Tan rentable resultó la truculenta leyenda del varón con sombrero de copa y capa que ni la literatura, ni las series, ni el cine, ni los tours londinenses, ni las recreaciones de las escenas del crimen en museos –bastante kitsch, dicho sea de paso– lo han dejado caer. Y aquí estamos, siglo y cuarto después de los asesinatos atroces, con el célebre Jack el Destripador despertando el mismo morbo de antaño, y su perenne anonimato invitando a que nuevas voces despachen nuevas teorías conspirativas, presuntas confirmaciones (más bien, fábulas) acerca de su identidad. La última, raudamente descartada, apunta a un barbero polaco a partir de una controvertida prueba de ADN; pero los sospechosos de siempre siguen en la lista de posibles culpables: el pintor Walter Sickert, el cirujano de la reina Victoria, el príncipe Alberto Eduardo, un carnicero, un abogado, y así. “Desafortunadamente, la horrenda muerte de varias mujeres en el Londres victoriano ha oscurecido la historia más interesante: sus vidas”, se lamentaba Sara Huws, cofundadora del East End Women’s Museum tiempito atrás: “La imagen de Jack el Destripador devino mito, pero las mujeres brutalmente asesinadas en Whitechapel son reales. Y muchas veces han sido retratadas solo como caricaturas. Desgraciadamente, la misoginia es un negocio lucrativo”.

Tan lucrativo, de hecho, que el obtuso equipo de marketing de la English National Opera, en Londres, decidió bautizar Jack the Reaper: The Women of Whitechapel a su más reciente estreno. Un gesto desatinado que ha hecho refunfuñar a los mismísimos creadores de la pieza, el compositor Iain Bell y la libretista Emma Jenkins, contrariados por un título que va contra la expresa intención de la ópera: centrar la atención ya no en el infame serial (que ni siquiera aparece en escena) sino en “las cinco canónicas”, como se conoce a sus víctimas, Annie Chapman, Catherine Eddowes, Mary Kelly, Polly Nichols y Liz Stride. Interpretadas ellas por algunas de las sopranos más estimadas de la nación, Susan Bullock, Lesley Garrett, Marie McLaughlin, Janis Kelly y la ascendente Natalya Romaniw. Fichada además Dame Josephine Barstow, tesoro nacional, para la ocasión. Bajo lente moderna y reivindicativa, aborda la ópera –ambientada, lógicamente, en 1888– la hipocresía victoriana, a la par que imagina un escenario donde se apañan las muchachas en el peor contexto posible. 

Londres, recordemos, era entonces la capital de un imperio pero albergaba una miseria infinita. En especial en la zona de East End, donde las calles permanecían en penumbras por la noche, las condiciones sanitarias eran dramáticas, había superpoblación, alta tasa de criminalidad y hambre; miseria y hambre. La mayoría de los niños moría antes de cumplir los 5 años; las familias más “afortunadas” vivían hacinadas, y muchísimas personas sin techo vagaban sin rumbo, pagando unas monedas para descansar en ataúdes, o de pie, colgados de las axilas con sogas, amén de que las ratas no les turbaran el sueño. Cualquiera que haya visto la serie Ripper Street, joya absoluta de la BBC, conocerá el panorama; o haya leído a Dickens, sobra decir, gran narrador de esa pobreza urbana. 

“Jack el Destripador es un villano casi deificado, mientras que las mujeres que mató acabaron relegadas a meros nombres sin rostro. Queríamos hacer algo para explorar su humanidad, dignificar sus vidas, que representan la vida de todas las mujeres del marginal Whitechapel de aquellos años”, ofrece Bell. Jenkins explica que para el libreto se basó en “las transcripciones de la corte del juez de instrucción y de los periódicos de la época, pero son muy contradictorias y sesgadas”. 

¡Y misóginas!, subraya la escritora e historiadora feminista Hallie Rubenhold, autora del flamante The Five, libro publicado hace mes y medio en UK con sumo éxito y mucha repercusión. Hace, después de todo, lo que nadie hizo antes: investigar exhaustivamente la vida de las cinco canónicas, un verdadero laburo de hormiga que enorgullecería al propio Sherlock Holmes. En su libro, de hecho, HR revela un dato que pone en jaque la maniquea narrativa oficial: “No hay evidencia alguna de que tres de ellas fueran trabajadoras sexuales, ni que las dos restantes ejerciesen la prostitución al momento de ser asesinadas”. Polly y Catherine, asegura Hallie, eran empleadas domésticas que ocasionalmente laburaban en lavanderías, y a Annie la bancaba su esposo, que trabajaba como cochero privado. Elizabeth Stride, nacida en Suecia, sí ejerció la prostitución pero su principal ingreso fue como sirvienta de casas de Gotemburgo y Hyde Park, y llegó incluso a abrir una cafetería en Poplar, al este de Londres. Solo Mary Jane Kelly tenía 25; las demás superaban los 40 pirulos al momento de su muerte.

El prejuicio de la policía de que el asesino solo atacaba a prostitutas pervirtió la investigación, advierte Hallie. Las víctimas del Destripador, sugerían los informes, fueron abordadas porque solicitaban sexo, porque estaban borrachas y sin hogar. La prensa sensacionalista también hizo su parte, inventando o exagerando detalles “floridos” que caricaturizaban a las caídas. En resumidas cuentas, las convirtieron en una cautionary tale: les pasó lo que les pasó porque se lo buscaron. “Como no eran ángeles del hogar, se perpetuó la idea de que necesitaban ser castigadas”, se exaspera la historiadora. Pero lo cierto es que tan solo estaban dormidas en las oscuras calles de Whitechapel, donde 70 mil personas despertaban cada mañana sin tener idea dónde pasarían la noche. 

Llama poderosamente la atención que pasasen más de 130 años hasta que alguien se dignara a mirar las historias de estas mujeres, de exponer –con veracidad documental– sus vidas. Ningún intento por recrear los últimos segundos de las cinco, por describir cómo les cortaron las gargantas, cómo las mutilaron con saña machista, por detallar el estado de los cadáveres. No. Rubenhold recompone sus biografías, revisa sus historias familiares, sus laburos, se pregunta cómo acabaron solas e indigentes en las calles de Whitechapel. A merced de un asesino que era, francamente, la menor de sus preocupaciones.