Cuando David Bowie formó los Konrads, su primera banda, tenía quince años. Apareció en un ensayo con el pelo teñido con colorantes para comida y el blazer del colegio pintado a mano con rayas. Sabía, y lo hizo hasta el final, que lo de afuera es mucho más que lo que cubre. Su música era un prisma que todo lo atravesaba, una manera de entender el sonido, el arte y la vida. Y su afuera, su cuerpo y todo lo que lo vestía, era donde se metamorfosea la magia de ese prisma. 

El artista argentino Marcelo Pombo comparte esa sintonía. Su obra tensiona al extremo, en la materia, la relación entre el afuera y el adentro, entre lo que es y lo que aparece, entre lo profano y lo sagrado.  Templos de barrio es una instalación en tres actos que se asienta en esa competencia felizmente resuelta, donde todo lo decorativo y lo pobre parece moverse, transformarse en puro brillo glam, refugio para el alma. Dragqueenarse, llama Pombo a ese proceso.

La galería se transforma en un templo ambiguo y atractivo, donde a través de cartón, nylon, brillantina, felpa, peluche, glitter y tergopol el artista le rinde un homenaje al arte. El arte es su verdadero templo y su verdadero barrio. Pombo afirma: “El arte es como mi religión. Los curadores, los críticos, lo que miraron mi obra generosamente y escribieron sobre ella, lo advirtieron desde el comienzo. Mis dos primeras notas las escribió Gumier Maier en el año 1989, cuando hice mi primera muestra en el Rojas. Él terminaba diciendo que detrás de las maneras decorativas y diletantes de mi obra se encuentra lo sagrado. Eso ya fue definido desde el comienzo. Yo no tenía claro lo que quería decir. Siempre sentí, en el comienzo y aún ahora, y lo digo como una alegría, como una experiencia privilegiada, siempre vivencié que mi experiencia iba por delante de mi conciencia. En este camino las palabras de los demás, sus traducciones, me fueron constituyendo. Tanto como artista como a mi conciencia como a mi programa de trabajo. El tema de lo sagrado, de obtener una reparación de lo duro de la vida. Y aspirar a algo mejor. A veces fantaseo que podría vivir sin la naturaleza pero no sin el arte. La fantasia que tengo del poder del arte es tan grande que me imagino que podría resistir con una máscara de oxígeno y sin sol. Pero mientras exista el lenguaje, lo simbólico, ahí tengo, tenemos, una posibilidad de algo mejor. Haciéndome cargo de esa experiencia religiosa y de cómo los demás me ayudaron a tener conciencia de eso, llamé a esta muestra Templos de barrio.”

En la muestra, producción del artista del 2019, hay novedades en relación a la obra. Por un lado, el uso del espacio, el volumen, y las dimensiones. Las obras bidimensionales y tridimensionales habitan un paisaje mayor. La destrucción del Templo de Jerusalén es una especie de set de filmación de videoclips de los 80, donde formas geométricas enormes se cubren de telas plateadas, tan berretas como brillantes. La obra, y el espectador, salen del plano y entran en la dimensión extraña, muy liviana y muy contundente, de pedazos de cosmos. Es el comienzo de la muestra, en una Jerusalén donde se plasma el descenso de una geometría de cotillón. A las ruinas le sigue la instalación Bruma de Belén en el Riachuelo, casa de cartón a la que podemos entrar  para contemplar un pesebre abstracto, geométrico, sobre el que pedacitos mínimos de luz arman una nieve tóxica e industrial. Es el poder del tergopol. El artista nos regala paisajes repletos de alegría y riqueza, construidos con materiales pobres. Pombo sabe hermosear.

 Una vez más, el rectángulo como forma primaria que hace de refugio, y que a su vez representa a un niño y toda su familia.  Aparece la pregunta: Cristo es más Cristo representado como un bebé de porcelana en su pesebre, o sigue siendo Cristo en un ladrillo bañado de brillantina roja, puro glitter colorado en una casilla pobre del sur de la ciudad Buenos Aires. Ladrillo Cristo, ladrillo niño, ladrillo casa, ladrillo albañil, ladrillo construcción, material accesible y protector. Rojo como la sangre, como la vida y brillante como una tanga con lentejuelas o una sombra de párpados. Cristo también se dragqueenea. Y su sangre se transforma en pura alegría instantánea, puro brillo rojo, glitter sensual.

