colonial erigida en medio de la nada, el piano de teclas amarillentas “recordaba tristemente los dientes de un caballo viejo”. “Escuchamos a mamá cantando una de las tonadas más tristes de Irlanda. Entramos a la sala por la puerta abierta y vimos la tenue luz de dos velas sobre el piano, mamá tocaba y cantaba en penumbras y sin la música. Ni notó nuestra presencia y nos sentamos modosas sobre la alfombra verde y floreada. Estábamos totalmente cautivadas y embrujadas por la música. El ñandú, sin embargo, amaba solamente la música del harpa”. Cuando las cuerdas vibraban, “Juanita procedía a doblar sus largas y escamosas patas, acomodar sus alas, cerrar sus ojos marrones y saltones y con su cuello serpenteoso moviéndose al son de la música disfrutaba de cada nota”. “Secretamente, estábamos muy orgullosas de tener un ñandú con tan buen oído para la música”. A veces la institutriz escocesa les hacía representar La caza del Snark de Lewis Carroll y entre cabalgatas y lecciones de alemán o francés leían a Kipling o a Conan Doyle en el techo del chiquero mientras se pasaban las cartas de Marion, la esposa de Michael Mulhall, que “era una mujer ostentosamente hermosa y ambiciosa”, en las que se explayaba hasta el hartazgo sobre la realeza y narraba una y otra vez su cena con el Emperador de Brasil.
Mientras, la infancia iba quedando atrás. Constance narra con parsimonia la vida de los esquiladores de estación “que partían a gastar sus discos de lata bien ganados en una salida extraordinaria a Patagones. Ya no los veríamos sentados comiendo asado en el galpón, ya no se escucharían más los sonidos de sus guitarras y acordeones tocando tonadas inquietantes de tango, habaneras y milongas a la luz de la luna, cantaban sobre el amor, la guerra, y la soledad, pero más que nada cantaban sobre el amor”.
A veces acompañaban a su padre en las noches de luna llena a custodiar las tropillas de las incursiones de indios o de padrillos salvajes que solían arriarse puntas de yeguas. En ocasiones debían manejar escopetas para abatir zorros que diezmaban gallinas y ovejas. Una vuelta se les ocurrió cabalgar chanchos, con resultados esperables. Sin que hubiera contradicción, representaban la saga del rey Arturo montadas en sus dóciles petisos; armadas con espadas de madera sostenían justas singulares entre los médanos. En su mundo todo estaba conjugado. Con admiración, Constance describe al gaucho: “montado es un centauro, es sin duda el aristócrata de las pampas”. “Pobre Polly”, se quejaban las tías, “estas tres hijas suyas tendrán las piernas curvadas si se les permite andar así a caballo todo el día”.
En épocas de vacas gordas viajaban a Londres, París y Dublin, hospedándose en los mejores hoteles y visitando tías monjas. O pasaban temporadas en Buenos Aires. Paraban en Lambaré, que ocupaba una manzana entera. Sospechosamente silenciosa, se decía que la casa estaba embrujada, y circulaba la especie de que en el ombú del patio habían colgado a once prisioneros en época de Rosas, “un dictador salvaje”. La paradoja es que la familia estaba ligada a Rosas: su bisabuelo Buckland había sido enviado por Canning para organizar el ejército.
Lo mejor era la vuelta a San Blas: “nos encantaba despojarnos de nuestra vestimenta elegante de ciudad”. Y vuelta a cabalgar. Un día encontró una oveja agonizando con el vientre abierto por un zorro: “le volé los sesos para que acabara su sufrimiento”. “Esto me dio la convicción de que aunque la vida es cruel a veces, la muerte es siempre bondadosa”- reflexiona. La frialdad británica y la rudeza criolla la habitaban como una segunda naturaleza.
No es fácil discernir civilización de barbarie en el relato de Constance. Sí es claro que la felicidad está en esa infancia perdida, acechada por la historia. Durante un viaje a París, estando en el Ritz, los rumores de desmembramiento de la fortuna familiar, que suponía la venta de las estancias, acompañaron el atisbo de la primera guerra mundial. En esa ocasión un tío con cara de morsa le espetó: “Te interesará saber que para mí es un gran error nacer en el extranjero. Siempre trata de evitar nacer en el extranjero”. Sus mundos estaban divididos. “Fue mientras nos conducían por las adoquinadas calles de Lisboa que nos dimos cuenta que finalmente estábamos en Europa, donde la historia se escribe y reescribe constantemente”. Para no padecerlo, recuerda, “teníamos una ley no escrita: cuando estábamos en el exterior nunca se mencionaba nuestra vida en San Blas”.
El tiempo de la esquila y la partida de la institutriz “eran hechos que ocurrían con monótona frecuencia en nuestras vidas”. Al llegar la nueva, una implacabale teutona, le hicieron la rutina de iniciación, que esta vez incluía el don de Ouida de hipnotizar gallinas y la presentación del loro de la cocinera paraguaya que murió de susto al ver un guanaco asomarse por la ventana. El loro, que cantaba coplas libertinas, “parecía un anciano disoluto de la época de Tolouse Lautrec”. Pero llegó la sequía, y vieron cómo su padre mataba los caballos que se acercaban a los bebederos de las ovejas, mientras los peones los carneaban, salaban y cuereaban. Brusquedades habituales, hacían que la cara usualmente rosada de la institutriz se volviera súbitamente blanca. “No es femenino montar en cerdos”, y “no es femenino montar con un zorrino en la blusa” eran sus frases habituales e inútiles.
Finalmente ocurrió lo inevitable. La venta se consumó y fueron a vivir a una quinta en Hurlingham, reducto exclusivo de la comunidad británica, donde las hábiles amazonas criollas ganaban torneos ecuestres con facilidad. “Nunca volvimos al viejo casco de la estancia, pero a menudo en sueños vuelvo al techo del chiquero”. Constance se casó durante la guerra con un capitán de la flota británica. Nombrado agregado naval para Sudamérica, al retornar, escribe, “cumpliría con un antojo: me compraría un caballo”.