El Chango Farías Gómez fue nuestro amigo. Un mal viento se lo llevó vaya a saber a qué Salamanca, para que termine su enseñanza y reciba a los visitantes futuros. Grabó en el primer disco de Baglietto y colaboró con otros de distintos autores locales. Era él un sinfín de análisis, consejos y bromas interesantes. Gran contador de leyendas y variopinto anecdotario. Lo conocimos en los albores de la Trova y sentamos amistad. La "literalidad" del criollo a veces enmienda el lugar común transformándolo en una evocación poética que por lo común los citadinos dejamos pasar. Nos contó con picardía la siguiente escena. Estaban él mismo en un camarín con Atahualpa y María Marta Serra Lima. De pronto, en un silencio, ella dice

abruptamente: "Después de acá me tengo que ir volando a Mar del Plata. A lo que Yupanqui, muy bajito para que oiga solamente el Chango, deslizó: "Eso sería digno de verse".

 

* Tocábamos en un festival fuera de la ciudad. Corría 1981 y, vaya a saberse porqué, nuestra gente era mansa y nosotros acústicos y sencillos, había un bloqueo de seguridad. Pero se había corrido la bola de que éramos de protesta. Por ende, el jefe comunal blindó el escenario con policías. Interpretábamos La Historia de Mate Cocido -aquel bandido rural que se transformara en leyenda- cuando vi cómo un soldado se daba vuelta y me cantaba la letra entera. Cuando bajamos me esperó y, sencillamente, con pudor, alargó: "Yo estoy en esto -se señaló el uniforme- para comer, pero mi verdadera profesión es la de puestero y cazador". Al irse, tomándome del brazo, me preguntó como si mi respuesta fuera una reliquia:

-¿A Mate Cocido no pudieron agarrarlo, no?

-No, no pudieron -contesté. Respiró aliviado. Y se sonrió discretamente

-Vamooo' todavía -dijo suavemente y dándome un apretón fuerte de manos se fue con su compañía hacia el camión de Gendarmería que ya lo estaba reclamando.

 

* -Esto es una lotería donde uno se juega la vida, pero no es tan dramático -susurraba el profe de bandoneón tratando de achicarnos acerca de nuestra inquietud sagrada de dedicarnos a la música.

-¿Les gusta el tango? -nos apostrofó como un comisario- Porque si ni te gusta la música de tu tierra, estás hecho pomada de la cabeza, pibe -sancionó.

Yo tomé la iniciativa: -Me gusta lo que tenga que ver con la poesía elevada y la música bien tocada.

Levantó el rojizo cuello de gallo viejo: nadie en su gallinero había osado cuestionarle nada. -¿Y a qué llama usted eso de poesía superior, m'ijito? -dijo con un gesto parecido a una sonrisa.

-Piazzolla y Ferrer -contesté apurado. Ahora era yo el que se estaba sonriendo: el viejo profesor con olor a musgo italiano, el jefe del barrio espiritual de zanjones, baladas troileanas y gardeles muertos en el ropero,  jazmines en el florero del amor y champañas helados, no supo qué contestarme.

-Dele, toque un poco de Astor -le dije para acicatearlo, sabiendo que ignoraba la música piazzolliana y detestaba al Master. Por mi parte, empecé a entonar Chiquilín de Bachín. Dejó el fueye y nos arreó hacia el patio: la clase había concluido. Yo sentí un empujón leve en mi espalda: era el sello distintivo de la rabia por no entender y no saber algo bello que se le insinuaba, pero que no iba a claudicar con su ignorancia burda delante de unos pibes. En la puerta nos despidió: -No vengan más, chicos. Mejor no vengan más.

Y cerró la cancel -deduzco- con amargura y ruido a óxido del final, del gran final en su vida que era, paradojalmente, nuestro comienzo.

