Lisandro Rodríguez, reconocido creador de la escena independiente, publicó su primer libro. No fue un impulso propio: en 2023, David Jacobs, quien estaba a cargo de la editorial del Instituto Nacional del Teatro (INT), lo convocó para que aportara un material vinculado a su trabajo de director. Cuando Jacobs renunció, en medio del clima hostil instalado por el nuevo gobierno y su ataque a los organismos culturales, la propuesta mutó a una edición digital. Rodríguez prefirió no continuar por esa vía, pero el proyecto -que lo acompañó en un momento muy "difícil" de su vida- siguió su curso, y Teatro comercial. 299 notas sobre dirección y puesta en escena fue finalmente editado por Paripe Books.
No es tan fácil definirlo, así como tampoco parecen fáciles de definir los conceptos que lo atraviesan, ya que el autor aborda temas como la dirección, la actuación, la gestión de una sala propia y el trabajo independiente admitiendo lo costoso que es poner en palabras todo eso. Hay una discusión con conceptos enquistados, con cosas que se dan por sentadas. Muy lejos del manual y la seriedad de la teoría, este libro está hecho de "notas, escritos, apuntes, recuerdos" -la enumeración es de Rodríguez- de variada extensión y con un tono que oscila entre la autobiografía y el ensayo, cruzando el modo de hacer y la historia personales con una visión que podría ser colectiva -por eso va del singular al plural-. Se caracteriza por su carga poética, por una belleza de a ratos melancólica, por su ritmo. Abre el telón de estas páginas Lorena Vega y lo cierra Santiago Loza.
"Para mí era importante que el libro fuera accesible, porque no soy académico ni intelectual", dice Rodríguez -director, actor, autor, docente y músico- a Página/12. Otra cosa que le importaba al artista escénico -como prefiere definirse- es que "no hubiera citas de otros autores". En el texto aparecen ideas ajenas, pero nunca textuales ni atribuidas con nombre y apellido. "No me importan las citas en sí, sino lo que me acuerdo de ellas. Es algo muy propio de lo escénico: no importa lo que sucede, sino lo que hacés con eso que mirás, la realidad que vos creás", sugiere.
"Dirigir" es uno de los términos más explorados en Teatro comercial. Implica muchas cosas, a veces a priori contrapuestas. Es "atravesar el dolor sin burlarlo", "actuar", "una lucha social vertiginosa contra la cronología y la territorialidad"; se parece a "hacer deporte en cualquiera de sus modos y formas" y es también "un modo de control" y un "acto burocrático". El responsable de obras como La mujer puerca, Duros y Dios no se considera escritor, pese a que es autor de varias piezas teatrales -"no muchas"-. Lo primero que pensó ante la oferta de Jacobs fue que un libro sobre su área podría ser resultado de entrevistas que le hiciera otra persona. Pero Jacobs le pedía algo más simple, y así fue como se le ocurrió dar un uso a las notas que naturalmente volcaba en su celular. "Hay un interlocutor imaginario, los pibes y pibas que empiezan a estudiar. Es muy frustrante pensar que hay una manera de ser artista y que si no llegás a eso no sos artista o no servís", dice Lisandro.
Aunque podría pensarse que un halo romántico envuelve lo que hace, dice y escribe, él se corre de esa idea: "Desmitifico la idea del artista romántico que vive en una nube de pedos. Hay un ideal que está buenísimo, pero muchas veces se vuelve limitante. Podés ser artista, estar en el planeta Tierra y resolver cosas como hacer trámites. Siempre me costó más ir a un casting, presentar una carpeta, tocar la puerta de un teatro, ir a preguntar a alguien si me daba permiso que autogestionarme", se define.