La exposición se divide se divide en tres partes: desde Jerusalén, pasamos por el Riachuelo hasta llegar al gran templo de semblante protestante, con sus siete Templos de barrio: Templo de las exquisiteces, Templo del ladrillo de oro, Templo de la caca encantada, El tamporcito de Curupayti, Templo de las golosinas raras, Templo de María y Templo del Paisaje divino.

Interpreta con una poética lúcida Federico Baeza en su texto curatorial:  “Entre la autoconciencia exasperada y el automatismo sonámbulo, Marcelo Pombo vuelve a leer una y otra vez la Historia y su historia en una muestra que se despliega con la extrañeza de un sueño: una serie de estaciones consecutivas que deparan instantes de contemplación particularmente vívidos, alucinados, imágenes visionarias.Las iconografías que fue atesorando a lo largo de su ya extenso derrotero retornan una vez más pero de un modo trastocado. Lo que en algún momento fue bidimensional ahora toma cuerpo, lo pequeño cambia de escala hasta agrandarse desmesuradamente. Lo inerte se anima, le crecen extremidades informes y cabelleras tornasoladas. Lo estridente se hace oscuro, lo ramplonamente pardo ahora brilla emitiendo una luz enceguecedora.”

Los templos son homenajes. Para empezar a su madre y su infancia. Al barrio de su infancia. A las casas de su infancia, que en su carencia e insuficiencia instalaron  para el artista la casa como cáscara, la casa como refugio y el barrio como un pedazo de vida. También son homenajeados Evaristo Carriego, Cándido López y la cultura guaraní. Es decir, las batallas no oficiales, el nacimiento, y el olvido, de lo popular como madeja de nuestra identidad. Nuestra sangre indígena oculta una y otra vez. Marcelo Pombo le hace un altar, con hilos, tapas de aerosol y fragmentos de frascos de lavandinas. Un altar precioso que es a su vez un autohomenaje a sus manteles-tapices de la década de los 90. El barral parece chocolate en rama y tiene algo entre lujoso y hippie. Podría ser un enorme atrapasueños.

El primer templo da hambre. Es el Templo de las Exquisiteces. Dice el artista: “Exquisiteces, esa palabra me suena a mi madre, que ya no vive, y compartir con ella esa mirada de pobre aspiracional que ve las cosas lindas de las vidrieras o de las revistas.”

Y en relación al Templo de ladrillo de oro afirma: “Tengo una sensibilidad con el tema de la vivienda, del refugio. Fue algo traumático para mi familia. Viví con ellos, con mis abuelos, mi tía, mis padres, mis hermanos, todos juntos en Nuñez hasta los 11 años y después vino una época interminable de malaria y anduvimos por el gran Buenos Aires apilados en habitaciones, hasta que consiguen, en el 78, por un plan del FONAVI, para vivir un monoblock. Lo vivimos como una desdicha. A mi también me costó tiempo. Pero gracias al arte me pude comprar un departamento donde vivir, un taller. El tema de la casa, del techo siempre fue algo importante para mi y lo sigo considerando y pienso en la gente para la que sigue siendo un problema. Por eso hice el piso pobre y precario donde habita el sueño de un ladrillo de oro. El ladrillo es una forma esencial. Un átomo de esta sociedad. En el mundo real todo está construido sobre ladrillos. Y sobre todo, con un pobre trabajando por un bajísimo salario.”

No hay una discusión en la obra entre lo sagrado y lo profano. Pombo tiene las herramientas y los materiales necesarios para profanar lo sagrado y sacralizar lo pagano sin que nadie resulte herido. Aún con fragmentos de plástico e hilos, el templo sigue en pie. Es el arte como un dios, el barrio como escuela y el  ladrillo como símbolo del corazón del mundo.

Templos de barrio se puede ver en Barro Arte Contemporáneo, Caboto 531, hasta el 11 de mayo.