 

-No había drogas en mi Pleistoceno: existía la sensación a flor de piel y como la imaginación en un adolescente es tan poderosa como fértil, creíamos -yo lo creía y sentía- que en esos momentos de alucinación, de extrañeza es cuando se producía automáticamente el efecto lisérgico. No lo sabía: era mi bosque hormonal, espíritu insaciado de maravillas que lo generaba y uno tenía dejá vùs viajaba en el tiempo, se inmovilizaba estúpìda y felizmente quieto el tiempo y todo, realmente todo lo raro del mundo empezaba a ocurrir. Luego, con el avance del mundo hostil, el crecimiento y la aparición de la muerte y sus guerras cotidianas, aquel efecto se desvaneció. Hasta que un día -hace poco, con más de sesenta- volvió a sentirlo y fue en una cama, en el sexo. "Aquello era amor", se dijo. Y se durmió realmente alucinado. Cuando despertó intentó componer para honrar el momento, pero ya el ruido de la fusilería y los mandatos todo lo cubrían y la sensación se había esfumado. "No importa -me dije, se dijo- ya sé por dónde buscarla. Y saludó con un besito la huella que la dama había dejado al irse mientras el dormía enrarecido y feliz con el descubrimiento.

 

* En mi lejana época de Echesortu fue cuando accedí a un gamulán. Nuevo, comprado en cuotas en La Favorita, prontamente me convirtió en un privilegiado en el universo de pobres. Pero aquella aparición me erigió en una especie de príncipe. Primeramente lo vareé con ostentación, luego con vergüenza. La novedad de lo flamante me tenía inquieto. La ropa nuevota era para los zonzos. Nosotros, los que habitábamos en la calle, lucir algo tan caro y recién llegado era como un insulto. Yo quería ser furtivo, bohemio, duro de cazar y por ende no podía andar por la vida con semejante disfraz de potentado. En una esquina me refregué por una hora para gastarlo y que adquiera la suciedad, el tatuaje del "caminado". Mi padre, que pasó con su chata, no comprendió lo mismo. Bajó y sin mediar palabra alguna me lo quitó y lo devolvió a la casa. Muerto de frío regresé a la hora y él estaba mateando. Solo me hizo la señal del índice sobre su sien: la locura.

Bajé la vista y me metí en la pieza. Por la bajo, mis padres hablaban de mi actitud tratando de entenderla. Qué sabían ellos del hippismo, la sociedad de consumo y la careteada. Esa noche, cuando tuvimos que tocar, aparecí con el saco prendido hasta el cuello y así canté. Mi viejo estaba en el público. Era el castigo que me había impuesto para hacerme entrar en razones de que la ropa del pobre tiene que ser cuidada y respetada.

 

* El mundo de los ciegos infundía temor. Eran seres especiales y espaciales, venidos de estrellas lejanas y que habían perdido la visión por sus exposición a soles de otras galaxias.

-Trátenlos con respeto, nos aconsejó la madre de Hugo.

Íbamos tocar zambas en su club. Uno de ellos me pidió prestada la guitarra. Cuando terminó, me la alcanzó y contemplé con horror que la tapa estaba toda raspada, consecuencia del uñero que solían usar en el pulgar. Lo odié tanto que debió haber sentido mi ira.

-¿Que pasa, muchacho? -dijo el comedido. Recordé a Olga, la madre de mi amigo y solo suspiré: -Nada, nada -recuerdo que le dije para no putearlo, y esta frase cortita que lo dejó sin respuesta: -Dígame, ¿en su planeta no enseñan a tocar la guitarra?

Se rió por compromiso, pero pude advertir que había dado en el clavo: procedían de la Oscuridad de un cielo siempre de luto, donde nadie enseñaba a rasguear con cuidado un instrumento, sencillamente por ausencia de luz

 

* "... no tengo pretensión alguna con lo que hago...creo que uno florece desde los quince hasta los dieciocho, después solo recuerda". Esta frase terrible y admonitoria la dejó caer livianamente Charly García. Por el contrario,  hay que desafiar esta cruel consigna y componer hasta el día mismo de nuestro funeral. Los egos gigantes actúan como sombras sobre lo que tocan. Hay que oírlos volcar sus temas, solamente eso. Con ello alcanza para ser feliz. Y vivir repasando nuestras canciones hasta el último rayito de sol. Gracias.

 

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