Cuando nosotros, los libertinos, vemos los episodios de Sex Education por Netflix con emoción admirativa frente a tanta educación sexual a corazón abierto, nos viene a la memoria el eco ya lejano de “Nosotros, los victorianos”, el provocativo, lúcido prólogo de La voluntad de saber, primer volumen de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault. Y eso es así porque además de que leímos ese texto hasta secarnos los ojos, la serie pronto enfoca la cuestión de hablar de sexo hasta por los codos. “Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y hablar de su represión, posee como un aire de transgresión deliberada”, escribió Foucault. “Quien usa ese lenguaje hasta cierto punto se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley; anticipa, aunque sea poco, la libertad futura. De ahí esa solemnidad con la que hoy se habla del sexo. Después de decenas de años, nosotros no hablamos del sexo sin posar un poco: consciencia de desafiar el orden establecido, tono de voz que muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en llamar a un futuro cuya hora uno piensa que contribuye a apresurar”.

Las terapias sexuales, la ascendente sexología, la compulsión a hablar de los problemas sexuales en forma de confesión laica en los más diversos consultorios (“somos la única civilización en la que ciertos encargados reciben retribución para escuchar a cada cual hacer confidencias sobre su sexo”) eran algunos de los blancos favoritos del último Foucault. Pues bien, Sex Education hace caso omiso de que el discurso sobre el sexo va de punta contra la represión; es más, no parece tener nada que ver con –o contra– la represión sexual aunque, sí, de tanto hablar de sexo, desliza la sospecha de que algo no funciona del todo bien. ¿No habrá alguna represión subliminal por debajo de tanta liberación?

Sex Education trata de situarse en la grieta entre libertinos y victorianos con algo de jacobinismo sexual y una demoledora capacidad para meter en la lavadora (artefacto clave en la casa de Jean, la terapeuta interpretada magistralmente por Gillian Anderson: la lavadora en la que va a lavar las sábanas de las poluciones nocturnas de su hijo Otis), mezclar y centrifugar una cita inmensa que usa como referencia los 80 británicos, mientras enjuaga y escurre los restos más deprimentes de American Pie, y logra encauzar con eficacia la tradición de las comedias teen en el feminismo 2.0 y en la diversidad étnica. Enumeremos. En Sex Education la homofobia se volvió anacrónica, podés ir travestido a una fiesta de la escuela, un negro puede ser gay y/o provida, los raros son tan diversos como sexies, los débiles pronto revierten el bullyng, quedando a salvo de sufrimientos muy prolongados y efectos psíquicos irreversibles. Pero si la realizadora Laurie Nunn explicó que la estética “ochentas” de la serie remite al referente del cine teen John Hughes, la lavadora de la casa de Otis traiciona su inconsciente: ¿acaso no son Otis y su amigo Eric reencarnaciones asimétricas pero posibles de los chicos de Ropa limpia, negocios sucios (“Mi bella lavandería” en la traducción del título original), la película de Stephen Frears de mediados de los 80 con guion de Kureishi? No había Netflix, pero Channel Four también te consagraba. 

El inmigrante pakistaní y el hooligan que aporrea inmigrantes se alían en una lavandería donde se revuelcan los que afuera deberían apalearse y donde se lavan los negociados de los inmigrantes arribistas; en Sex Education,  el memorable personaje de Daniel Day-Lewis parece desdoblarse en Otis y en Adam, el chico amigo del gay y el matón hijo del director del colegio. ¿Y no es la madre de Otis, la terapeuta sexual que en realidad derrama involuntariamente traumas y más traumas por todas partes como sin querer queriendo, un espejo posible para la madre transgresora y bastante incestuosa por cierto, que encarnaba Anjelica Huston en Ambiciones prohibidas? No se interprete aquí una velada acusación de apropiaciones indebidas sino todo lo contrario; hacemos el intento de indagar en un linaje oculto pero más decisivo que el de las comedias teen, a las que obviamente Sex Education remite. 

En los años 80, Stephen Frears buscaba transgredir a fondo tomando el sexo entre diferentes, opuestos o diversos para tramarlos en una zona de auténtico conflicto social y cultural. El sexo proletario (Sammy y Rosie), el sexo prohibido de los jóvenes iracundos (Susurros en tus oídos), el sexo al borde del incesto o entre opuestos raciales. El sexo de aquellos films era velado, se lo podía intuir intenso pero en claroscuros. Para tener sexo prohibido, en los baños que frecuentaba Joe Orton alguien siempre rompía la lamparita de un piedrazo. En Sex Education se muestra de más y, sobre todo (confirmando las sospechas de Foucault), se habla mucho, y probablemente, también de más. 

Otis está marcado por la liberación sexual que vendría a promover su madre según el mandato de liberarse de la represión ejerciendo una adecuada escucha de los problemas sexuales y bajo la irritante muletilla progre: “Hablemos”. Otis escucha y escuchó tanto, que nada de eso puede servirle para la anhelada y postergada práctica sexual. Está atado al trauma de haber visto coger a su padre. Y es el padre quien le dice que a la virginidad no hay que romperla sino atravesarla como a un fantasma, y dejarla atrás. Ese trauma le impide siquiera masturbarse, aunque no le impide (y esto es un notable hallazgo de Sex Education: separar sabiduría de experiencia) convertirse en un teórico brillante con un ojo clínico certero para “curar” a los pacientes, y sobre todo, para conciliar a los que se aman pero no se desean. Otis tiene algo de Mr. Bean y algo de su madre: no controla su cuerpo ni sus gestos como Mr. Bean pero sabe de su cuerpo y de su deseo, así como su madre sabe acerca del deseo y el goce en general. El problema es que no sabe como pasar de la teoría a la práctica, mientras que su madre –también bloqueada– parece no saber cómo volver a la teoría.

Otis habla de sexo con suficiencia y una sabiduría que va encontrando su razón de ser en la improvisación, en la perorata que va ensayando frente a sus pacientes alumnos, y, como dice Foucault, lo hace “no sin posar un poco”.

Lo mejor de todo es que en el fondo Sex Education no educa ni enseña nada, nada que en verdad no sepamos, nada que en verdad un chico o chica avispada de Moordale no pueda investigar por su cuenta en internet, y más allá de algunas recaídas en los brazos de la corrección política, no se pone en ningún momento del lado de los victorianos. 

Y hasta se burla de los libertinos, que nos ponemos tan contentos por tener la oportunidad de volver a hablar un poco sobre sexo sin tanta coerción pedagógica ni puritana. ¿Cuánto hace que no lo hacíamos?