Si no fuera porque 4x4, la primera película dirigida en solitario por Mariano Cohn, dura 90 minutos, bien podría ser una suerte de apéndice de Relatos salvajes. Algo así como un corto que –por su excesiva duración– se quedó afuera de la película de Damián Szifron y que ahora llega, cinco años después, a la manera de un bonus track. 4x4 tiene la misma estructura de fábula perversa de aquellos cuentos crueles, la misma violencia tóxica y la misma misantropía, en tanto lo que predomina en el film de Cohn es una aversión universal al género humano. Algo no muy distinto, por otra parte, a lo que sucedía en sus realizaciones previas junto a Gastón Duprat –ahora coguionista y coproductor de 4x4–, como El ciudadano ilustre (2016) o El hombre de al lado (2009).

La anécdota es simple. Un pibe chorro –pelo teñido de rubio, camiseta rosada de Boca, cadena de oro al cuello– le echa el ojo a una flamante camioneta 4x4 estacionada en una calle de barrio y no puede dejar pasar la oportunidad. Entra con una facilidad pasmosa, se dedica con rápido profesionalismo a sacar el estéreo, se prueba satisfecho los anteojos de sol que encuentra en la guantera y antes de irse decide dejarle un regalo al propietario: en un gesto de resentimiento de clase, le orina el tapizado con una sonrisa canchera. El problema es que cuando se quiera ir, le resultará imposible: la camioneta se cierra automáticamente, como una caja fuerte. Está completamente blindada e insonorizada y sus vidrios son polarizados, por lo cual nadie del exterior puede saber que el tipo está exasperado allí dentro de esa trampa, muriendo lentamente de sed y desesperación.

Nadie salvo el propietario de esa 4x4, denominada justamente Predator. Se llama Enrique Ferrari (Quique para los amigos), nació en Quilmes, tiene 60 años, es médico, cuenta que ya le robaron 28 veces y durante casi toda la película no se le ve la cara: se comunica por el teléfono que ostenta la camioneta en el tablero y tortura sistemáticamente a su presa no sólo con sus buenos modales sino también activando por control remoto la refrigeración y la calefacción, hasta hacer del ladrón un cuerpo casi inerte.

Conviene no contar más de la trama, que tiene algunas modestas vueltas de tuerca y también algún viejo truco de guión. Pero más allá de señalar la proeza técnica -que no es lo mismo que artística- de filmar una película casi por completo dentro de la cabina de una camioneta, conviene detenerse en la visión del mundo del film, que parece salida de las páginas del matutino Clarín, de hecho coproductor asociado al proyecto y al que se menciona explícitamente en uno de sus diálogos. La inseguridad parecería ser la única preocupación de los argentinos de bien, esa clase media que como Quique añora la vida sin rejas ni cámaras de seguridad de hace “medio siglo atrás”, que es –casi, casi– como echarle la culpa a los últimos 70 años de fiesta de los que suele hablar el Presidente.

La venganza ciega, la justicia por mano propia, los “vecinos” que como un devaluado coro griego se quejan de “los chorros que entran por una puerta y salen por la otra” están planteados –en palabras del propio director en la información de prensa– para “sacudir al espectador, hacerlo sentir juez y parte, sembrar un dilema moral”. El maniqueísmo de la película, sin embargo, no parece proponer demasiados matices, a pesar de los esfuerzos de Peter Lanzani, Dady Brieva y Luis Brandoni, los tres a cargo de personajes a quienes el guión condena a cargar con sus respectivas penitencias a cuestas, y que cada uno enuncia en voz alta en monólogos tan explicativos como elementales.