Hay fechas que desarticulan la idea de que el tiempo es una flecha lanzada hacia delante, o menos aun, una línea en la que es posible acomodar como piedras en hilera hechos, memorias, nacimientos, muertes. El 24 de marzo es una de esas fechas. Tiene la potencia de curvar la línea de tiempo, de hacer converger en el mismo punto pasado-presente-futuro; memoria y deseo, acción y resistencia. Ese punto: el cuerpo. Sus marcas, las imágenes que lo habitan y lo modelaron, los artificios que se eligen cada vez, los que se conservan como cicatrices aun cuando se pueda prescindir de ellos. El modo en que ponemos el cuerpo en la calle, cómo y para qué, con quiénes; de qué se trata estar presente. Porque es 24 de marzo y presente es afirmación colectiva y grito chamánico que nombra y arrastra este disloque del tiempo: les niñes, les ancianes, los y las que no están, adultxs de todas las edades, les adolescentes dicen presente. Todos los cuerpos en la calle dicen presente y se anudan a la vez con el conteo que no se detiene de los años pasados entre los hechos y la progresión de la vida, los que transformaron los cuerpos, los que transformaron la memoria de los cuerpos que faltan y se reponen en imágenes planas, alguna vez siluetas, hoy -y desde hace tiempo, quién sabe exactamente cuánto y para qué contar- son caras en una bandera que corta la multitud a la mitad como una herida expuesta o a lo mejor una costura que insiste: presente-futuro-pasado. La memoria no hace esfuerzos, es el presente el tiempo que reclama y rebusca otras escrituras para forzar el tiempo a hacer su curva, el hilo de un barrilete que se afloja y obliga a hacer un giro para volver a ondear la cola en el viento. Aun cuando se insista, no es una ceremonia de duelo, no es nada más que el recordatorio de lxs masacradxs ni el homenaje de les sobrevivientes. Es la puesta en acto de un acuerdo que se fue afianzando al mismo tiempo que se caminaba en espiral, girando por idénticos paisajes y a la vez transformando, indefectiblemente, los hechos a los que se vuelve cada vez con ojos distintos. Ese acuerdo es, sí, una celebración. Y aunque se repita por comodidad, por alguna pereza frente al conflicto, éste conflicto, no se celebra el Nunca Más, no hay celebración en la puesta de límites, menos en esa puesta de límites que justamente nos había robado eso que hace que los 24 de marzo desborden de vitalidad frente al recordatorio del exterminio: la voluntad revolucionaria de una generación. El sueño revolucionario de una generación que puso el cuerpo.  Un sueño que se escapó de los límites del Nunca Más y su modo blanco -y esta palabra está cargada de su sentido racista y colonial- de sellar una teoría tranquilizadora para la dócil y callada población civil y para la Iglesia Católica y para la elite empresaria. Un sueño que abrazamos, caminando año a año por la espiral del tiempo, acercándonos a la vez que la cronología pretende poner distancia sin éxito. Hubo que insistir hasta delinear los cuerpos que nos faltan, las siluetas, las fotos, los recordatorios, la eterna lista de los nombres, los detalles biográficos; la recuperación de los restos, algunos, tan pocos; las ficciones, las narraciones, las voces que hablaron de tanto preguntar, las marcas en las veredas, en las escuelas, las fábricas, las universidades, los sindicatos, las voces de les sobrevivientes pasando por los estrados, una vez, otra, otra más. Todas esos giros del tiempo y de la memoria, aproximándonos y separándonos, escritos en el cuerpo, en el de cada quien y en ese cuerpo colectivo que toma la calle. Frente a la memoria del genocidio insuflamos también memoria de un deseo radicalmente desobediente de inventar otro mundo, de vivir otro mundo, de escribir en estos cuerpos ahora presentes ese mundo otro. Ese deseo es el que desborda la ceremonia del duelo, el recordatorio de la muerte y la evocación lineal de las luchas revolucionarias. Aunque se intente ordenar, desborda. Son les adolescentes gritando presente para les desaparecides. Son las maricas y las travas bailando en la calle contra el terror que se impone ahora mismo -dentro de la columna de un partido político, Nuevo Encuentro-, son las indias y las negras y les queer y las feministas en alianza política para decir que las guerrilleras son compañeras sin ganas de moderar la palabra de guerra, haciendo convivir a Norma Arrostito -esa guerrillera estigmatizada hasta el hartazgo en revistas como GENTE- con Juana Azurduy y al Robi Santucho -coloreado para que aparezca también la fragilidad en las imágenes congeladas. Y todxs lxs que bailan, las que hacen vibrar los parches de los tambores, las que traen a esta marcha el glitter de otras. Desborda porque no está todo clavado en la memoria, está vivo en el cuerpo y no reconoce la autoridad de ningún bronce, ninguna figura estática. Si en los 70 no eran putos ni faloperos si no soldados montoneros; ahora somos sí somos putas y somos tortilleras, las guerrilleras son nuestras compañeras

Por supuesto llega el apercibimiento: esa marcha no es correcta, qué tienen que ver las drag queen con les familiares de los y las desaparecides, por qué critican al gobierno cuando se trata de recordar la muerte –y recuérdenla bien, de paso, así funciona de amenaza–; el disciplinamiento llega en discursos oficiales: la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Germán Garavano. Pero también la mirada torva de algunos compañeros y compañeras. Y la violencia solapada que corre como electricidad por las redes aunque a veces es amenaza lisa y llana. ¿Es gracioso? ¿Es indignante? A veces da miedo, otras arcadas, muchas más rabia y obstinación. Pero no alcanza para diluir la fiesta de sabernos presentes, de gritar presente, de reinventar el presente.