Hasta hace poco tiempo, la obra de Giuliana Kiersz era una especie de secreto. Pese a haber sido seleccionada en becas y festivales, y premiada en 2017 con el décimo premio Germán Rozenmacher a la Dramaturgia por El Fin, y al margen de haber estrenado una obra en París (que nunca vio) y publicado un libro que reunía tres de sus obras, poco de su material había sido plasmado en salas teatrales. Tal vez porque su poética y cierta experimentación en las formas de escritura la aleja de algunos cánones escénicos. Tal vez porque, a diferencia de muchos autores de su generación, a esta dramaturga nacida en 1991 no la seduce la idea de dirigir sus obras. O tal vez porque le basta la escritura –y la lectura por parte de otro– para dejar asentada una pregunta.

“Cuando escribo nunca pienso en escenas ni imagino nada en forma de escenario. La dramaturgia, para mí, tiene que ver con un estado de recepción más que con una forma de representación”, explica. Lo que sí tiene en cuenta al escribir es el modo en que será recibido, el contexto en que llegará su escritura a quien la reciba y qué preguntas podrá disparar.

¿Por eso no dirigís?

--No me interesa, pero tampoco sé si podría hacerlo. Y a la vez me interesa que haya un diálogo entre lo que escribí y lo que pasa cuando lo agarra otro. Por ejemplo, cuando vi cómo Maruja había trabajado El fin me pareció hermoso.

Kiersz se refiere a la puesta de su obra que Maruja Bustamante dirigió en el Centro Cultural Ricardo Rojas a comienzos de año. De a poco, su trabajo en las profundidades empieza a verse plasmado en escenas. O en lugares, como el caso de Jardín sonoro, la propuesta del Jardín Botánico en la que participa con una obra junto a otras seis dramaturgas que intervienen el espacio público a través del sonido que los visitantes reciben en sus celulares mediante una app. “Me sedujo la idea del espacio público. Es un proyecto hermoso al que nos convocaron para escribir un texto en relación a la naturaleza, y a partir de esa premisa fui bastante ahí a ver qué me inspiraba.”

Además, Kiersz viene trabajando e investigando –con una beca de la Secretaría de Cultura– sobre el espacio público y las manifestaciones en México. Hasta allí viajó para enfocarse en algunos movimientos sociales e indígenas. Fue a las manifestaciones cafetaleras en Xalapa, también a Chiapas, donde no hay manifestaciones pero aprendió sobre el movimiento zapatista; entrevistó a mucha gente y, alrededor de las preguntas que se le plantearon, está armando una instalación para México y un nuevo libro para Argentina.

Conoce el universo del libro. Empezó a escribir desde muy chica, siempre volcada a la dramaturgia. Rara Avis publicó Luces blancas intermitentes, con tres obras suyas que, a la vez, pueden ser leídas sin problemas como un continuo y una pieza poética. Ella no reniega. La pérdida de las etiquetas y el reguero de dudas la confortan. A la vez, dice que está dejando atrás una etapa de escritura y trabajo sobre voces propias, que lo que viene supone contar otras cosas más ligadas a lo que ocurre por fuera de ella.

“Me pregunté mucho tiempo cómo debía actuar en Chiapas, si era invasivo. Qué rol tenía yo, como artista blanca, de sentarme a escuchar en los Caracoles. Y a la vez ver qué hago con eso. Hay algo de lo racial muy fuerte, que acá en Argentina lo tenemos muy negado, y pensaba qué tipo de artista soy y cómo me voy a vincular con eso que escriba, ese mundo que voy a representar y no es mío”, dice.

Para aplacar las dudas, quizás, Kiersz está leyendo La ilusión documental, que el fotógrafo japonés Takuma Nakahira escribió en los ‘70 para explicar las complejidades y sus modos de acercarse a la realidad. En relación a la actualidad, el contexto y las formas en que el mundo se cuela en el arte, la autora de El fin dice que trata de quitarse las ideas previas, los prejuicios, y que su trabajo no sea concluyente: “No quiero escribir o producir algo que intente decir qué es lo que pasa en México; creo que es mejor abrir y ver qué pasa, dejar preguntas, dejarse sorprender”.

¿Creés que hay algo generacional en tu escritura? ¿Es la tuya una generación que habla de lo que sucede en el mundo?

--Una editora en México me dijo que todos somos partes de un movimiento. Y el pensamiento individualista hay que soltarlo, porque todos somos partes de algo más. Hay distintos movimientos, que se juntan y separan más ocasionalmente, pero no hay nada tan individual. Hay cruces: como cuando con Paula Cancela trabajé mucho sobre el feminismo; o como lo trabajamos, desde otro lado, con Maruja. Sí creo que hay una producción muy vinculada a la coyuntura y al contexto político, que a veces no nos damos cuenta de que en otras partes del mundo no sucede.

Somos hijos de los ‘90 y de una cultura profundamente individual, ¿cómo entregarse al colectivo?

--¡Cómo no vamos a ser una sociedad individual si tenemos protagonistas! Siempre nos contamos, artísticamente o en la Historia, a través de protagonistas. Hay que dejarse llevar en distintos colectivos, dejar partes de una en distintos lugares.

En tiempos de Netflix, ansiolíticos y refugio hacia adentro, Kiersz cree que el teatro, y por eso también lo elige como su universo, es un espacio de encuentro y en el que el material que alguien creó dialoga en presente con quien lo recibe. Y eso rompe también con la individualidad. El mismo concepto vuelca en su trabajo como programadora en la Ciudad Cultural Konex. Todo está puesto en función de un diálogo, de una intervención social. Aunque, dice al final, quizás el teatro tenga más vida fuera del teatro, ocupando el espacio público.