Más allá de las sospechas que siempre recaen –desde occidente– sobre el fanatismo religioso o sobre las intenciones oscuras de los imperios siempre presentes, o incluso más allá de las necesidades de cierta gente que coloca en la anulación de la contingencia todas sus esperanzas, y construyen monstruos imaginarios de control absoluto, lo cierto es que la tragedia de Notre-Dame plantea en el uso de la palabra “restauración” una serie de causales que se abren en abanico.

Los “restauradores” son una empresa en sí, muy de esta época en la que la historia es, antes que nada, un negocio. Lo vemos en la dedicación en la que se empeñan canales de televisión completos a la conversión de la historia en algo así como un mercado de antigüedades cuyo valor está determinado por el grado de preservación o por la importancia del personaje en los términos en que esa importancia es hoy evaluada. Para eso hay toda una pléyade de “expertos” que certifican la veracidad del objeto y de la historia que lo valoriza. La historia se ha convertido en otra mercancía, por lo que, paradójicamente, la historia misma será “sacrificada” a favor del negocio. Esto significa que –como lo demuestra la lógica de la denominada “posverdad”– la veracidad es lo de menos con tal de que haya “clientes” ... por decirlo de alguna forma: tenemos una historia para cada comprador y si prefiere otra... ¡también la tenemos!

 

La mística 

La mística, tan ligado a lo sagrado de los objetos que se le consagran, es algo que está más allá de la reducción a cenizas que el consumo hace de todo lo que se devora. La mística sería un efecto de la presencia de ese objeto inasimilable que hace que la aceituna lo sea, y se disfrute: a condición de escupir el carozo. Un “objeto” como Notre-Dame se liga a lo místico porque su historia, la historia sagrada de la cultura y el corazón de una comunidad, es el carozo que no se asimila a la lógica del consumo, es lo que se preserva y se sostiene como lo Real de esa Francia que, azotada por el neoliberalismo y sus reacciones violentas, la lógica del capitalismo financiero que se consume hasta las almas y deja los rastros de lo humano casi cubiertas de polvo y escombros, casi borradas, resiste y se erige como insistencia de lo humano. Eso es lo Real. Y lo Real solo es capaz de encenderse, de prenderse fuego, de convertir en cenizas lo que sea necesario para que solo quede allí la piedra, el fundamento, el carozo. Todo lo consumible se consumirá, y las llamas se llevarán todo, menos la mística de la de la memoria inscripta y tallada en piedra. 

El capitalismo restaura, entonces, mediante la disgregación, y el afán asimilativo del “producido”, es decir, de la preelaboración para el consumo del individuo-bebé que solo está ahí para que abra la boca y babee cual Homero frente a la tele y la comida, restaura, decíamos, lo más primario, lo más básico, casi al borde de lo que Freud llamó “vivencia de satisfacción”, casi llevando a la psicosis alucinatoria la satisfacción de los deseos, y creando los espejismos para que la cosa siga y siga regresionando hasta casi lo Real, es decir: comer sin apetito, solo haciendo el cálculo de las “necesidades nutricias”. No estamos muy lejos. Es más, estamos muy cerca. Esa restauración no es “accidental”, como la que causó el incendio. Al contrario. El incendio de Notre-Dame podría ser la resistencia a la restauración, la “puesta en escena” de lo que debe consumirse hasta desaparecer mientras los verdaderos “consumidores” de historia, esos sujetos paseantes que no abandonan sus intenciones ni ante lo más trágico, se sacan selfis de espaldas a la catedral destruida. 

 

La caída 

En una reedición del famoso relato “La caída de la casa de Usher” de Poe, que de algún modo anticipa los horrores de la devastación de las estructuras sociales por efecto de un mundo contemporáneo en el que la destrucción a gran escala del siglo XX, y el emblema imperecedero y común que supo insuflar la novela de Víctor Hugo “Nuestra Señora de París”, allí donde lo sacro adquiere las dimensiones humanas y profanas de las pasiones, eso nos encuentra estupefactos, paralizados ante el espectáculo estrictamente dantesco de las llamas que consumen la historia material de Occidente. ¿Qué decadencia particular se pone aquí en escena, corriendo la Catedral los peligros que ni siquiera tuvo que atravesar durante la Segunda Guerra Mundial? Ni bombardeada, ni incendiada, ni arrasada. ¿Y ahora, una restauración generó semejante fuego? Restauraciones que surgen de los avernos de las inquisiciones más cruentas de la tradición cristiana y católica en particular. El horror que está entre nosotros, ¿qué dispone? ¿Qué clase de guerra es ésta?, violentados por todo tipo de tóxicos, sustancias incombustibles que sin embargo nos hacen arder, nos queman como los fuegos multiplicados de Hiroshima y el Napalm de Vietnam, radiaciones insistentes y silentes, perfectamente adaptadas. No es este el fuego precursor, ultrajante, brutal y también purificador para la fe cristiana, de Juana de Arco. 

