Martha vive sola. Martha cose y acomoda con paciencia sin tiempo los caminos de mesa tejidos por su abuela en España hace tantos años. Le gusta que queden paralelos al ángulo de la mesa de madera y que no tengan ni la más mínima arruga. Están tejidos con hilos inmortales africanos que una vecina del pueblo les traía a sus parientes. Los caminos, pobres, están gastados y viejos como su propio corazón o sus rodillas.

Antes que el sol se despierta Martha para regar los malvones y el helecho. Desde el patio entra su viejo gato que camina en cámara lenta hacia el plato de leche tibia que indefectiblemente le prepara detrás de la puerta de la cocina. Como pasa con los gatos, un sonido lo alerta a la distancia y le avisa que ya es hora. El resorte viejo de la puerta con tejido mosquitero que pateaba Joaquín cuando entraba corriendo del patio aún suena igual a pesar del paso de los años. Qué loco, un resorte suena igual. 

Martha ya no habla en su casa o mejor dicho, habla pensando, como lo hacen los que están definitivamente solos. Hasta grita pensando. Aunque es cierto que pocas veces grita.

Las papas y el zapallo repetidos día a día hierven desde hace rato, quizás desde siempre en la olla sin manija. Joaquín los odiaba, siempre quería milanesas a la napolitana. Martha se ríe sola y el gato toma la leche. Se ríe porque recuerda que el solo hecho de ir a la carnicería para comprar la carne era un indicio de que Joaquín por fin llegaba de Córdoba y se sentaba a la mesa como una piraña noble a devorarse todo. Nunca más preparó milanesas. ¿Puede una comida traer tan malos recuerdos?

El reloj de pared suena más fuerte en la casa de los solos, como amplificado, impune, cruel. Martha detesta al viejo reloj de pared que dictamina desde arriba de la heladera. Se dice que no lo ha destruido hace mucho porque se lo regaló su marido, el padre de Joaquín, antes de quedar fulminado en lo alto de un poste cuando trabajaba para EPEC.

Pobre bestia, trabajó toda su vida para que su hijo fuera doctor y Joaquín quería ser filósofo. Jajá jajá, filósofo, si no lo mataba la corriente eléctrica lo mataba esa decisión, piensa Martha mientras pincha el zapallo a ver si está listo.

¿Una idea mata? Se pregunta, mientras estrangula el puré con la cuchara de madera.

Come hipnotizada con un vaso de agua frente de sí. ¿Los vasos sobreviven a las personas? Al trasluz adivina los labios de su hijo en el borde yapado.

Y lo besa y se castiga. Se martilla un: ¿Y si? ¿Y si le hubiera dicho? ¿Y si le hubiera advertido? ¿Y si hubiera estado con él? ¿Y si lo hubiera abrazado y fundido con la leche, el gato, el malvón, el reloj, su padre, el puré, y los caminos de mesa, su abuela y la puta madre que los parió? Y llora Martha derrumbada sobre la mesa. Llora con lágrimas secas del que llora toda la vida, del que llora para siempre.

Prende una vela al costado de la foto de Joaquín, sobre la cómoda.

Desde el primer cajón desenvuelve un blanco pañuelo negro. Blanco por el color, negro por lo que significa. El nudo bajo su barbilla marca la hora señalada para que se pongan en alerta hasta las últimas células de sus huesos y de su carne. La foto de Joaquín en su pecho por fin la convierte en un ser indestructible. Más allá del perdón y del olvido.

Parte Martha a la marcha mientras le quede un soplo de vida. 

Martha Sánchez. Madre de Plaza de Mayo. 24 de marzo de 1976-24 de marzo de 2019. Juicio y castigo. Ni perdón, ni olvido.

* Periodista. Río Cuarto, Córdoba.