La entrevista ocurre en Donado 2348, Villa Urquiza: en esta dirección vive Rodríguez, y en esta dirección también tiene su estudio, en un espacio enorme que otrora fue un depósito. En este lugar no solamente ensaya y estrena sus trabajos, también es anfitrión de eventos ajenos, una faceta de la que habla con entusiasmo. Le gusta recibir, compartir e incluso cocinar las empanadas que se reparten en esos momentos. En las paredes de su living comedor se ven algunas de sus pinturas, y en una esquina, algunos elementos necesarios para grabar sus propias canciones. La música lo tiene atrapado por estos días. Está presentando su primer disco solista -como guitarrista, cantante y compositor-, dentro de su proyecto llamado No. Con una sonrisa, muestra algunos de los temas. Hay uno que se llama "Independencia", como si dialogara con Teatro comercial. "Para mí, hacer obras es como hacer las canciones que no pude hacer", revela.
Los Vidrios es su cuarta sala de teatro, y la séptima dedicada al arte en la que participa. Nacido en Quilmes, bajista, de chico tenía una banda de rock con sus amigos. Con ellos tuvo su primera sala. En la nota 140, escribe: “Vengo de familia de comerciantes, del negocio con mostrador, del pasillo al fondo, del depósito. Soy del Gran Buenos Aires, pero de la parte cheta, de esos barrios residenciales rodeados de villa. De amigos abogados con padres abogados que se volvieron políticos con mucho dinero, de infancia escapando de los rugbiers para que no nos peguen, de escuelas bilingües inglesas y alemanas, de merca en el río, de ácido en el río, de banda de rock, un rock que intentaba ser refinado, trabajado, de fiestas íntimas donde la fantasía era quedarse, guardarse, compartir momentos o aspiraciones hacia otras realidades”.
Estudió para ser contador como su padre. Se metió en la EMAD a estudiar teatro porque le parecía un universo más "tangible" que la música. A los 24 años, instalado en CABA, alquiló un PH y convirtió a uno de los ambientes en un teatro para 12 personas. Luego dirigió durante 15 años el Elefante Club de Teatro, sobre la calle Guardia Vieja (donde también vivió). "Una obra de teatro es un espacio, un pequeño comercio, a veces a la calle, a veces al fondo. Quizá sea la forma de darle un orden y un sentido a todo el afecto que he recibido en mi vida, sin enloquecer del todo", dice en la nota 148. "Tener una sala es tener un comercio (el teatro independiente está catalogado como actividad comercial)", se lee en otro pasaje, y así explica la ironía del título.
"Escribir el libro fue como reencontrarme, hacerme preguntas que no me había hecho", admite. "Con períodos de tristeza, angustia, mucha apatía o quizás de pelea contra el laburo, finalmente algo gana y digo que está bueno tener una sala", agrega. Por estos momentos ensaya una obra como actor, dirigida por Maruja Bustamante. Se llama Venado asesino, y es una adaptación de una novela brasileña acerca de un adolescente (interpretado por Max Suen) que mata a un presidente de derecha. A su vez, como director, trabaja junto a Nayla Pose y María Abadi en un texto que escribió, basado en el libro de Rebecca Solnit Una guía sobre el arte de perderse.
-¿Toma un sentido especial el libro en este contexto de ajuste cultural?
-Hace 20 años que tengo sala. Los primeros diez estaba clandestino. Hace diez que tengo subsidios. Ayuda más en términos simbólicos que materiales. En 20 años el mundo cambió muchísimo. Pasaron una revolución tecnológica, una pandemia, miles de guerras, cambió la generación... Hace 20 años el Estado no representaba lo mismo que hoy. Es súper importante que acompañe la producción artística de un país, y esto no tiene que ver con el dinero, porque no hay dinero que alcance para acompañar eso. Es capital simbólico, ideológico y de lenguaje. Pero bueno, esta gente vino justamente a destruir eso. El Instituto es una marca identitaria. Me angustia su destrucción. Si hay algo bueno que tienen estas crisis es que uno toma conciencia de que hay un "nosotros". La militancia del teatro tiene que ver con el acercamiento, y eso no se puede destruir. No soy tan apocalíptico en momentos de apocalipsis. Si sacan al Instituto ya van a ver. El teatro no se va a romper por eso ni por la Inteligencia Artificial ni por la guerra ni por Trump. El teatro es medio imbatible: siempre alguien va a querer encontrarse con alguien.