¿Qué fuego arrasador es este? ¿Qué otra Guerra Mundial, pero a escala supraindustrial, y no ya a escala industrial, como fueron las protagonizadas durante el siglo XX? ¿Qué estupor metastásico, autista, tecnocrático y concentracionario?  

Las inspiradoras palabras que intentan curar –“El fuego que arrasó 800 años de historia”, Eduardo Febbro, PáginaI12, 16 de abril de 2019– traen algo de doloroso consuelo: 

“Todavía en la madrugada, la gente que se reunió en los puentes de la capital y en las orillas del río Sena para presenciar el lento consumo de la Catedral de Notre-Dame, se secaba las lágrimas de los ojos. Una sensación de pérdida irreparable, de herida secular sumió a miles de personas en un espeso silencio. Católicos o ateos, no había nadie que no sintiera o expresara que un pedazo de sus propias vidas desaparecía ante sus ojos. El principal tesoro de la arquitectura gótica, terminado de construir en 1345, era, anoche, un edificio oscuro, devorado por las llamas que iluminaban apenas su vientre herido. En ese silencio empezaron a escucharse las campanadas de la Basílica del Sagrado Corazón, distante unos cuantos kilómetros, y de muchas otras iglesias de la capital como una forma de conjurar la principal amenaza: la destrucción completa de una catedral que es tanto un nido de la cultura occidental como un pozo de leyendas...” 

¿Es esta la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, pero no ya en el corazón del sistema financiero internacional, sino en el plano cultural de Occidente? ¿Indicio de otra época oscura, sucediéndose a los efectos conmovidos por “La caída de los dioses” que inaugura Nietzche? La mano invisible del mercado, la lujuria de un posnazismo que detenta en la opacidad de la enajenación extrema de la mismidad su epopeya de cosa amenazada de desaparecer, desapareciendo sin otra consecuencia que su suplantación instantánea, proliferada como una selfie extremada que así pretende rescatar para sí en la eternidad de la pátina sin marca, la existencia toda de la humanidad. Una paciente señala, ante los lejanos espantos que llegaban desde París: “por suerte la vi antes de que se incendie, le saqué muchísimas fotos”. 

¿Alcanzará entonces con esta nueva nostalgia de la imagen revisitada?, ¿con la existencia cáscara de una nueva proliferación de vidas metastásicas, idénticas, selfies, proliferadas en la identidad de percepción? Si así fuera, ¿qué sentido tendría la existencia de Notre Dame, o ninguno de los que identificamos y nombramos como monumentos y patrimonio de la humanidad?   

La caída de Notre Dame se erige también como una nueva restauración de una épica medieval, una cruzada que habrá de borrar las diferencias. Los inquisidores y la caza de brujas, las fosas y los cocodrilos del capitalismo financiero han contribuido al derrumbe de lo que, en el sistema económico internacional –verbigracia el Fondo Monetario Internacional incluido– ya no vale nada: el patrimonio histórico y con ello la historia misma. ¿Ha vuelto Fukuyama con su “fin de la historia”, o siempre estuvo allí? 

 

Urbi et orbi 

Quizás Notre Dame es el fin de una ilusión de rescate, para hacer valer su diferencia con este empuje arrasador restaurador, como si Notre-Dame en llamas mirara a los miles de voyeurs silentes filmando con sus telefonitos la devastación, una vez más, mientras una por una veamos caer cada reliquia. La historia regresa para cobrarse tanta desidia y ceguera. La humanidad tenía la ilusión de viajar y habitar otros mundos, pero estamos en 2019 y solo conseguimos una minúscula foto de un agujero negro, bastión de nuevas aventuras y posibles pesadillas. 

Lo primero que uno ve al entrar en Notre-Dame es una escenografía de fuegos, miles y miles de velas encendidas por los creyentes. Otro fuego tomó el relevo por el que veremos arder las reliquias de nuestra existencia. Notre-Dame es patrimonio de lo bello humano a nivel universal, y no sólo nuestra fascinación pueblerina por la captura de la mirada eurocentrista. Este espanto es también un símbolo de ese desastre contemporáneo por el cual el estatuto mismo de alma e inconsciente, tal como Freud lo propusiera, está siendo devastado.   

 

* Miembros y amigos de EPC (Espacio Psicoanalítico Contemporáneo).