Verónica Zumalacárregui abre los ojos como si fuera un personaje de animé. Acaba de probar una bola de fraile. El dulce de leche atraviesa sus papilas gustativas y el subidón de azúcar hace jackpot, pero la mujer lanza a cámara un veredicto impensado: “¡Agua de azahar! Madre mía, es el sabor de una rosca de Pascua aunque con una textura más esponjosa”. Hace unas pocas semanas, la conductora de Me voy a comer el mundo (El Gourmet) estuvo en la Argentina rodando un episodio del envío más exitoso de la señal. La ingesta calórica fue importante: asado en las afueras de la Capital, pizza en Güerrin, fernet como bajativo nocturno y una merienda en el barrio de Palermo. A ese encuentro asistió PáginaI12. Como en otras ocasiones, Zumalacárregui visitó a gourmets y aficionados, paseó por diversos rincones de la ciudad, abrió las heladeras de casas ajenas y transformó el clisé en una caja de Pandora. Este episodio se podrá ver hoy a las 19.30 y 22.30, en el estreno de la tercera temporada del envío.

Un zapping por el cable y el on demand lo constatan: el formato de viajes y comidas es uno de los más irresistibles del presente. Y este programa no dista de aquellos que bucean la idiosincrasia lugareña sin miedo a zambullirse en sus platos típicos. La madrileña probó sushi en Tokio, gumbo en Nueva Orleans, tacos en México, ceviche en Lima y pasta en Nápoles. Sin embargo, el desafío –y mérito– de Zumalacárregui es enseñarlos de manera clara y sin afectación, como si fuera una compañera de viaje. “Creo que el distintivo del programa son las personas que nos enseñan el país que estamos recorriendo; ellos son los locales y además siempre nos lo cuentan en español. No es un extranjero que vive en Taiwan sino un taiwanés que te lleva a su mercado, a su casa, a que conozcas a su familia lo que comen y cómo lo hacen a diario. Es un formato muy genuino en el que alguien que ha nacido en un lugar te abre sus puertas. Viajamos de una forma muy real. El retrato es fidedigno”, recalca Zumalacárregui. Cabe mencionar que los anfitriones de la merienda porteña no fueron elegidos a dedo sino que se contactaron con la conductora vía Instagram luego de que anunciara su visita.

El suceso del ciclo derivó en un segundo envío, Abuelita linda, dedicado a las recetas tradicionales mexicanas asistida por las matronas. “La gastronomía, en definitiva, es una excusa para conocer una cultura y estilo de vida. La comida es el hilo conductor. Ir a Yucatán para comer un cochinillo pibil cocinado bajo tierra y enterarte de que la gente duerme en hamacas. O meterte en una casa de Hanoi y ver cómo una señora muy mayor te cocina, que en el piso superior de su casa hay un santuario con las fotos de sus antepasados y que ella les cambia los platos cada día: eso es conocer la forma de ser de un pueblo de la manera más acabada”, detalla. 

–¿A qué se debe el suceso foodie?

–No sé bien cuál es el motivo, aunque claramente es mundial. Lo vemos en la Argentina, en España o en Asia. Los Masterchef y Top Chef afloran en todas partes. Es paradójico y divertido, pero creo que va asociado a la moda fit. Comer y cuidarte. La nueva veta es lo de la alimentación sana. 

–Algo parecido sucede con el proceso de gentrificación y que las ciudades se vayan asimilando unas a otras. ¿Lo notás?

–Sí. En todas partes ves las cadenas de hamburguesas y tal local de ropa español. Los barrios bajos se vuelven refinados. Las primeras impresiones siempre te recuerdan a otro lugar. Pero, a su vez, lo bonito de viajar, y que intentamos reflejar aquí, es lo que está por fuera de lo turístico.

–Anthony Bourdain marcó un antes y un después en esta línea de combinar viajes, gastronomía y desfachatez. ¿Sos como una Bourdain madrileña pero más amable?

–No me atrevería nunca a compararme con Bourdain. Nunca podría ser como él, por su talento y su background: él era cocinero. Y ése es uno de los sellos de este programa, porque yo no soy chef ni crítica gastronómica. Voy a un país con una mente súper pura y sin prejuicios de las costumbres en lo referido a la comida. Lo que quiero es que tú viajes conmigo como si fuera la primera vez.

–Pero, al igual, que Bourdain se nota mucho cuando hay algo que no te gusta, no hacés nada por ocultarlo...

–Bourdain era más políticamente incorrecto que yo. Él era chef. Yo puedo decirte “me gusta” o “no me gusta”. Pero no puedo decirte “esto es malísimo” y menos en la casa de gente que te invita a comer. Puedo decir “esto es diferente” o “particular”. Estoy en la casa de una persona asiática, huésped con toda una familia, y la abuela prepara su plato estrella: no puedo ser descortés. Puede que mi paladar todavía no esté hecho para eso.

–Estuviste en treinta países. ¿Qué te queda por probar?

–Muchas cosas. “Sólo sé que no sé nada”, decía Sócrates. Cuanto más viajas, te das cuenta de lo poco que conoces. Me apetece especialmente el Africa profunda. He estado en el norte y el sur, pero quiero ir a Botsuana, Sierra Leona, aunque bueno, allí está un pelín complicado. Ir a Kenia y convivir con los maasai mara. Ese es mi próximo destino.  

–En esa búsqueda de dar con lo social a través de lo culinario, ¿qué te sorprendió de Buenos Aires?

–Mi aterrizaje fue en la avenida Corrientes, el Broadway porteño, un sábado por la noche, y fue muy llamativo ver la vida nocturna en teatros y librerías, la vinculación que hay entre la música y la literatura. La idiosincrasia se representa a través de distintas formas. La de aquí me encanta.

–Siempre visitás algún mercado y abrís las heladeras. ¿Qué viste acá?

–San Telmo tiene un toque vintage y moderno que me encanta. Te puedes comer un salame, comprar flores o un teléfono de los años ‘60. Y en las neveras que abrí nunca faltaron el dulce de leche y el queso. Son dos componentes que aparecen siempre, en distintas cantidad y formas. Es algo pequeño pero no deja de impactarme.